Hannah Arendt, la filosofia i el coratge.
Hannah Arendt |
Gershom Scholem, uno de los grandes estudiosos de la mística judía,
intentó por todos los medios persuadir a Walter Benjamin para que se le
uniera en Israel cuando todavía estaba a tiempo de escapar de la
barbarie nazi. A Benjamin se le torcieron definitivamente las cosas en
Port Bou y allí buscó la muerte. Scholem, de quien atesoro algunos
libros mientras espero el momento de encontrar largas tardes de invierno
que consagrar a la lectura y al estudio, lejos de los afanes que ahora
me consumen, era también un buen amigo de Hannah Arendt, a quien
advirtió de que no debía traicionar el amor a su origen. Encuentro el
argumentado reproche de Scholem en un libro que me ha venido a las manos
cuando más lo necesitaba, unos días después de haberme conmovido casi
hasta las lágrimas la película Hannah Arendt, dirigida por la también alemana Margaret von Trotta. El título es un hermoso desafío: La bondad insensata. El secreto de los justos, obra del periodista e historiador italiano Gabriele Nissim, publicado por Siruela en su colección El Ojo del Tiempo.
“En la tradición judía existe un concepto, difícil de definir y, a pesar de todo, bastante concreto, que conocemos como Ahavat Israel,
‘el amor del pueblo judío’. En ti como en tantos intelectuales que
vienen de la izquierda alemana, no encuentro sus huellas”, le escrib
Scholem a Arendt. A lo que, tras la cita, añade Nissim: “Se trata de la
misma acusación de autocensura y de odio a sí mismo que había planteado
Moshe Landau”.
Hannah Arendt desató las iras de muchos de sus amigos (algunos le
retiraron el saludo), de muchos judíos y de no pocosintelectuales de
izquierdas, cuando publicó, primero en una serie de artículos en The New Yorker,
luego en un libro, la crónica del juicio al dirigente nazi Adolf
Eichmann en Jerusalén. Fue ella la que pidió ser testigo de aquel
proceso, después de que uno de los grandes responsables del exterminio
masivo de los judíos fuera capturado por el servicio secreto israelí en
Argentina y trasladado a Jerusalén. William Shawn, el director de la
revista, no sólo aprobó de forma entusiasta la propuesta de una de las
pensadoras más valientes y originales de su época, sino que tuvo la
paciencia de esperarla todo el tiempo que la autora de Los orígenes del totalitarismo demandó
para escribir sus ensayos sobre el juicio y de correr el riesgo de
provocar la indignación de muchos de sus lectores por las entonces
insólitas conclusiones de Arendt.
La más llamativa en su momento fue la que sirvió de subtítulo a su libro, Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal. Arendt
destacó un aspecto que solo entendió cuando pudo contemplar al propio
reo tras la urna de cristal en el juicio y escuchar sus argumentos. Eran
las razones de un burócrata, de alguien que había prestado juramento a
Hitler, y que jamás se cuestionaba las órdenes, que mataba de forma
sistemática porque era lo que tenía que hacer, sin permitir que su
conciencia considerara la bondad o maldad de lo que hacía. No era un
monstruo, era un tipo horripilantemente normal. En palabras del escritor
y pensador Gabriel Albiac:
“Eichmann no era un monstruo. No hay monstruos. Sólo hay hombres,
hombres que matan: predadores hablantes, dice Freud. Burócratas
eficientes del homicidio, anota Hannah Arendt. Y lo trágico humano cabe
en esto: Eichmann puede ser cualquiera”. Ese argumento, el de la
burocracia y su implacable maquinaria sin moral, lo amplía Arendt en su
análisis de El proceso, de Franz Kafka, cuando dice: “El poder
de la máquina que atrapa y destruye a K. reside en la apariencia de
necesidad, una apariencia que se hace real gracias a la fascinación de
los seres humanos por la necesidad. La máquina se pone en marcha porque
los hombres consideran la necesidad como un principio supremo, y porque
su automatismo, solo interrumpido por la arbitrariedad humana, es tomado
por símbolo de la necesidad”. Sin los burócratas, sin los hombres
convertidos en autómatas cuando renuncian a la conciencia, el camino del
mal no encuentra obstáculos.
El segundo aspecto, al que se referían no solo los reproches de
Scholem, sino de amigos tan íntimos como Hans Jonas, fue la acusación de
complicidad de muchos consejos judíos en el exterminio de los suyos,
que prestaron ayuda al propio Eichmann en su espantosa tarea, y que
Hannah Arendt tuvo el coraje de no callar.
Según Scholem, y así lo recoge Nissim en su precioso libro, “si lo
que se quiere es mantener ese espíritu” [de amor hacia el pueblo de
Israel] “es preciso abstenerse de juicios excesivamente drásticos sobre
la historia judía”. Anota Nissim: “Hannah Arendt respondió que jamás
cuestionó su carácter judío, sin renunciar por ello a su espíritu
crítico. En política es muy peligroso utilizar las razones del corazón
para silenciar hechos desagradables y opiniones diferentes. No se puede
juzgar con el afecto y con los sentimientos”. Y a continuación reproduce
la respuesta que ofreció Arendt al propio Scholem y a otros amigos
desengañados, unas palabras que también esgrime Barbara Sukova, la
espléndida actriz que encarna a la pensadora en una película centrada en
su análisis del juicio a Eichmann, la relación con el New Yorker,
y las consecuencias que tuvo que arrostrar la propia Arendt por
atreverse a pensar y a escribir sobre todo el asunto, contra viento y
marea: “Yo no estoy animada por ningún ‘amor’ de este tipo […]. En toda
mi vida nunca he amado a ningún pueblo ni a ninguna colectividad: ni al
pueblo alemán, ni al francés, ni al americano, ni a la clase obrera ni a
nada semejante. Yo solo ‘amo’ a mis amigos y la única clase de amor que
conozco y en la que creo es en el amor a las personas…”.
La película de Margaret von Trotta parece cortada a medida de nuestra
época, cuando una pensadora como Hannah Arendt parece más necesaria que
nunca, quizá porque siempre es absolutamente necesario pararse a
pensar. Como señaló Albiac (de quien por fin ha vuelto a reeditarse su
mejor libro, La sinagoga vacía), “leemos en Arendt la voz de un
clasicismo absoluto. El que viene de no ceder jamás a afectos ni
pasiones. El que exige que quien escribe tan sólo a su rigor deba
atarse”. Precisamente lo que puso en práctica en el New Yorker,
una revista que se esfuerza cada semana no solo en contar del modo más
exacto y elocuente el mundo en que vivimos, sino de hacerlo siempre con
un escrupuloso respeto a la verdad, es decir, a los hechos. Contaba
Albiac en el apasionado artículo que le dedicó en ABC unos días
antes de que se estrenara el filme: “Arendt ha estado entre mis
interlocutores más constantes. Puede que sea porque, igual que le
sucediera a ella, me emociona a mí Walter Benjamin más que ningún otro
pensador del siglo veinte. Y la historia de Hannah Arendt, buscando en
Portbou, años después, la improbable tumba y los perdidos papeles de su
amigo suicida, está entre las declaraciones de amistad –esa forma
superior del amor- más conmovedoras del atroz siglo que fue el nuestro”.
Siempre la amistad. Me vuelvo a encontrar con Hannah Arendt no solo
en el libro de Gabriel Nissim, sino en más de una ocasión en el que
devoro estos días de junio, poco antes de emprender el retorno a Bosnia
veinte años después de la primera guerra a la que me asomé, y con
Gervasio Sánchez, a quien conocí en Sarajevo el verano de 1992: Si un árbol cae. Conversaciones en torno a la guerra de los Balcanes, que escribió mi querida y admirada Isabel Núñez, colaboradora de esta revista, con quien no tuve tiempo de encontrarme.
Ojalá hubiera leído este estremecedor libro cuajado de entrevistas con
escritores e intelectuales de la antigua Yugoslavia (responsables en su
inmensa mayoría de lo ocurrido) antes de que la enfermedad le arrancara
la vida. Hubiéramos podido hablar de muchas cosas. Le hubiera pedido,
por ejemplo, que escribiera sobre los Balcanes a través del tamiz de
Hannah Arendt, alguien incapaz de amar a entes tan abstractos y
peligrosos como su su propio pueblo. Lo mismo que a mí me ocurre con Galicia.
Alfonso Armada, Hannah Arendt, el amor, la amistad y la verdad, fronteraD, 26/06/2013
Comentaris