Populismes digitals.

 
El populismo es un viejo conocido. No hay democracia sin populismo, en dosis más o menos exageradas. Obtener el favor de la mayoría exige a veces alguna concesión a la demagogia que pocos políticos, derechas e izquierdas confundidas, se atreven a evitar. Quienes hacen bandera del antipopulismo suelen perder las elecciones en cuanto se presentan. Así que nada de fariseísmos. El que no haya pecado de populismo que tire la primera piedra.

En momentos de crisis, y sobre todo en una crisis que hace época como la actual, el lenguaje populista invade el entero campo semántico. La demanda se halla en la raíz misma de la crisis, que es de confianza y de mediación. Los ciudadanos desconfiamos de quienes nos representan en todos los ámbitos de la sociedad. De forma que avanzan sus peones los que saben hablar el lenguaje a veces soez del populismo.

El populismo es ante todo una reacción contra las élites. Se disfraza de anticapitalismo cuando es una rebelión contra los ricos. De antiintelectualismo cuando se levanta contra los sabelotodos que monopolizan las verdades celestiales y terrenas y desprecian al pueblo llano. Y de antipolítica cuando rechazan a la casta que secuestra la voluntad de los ciudadanos para sus intereses particulares, con frecuencia corruptos.


El populismo vive del mito del pueblo, un ser vivo que habla, siente y se expresa; tiene voluntad, actúa, y busca a tientas al guía que sepa prestarle su voz y sus gestos. Hay algo de misterio en esta búsqueda mutua en la que se enzarzan el pueblo y quienes quieren dirigirlo. Misterio que termina en epifanía, cuando una extraña luz ilumina al elegido, que electriza con sus palabras a quienes le escuchan y consigue el efecto sobrenatural de que las masas le sigan y obedezcan.

Extraña e inquietante, claro que sí. Y evocador de épocas siniestras. Los populismos más recientes, con carismas más garbanceros, parecen tranquilizarnos, aunque no debiéramos. De ahí el interés del libro recién publicado El pueblo contra el Parlamento. El nuevo populismo en España, 1989-2013, de Xavier Casals, que traza una genealogía de nuestros populismos, los sitúa en el contexto de los populismos en el mundo y los utiliza como reveladores de tendencias. Mensajeros de futuro les llama, atribuyéndoles una capacidad de anticipación respecto a las crisis que nos esperan.

Populistas siempre son los otros, naturalmente. Casals no duda en repasar el espectro político y social, desde el PP hasta los indignados, ni en señalar que “Cataluña se ha convertido en el rompeolas populista de las Españas y en su laboratorio político”, afirmación de impacto aunque justificada: 1.- La erosión de los grandes partidos es más acentuada; 2.- Como en un microcosmos, se reproducen a escala todos los populismos europeos, desde Plataforma por Cataluña hasta los émulos de la Syriza; 3.- El populismo plebiscitario se halla en pleno vigor; 4.- Se extiende una cultura de la insumisión, desde las protestas antipeajes hasta el movimiento por la hacienda propia; y 5.- Cuenta con una capital de larga y profunda tradición rebelde y contestataria.


La novedad del populismo de nuestros días, señalada tanto por Casals como por su prologuista, Enric Ucelay de Cal, viene de mano de la tecnología. Las redes sociales, imprescindibles para entender los movimientos de protesta, llenan el vacío que ha deja la mediación política en crisis. Y lo hacen en forma de una quimera: las multitudes pueden dirigir la sociedad con el nuevo instrumento de poder que es un teléfono móvil; la democracia directa es posible gracias a la tecnología.

El funcionamiento de las redes se acomoda al lenguaje divisivo, polarizador y estridente del populismo, pero añade una paradoja: el individuo aislado, con los vínculos sociales rotos y solo con su móvil, se siente parte de una nueva comunidad virtual, un pueblo digital en marcha. Y en la otra cara de la difusión tecnológica del poder, oculta en la nube, avanza la organización todopoderosa del espionaje de Estado hasta controlar los más íntimos rincones de la vida privada de este ciudadano solitario, que le entrega voluntariamente sus datos. El reto de nuestra época es mantener espacios para la democracia representativa entre el cibercontrol universal y el populismo digital.

Lluís Bassets, Pueblo digital en marcha, El País, 24/06/2013

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