Ignacio Castro Rey: 'Ser nòmades contra el sedentarisme del canvi programat'.
V
Aunque Deleuze no lo hace expresamente, es fácil relacionar la
potencia de este “poder-juego” (Foucault) con la fascinación que ejerce
la imagen. Es en sí misma un genial simulacro de fusión, integrando lo
que fue previamente fragmentado. Multiplicando las paredes, la corriente
de imágenes nos protege de lo real, lo inimaginable que resiste,
aquella zona desde la cual podríamos ejercer una fuerza. Para desactivar
esa posibilidad, una imagen lleva a otra, hace guiños a otras mil. Es
el movimiento coagulado en sucesivos instantes decisivos de una
publicidad que, en el fondo, sólo publicita la velocidad de escape que
es nuestra historia. Fluencia continuamente subtitulada, la imagen
soporta el entretenimiento abierto del control. Se trata de un sueño de
separación laminar –teñido de cercanía- que ahorra todas las paredes y
derriba cualquier muro. Sería divertido analizar cómo en su momento esta
lava proteica derritió los muros del Este.
Mientras tanto, la rivalidad interminable de la in-formación
permanente implica también que uno es rival de sí mismo, pues la
competencia atraviesa al propio sujeto. El hombre podría ver, si aún
tuviera ojos para esto, cómo su identidad se aparta cada vez más de su
existencia. De manera que este poder-surf casi invisible consigue la
cuadratura del círculo: hacer del individuo, en principio indivisible,
algo dividual.
La metamorfosis se ha cumplido y ya no podemos localizar el insecto
que somos. De ahí la furia del ciudadano-consumidor hacia todo lo que
recuerde lo que pervive en él en estado larvario, sin posible
realización. De ahí el lugar ambiguo del extranjero, en un planeta donde
ya todos los somos, pues hemos sido desarraigados de nuestro humus
vital para poder estar permanentemente en antena. Cuando el poder se
hace cargo de la misma vida, y la materia prima del sistema productivo
es la humanidad, la vida se divide. El afuera pasa adentro en el
interior del mismo hombre, de ahí su oscilación entre una lasitud
catatónica y los estallidos de euforia o de furia.
La neurosis de la vida sana es nuestra enfermedad social preventiva. En la nueva medicina, recuerda Deleuze en el Post-scriptum,
ya no hay médicos de un lado y enfermos de otro, sino que todos somos
enfermos potenciales localizados en distintos grupos de riesgo. Y
debemos convivir con dolencias crónicas, que la estadística adelanta
eliminando cualquier relación intuitiva con el cuerpo. La relación entre
infinitud numérica y clausura real también cumple aquí su designio.
Por lo demás, dado que la interacción de un control continuamente
deformable no nos permite ninguna distancia con el cuerpo sin órganos de
la sociedad, por ninguna parte rozamos un referente real. Todo es
superestructura, de ahí que las ideologías cuenten poco. La base de esta
convergencia centrista de derecha e izquierda, que tantas frustraciones
genera, es la potencia móvil de una separación que abraza los cuerpos,
de una alienación que se convierte en espectáculo y genera seguidores.
Deleuze no llega tan lejos, pero los sindicatos no sólo estarían
obsoletos por la dispersión terciaria, por la disolución de los grandes
encuadramientos de clase, sino por el colaboracionismo de los
trabajadores con las ilusiones de “clase media”, esta magia blanca de la
neutralización económica, la simbiosis entre aislamiento y conexión,
desarraigo y circulación. Necesitamos un accidente exterior que nos
arranque del encierro global, de este adormecimiento incestuoso. Lo que
en general llamamos crisis es todavía un temor informativo, un “accidente” interno, un peligro gestionado por el control.
Deleuze, el hombre que un día decidió morir, antes defendió la
necesidad de pensar con “lo más atrasado” de nosotros mismos. En este
maravilloso documento de nuestra zozobra diaria se muestra muy próximo a
Nietzsche y muy alejado de Marx. En el Post-scriptum
ni se habla de democracia, tampoco de economía, como si la clave de la
gobernanza contemporánea fuese el simple fetichismo de la movilidad, una
religión circulatoria que –sin doctrina alguna- sólo necesita que
abandonemos la existencia, el compromiso moral con nuestra raíz no
elegida.
Oscilando del viejo valle de lágrimas a esta radiante cumbre de
risas, el control no es peor ni mejor que la disciplina. Cada época
tiene una plaga que vierte sobre las espaldas del hombre, una violencia
que intenta encauzar a los pueblos. No hay lugar para el pesimismo o el
optimismo, dice Deleuze, apenas tenemos tiempo para buscar otras armas.
¿Cuáles? Sólo se nos dan pistas. No hay en el Post-scriptum
ninguna referencia a la lucha de clases, tampoco a ninguna clase
elegida. Más bien al contrario, Deleuze no deja de insistir en que el
capitalismo y la resistencia “de concentración” han muerto a manos de la
dispersión, un poder que es “abierto” porque se cierra en cada punto
donde la vida palpita.
La lucha contra la “raza descarada de nuestros dueños” estaría
deprimida a manos de una mediación infinita que divide a cada uno por
dentro, separando en nosotros lo que hubiera de proletario ontológico,
de Dasein endeudado con la pobreza. Esta sería hoy la apoyatura
metafísica del capitalismo, prolongando la labor “revolucionaria” que
la burguesía llevó a cabo, esa liquidación mundial que tanto fascinaba a
Marx. Cuando el primer círculo de La insurrección que viene vuelve sobre esta cuestión del apartheid
sobre cada existencia, a manos de la identificación, no esta más que
desarrollando este control deleuziano, que después vuelve en Agamben y
Badiou.
VI
¿Cómo liberarse del control, de un poder social que te sigue
como una sombra, que desea tus ondas y que seas feliz? Quiere ser fan
de ti y le gustaría pegarse a tu piel. “I am what I am”: mi música, mi
ropa, mis estudios, mi corte de pelo, mi perfil, mi piso, mis historias
de amor… La expresión constante se adelanta a la percepción y la
desactiva, liberándonos de la necesidad de pararse y pensar, de escuchar
y sentir. Vivimos casados con nuestra propia imagen, acoplados a una
identidad móvil que nos separa minuto a minuto de la existencia,
soltando el lastre de lo que haya de difícil, inamovible y antiguo en
ella.
Esta universal invitación a “movilizarnos”, que empieza en el plano
perceptivo, es una constante orden de alejamiento de la cercanía, de su
ambigüedad irreal. Tal es la ideología incrustada en las tecnologías, la
gran oferta política que las hace arrolladoras. El entorno vibrante nos
obliga a una constante respuesta, una frenética emisión de mensajes que
ahorra el peso de vivir, sin cobertura ni subtítulos.
Expresarse, impactar, ser divertido, estar al día, ser popular. Nadie
echa de menos a un desconocido y esto, ser desconocido, no es hoy
fácilmente soportable. Nos haría falta una tecnología para el
“comunismo” de la condición mortal, para encontrar lo común en lo que
nos abisma. De ahí esta histerización del contacto, un simulacro de
acumulación que debe librarnos del vacío, la finitud real que vivimos
como un desierto. La euforia social es la cara externa del pesimismo
vital.
Si hay salida, comienza por aceptar un mapa de la trampa, tan
multiforme y extensa como el horizonte que nos cerca. La única salida
pasa por ver, frente a la vida mortal, esta prisión de paredes
móviles que llamamos sociedad. No estaríamos lejos entonces de la idea
de Heidegger de practicar un sí y un no simultáneos
frente al orden de la técnica. Simultáneos, porque la afirmación y la
negación son pronunciados en distintos planos, aunque coexistan: el
devenir y la historia, el acontecimiento y la situación, el tiempo de la
vida y la cronología que se multiplica en pantallas. Es necesario
obedecer a dos amos a la vez, pero uno de ellos es sólo lo que el
primero ha forzosamente olvidado.
Lo moral, lo político es ingresar en el corazón de las situaciones
para preparar algo parecido a lo que estaba en la estrategia estoica,
una subversión por aceptación. Cada una de nuestras diarias escenas de
sumisión está separada por una delgada lámina de su posible liberación.
Todo depende de cómo asumamos nuestro decorado, cómo nos atrevamos a
habitarlo, pues una pequeña variación tonal puede convertir lo que
parece el infierno en un limbo respirable. Ello exige que logremos
dentro de nosotros –un adentro que es lo más lejano- un enemigo superior
a la amenaza política y visible del exterior. Sólo así la pesadilla que
es la historia será un juguete en manos de la primera propiedad de
cualquiera, el peligro de vivir.
Fausto vende su alma porque no quiere dudar. Tener alma es tener en
la duda el método; en la angustia, el gimnasio. Esto no implica
refugiarse en el individualismo, sino lograr una individuación
–necesariamente contingente, siempre necesitada de la presión de lo
intolerable- que potencie por fuera nuevas formas de comunidad. Formas
necesariamente provisionales, tan inestables como lo es el milagro del
encuentro.
Tenemos dos manos, dos hemisferios
cerebrales. Con un lado es inevitable pactar con las tonterías de la
época, el canon de la visibilidad y el reconocimiento. Con el otro lado,
si queremos sobrevivir a esta multiplicación cancerígena, debemos
volver a ser invisibles, aprender el silencio y la desaparición, el
hecho inevitable de –en algún día crucial- no ser reconocidos. Sobre
esta necesaria desaparición, precisamente en los momentos capitales,
habla también el Post-scriptum.
Deleuze recuerda que el topo era una de las figuras de
resistencia en los viejos espacios de encierro. Lento, paciente, ciego e
intuitivo, el topo encontraba siempre una galería para minar el suelo
que le aprisionaba y traspasar los muros de las sucesivas disciplinas.
Pero hoy se nos empuja a “movilizarnos” por todas partes. La cuestión es
entonces cómo encontrar una velocidad que conecte con la lentitud que
nos falta; una rapidez que sea más alta que la de este entorno
automatizado y nos permita regresar a una vida análoga de su vértigo.
Una velocidad que vuelva al ser lento que somos, a esa coreografía de los afectos, la percepción, el pensamiento y su secreto. En Mil mesetas Deleuze recuerda que los nómadas son los que se aferran a una “región central” que no tiene cabida en ningún sitio.
Frente al topo, la serpiente es ágil. Ante todo, ha de ser
capaz de estar quieta, de desaparecer por su simple manera de estar ahí,
camuflada con los colores de una escena. A diferencia de la tabla de
surf, la serpiente puede ser ágil y brillante, pero también aquietarse y
desaparecer, sumergirse bajo las superficies. Sabemos por algunas
técnicas orientales que existe un cierto tipo de reposo y concentración capaz de la más alta velocidad. No en vano Nietzsche ponía en el anillo
del águila y la serpiente la figura más alta del conocimiento. La
jovialidad del mediodía nacía de atravesar el corazón mismo de la
tragedia.
En medio de esta luminosa organización de la ceguera nunca ha sido
más fácil ser invisible. La dificultad estriba en que hoy, más que
nunca, dan miedo las sombras, las habitaciones o los campos vacíos, la
soledad de los márgenes. Todo lo durmiente, lo que está solo, es
potencialmente terrorista, pues no somos capaces de ver la vegetación
que hay en el desierto. Somos así prisioneros de esta malla proteica, al
preferir una consensuada neutralización frente a la soledad de los
márgenes, al “atraso” de no tener cobertura.
Bajo este perpetuo verano de la juventud publicitaria, es necesario reinventar el poder de la desconexión, la ventura de no ser nadie.
Reinventar, en esta época de transparencia total y espectáculo
continuo, una nueva clandestinidad. Tal vez la mujer tiene esa sabiduría
dentro, esa “humildad” para desdoblarse y actuar a tres bandas. El
drama del hombre, siempre casado con su imagen narcisista, es que le
falta esa tecnología, analógica del espectro real.
Sin el desdoblamiento de tal “hipocresía”, sin ser espías del otro
tiempo que palpita dentro de esta imperial cronología, ¿cómo escapar de
un poder social que es tan fluido como nuestras vidas? El autoritarismo
de los clásicos espacios disciplinarios nos hacía la rebelión
relativamente fácil y comprensible. Esta envoltura atronadora del
Estado-mercado amenaza con convertirnos en un nudo de la red. Simples
consumidores de movilidad y alternativas. Logo tras logo, marca tras
marca, somos prisioneros de la reproducción, por radicales que sean
nuestras alternativas de culto.
No hay ninguna posibilidad para la serpiente, un ser más
ágil que el deslizamiento que nos ha colonizado, si al mismo tiempo no
somos más lentos; capaces incluso de regresar y permanecer inmóviles,
descansando en el enigma que no tiene imagen. Desaparecer, camuflarse,
devenir imperceptible. Ser capaz de estar a solas con tu penumbra, con
el veneno de tu diferencia y tus miedos. Ser serpiente exige incluso
mudar de piel, apartarnos del afán de reconocimiento, de los clichés que
pretenden protegernos.
Otra metafísica, capaz de aceptar una mortal existencia sin empleo
social, es urgente para que pueda haber otra política. Tal viraje de la
subjetividad occidental, hacia lo impolítico de la tierra, permite
conectar con el mundo antropológico de la pobreza, esos “pueblos sin
historia” que hasta ayer nuestro progresismo despreció, con muy
distintas ideologías. Apostar por esa multitud bárbara e inmoral, que de
vez en cuando irrumpe en nuestra sensibilidad, exige atreverse a pensar
según la zona de sombra de nuestro suelo. Es la única manera de
conectar con una humanidad libre del racismo de la movilidad.
Debemos aprender a camuflarnos en un poder que se ha confundido con
nuestra piel. De Juan de la Cruz a Tiqqun, una vieja sabiduría nos
recuerda que para ser libres hay que atarse, dejarse atravesar. Pensamos
y somos libres desde nuestro atraso, desde un irremediable fondo de
subdesarrollo. Necesitamos héroes que obedezcan a una heteronomía
anterior a toda autonomía.
Necesitamos un ascetismo versátil, la agilidad de un platonismo de lo
múltiple, que atraviese una a una las mil situaciones que nos cercan.
Lograr tal ascesis en cada punto de abundancia, en la misma dispersión
móvil que nos transporta y nos expropia, requiere un taoísmo de la
violencia, una fortaleza infraleve. Solamente una
espiritualidad inmanente será capaz de ingresar en la médula de las
situaciones y despertar el devenir de cualquier historia, el
acontecimiento de cada situación.
Menos es más, pues logra captar el sentido del mundo bajo su línea de
flotación, antes de que cuaje en signo y se convierta en otro medio. La
serpiente reinventa una “alta mar” en cada puerto, una
velocidad que puede descansar y concentrarse en el nuevo sedentarismo,
en su cultura de masas. Pero esta “anarquía coronada” supone resucitar
algo que nos da miedo, no una espiritualidad interior y privada, sino política, capaz de mezclarse.
Tal vez Foucault y Deleuze sólo barruntaron este viraje de la lucha y del guerrero, este paso del león al niño. ¿Eran todavía demasiado “marxistas” para asistir a este giro, a esta orientación práctica e infranalógica
del pensamiento, al oriente que espera bajo nuestra enorme
urbanización? Quizás los dos amigos estuvieron todavía ilusionados con
la política y un resto de la metafísica de oposiciones; en suma, con
Hegel y lo que Simone Weil llama “la superstición de la cronología”. Si
es cierto que Foucault, al decir de Deleuze, “odiaba los retornos”, los
dos tuvieron un problema con la vida que no cambia, un límite que
nosotros debemos traspasar.
Lo que nos puede volver a otorgar independencia es una buena relación
con el desierto, con la protección que brinda la intemperie. Sólo un
fondo de disciplina, una disciplina del sigilo que recupere la violencia
de la que hemos sido expropiados, puede contrarrestar la violencia
flexible de la que somos objeto. Es necesario aliar un epicureísmo de
los sentidos con un estoicismo del pensamiento, una piedad afectiva con
una dureza intelectual de la distancia. Reinventar un nuevo ascetismo,
un rodeo salvaje sobre sí mismo a través del desierto. Ser nómadas otra
vez para escapar de este sedentarismo del cambio programado.
Ignacio Castro Rey. Madrid, 16 de junio de 2013
Comentarios a la sociedad del control (y 3)
* “Post-scriptum sobre las sociedades de control”. El texto fue publicado en L’Autre Journal, nº 1, en mayo de 1990. En España cierra el precioso volumen de artículos y entrevistas llamado Conversaciones
(Pre-Textos, Valencia, 1995). Estos comentarios han surgido de la
lectura privada y pública de ese texto a lo largo de años, más los
debates del Seminario Nietzsche-Tiqqun de esta primavera en la Facultad
de Filosofía de la UAM y el encuentro Milestone Project de Girona.
Gracias desde aquí a todos los organizadores y participantes.
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