L'alternativa comunitarista a la societat atomitzada.
En un episodio de la afamada serie televisiva de la CBS Criminal Minds,
el equipo de fabricantes de perfiles del FBI se desplaza a una población
mexicana en la que parece haber un homicida de la clase que constituye
la especialidad de los protagonistas, un asesino en serie. El comisario
local advierte a los norteamericanos de que en este país no hay asesinos
en serie, como en EE UU, porque allí subsiste una institución que los
gringos ya han perdido de vista, la familia, que suministra a sus
miembros un colchón de afecto y de protección que impide la emergencia
de esos criminales anómicos que tanto abundan en el Norte. El policía
estadounidense le escucha condescendiente y, sin descartar del todo la
idea, le sugiere esta otra: ¿no será que en México no investigan lo
suficiente? ¿No será su prejuicio contra los yanquis lo que les impide
detectar a ese tipo de matadores? Me he acordado de esta escena mientras
leía la traducción castellana de El pacto de las vírgenes (Pasos
Perdidos, 2013), una crónica de aquel suceso que conmovió durante unas
semanas la localidad de Gloucester (Massachusetts) en 2008 y que dio
lugar a una miniserie de Fernando Colomo: un buen puñado de adolescentes
del instituto local se conjuraron para quedarse embarazadas todas al
mismo tiempo, en un curioso acto de rebeldía y sublevación colectiva. La
autora de la crónica, la periodista francesa Vanessa Schneider,
restringe escrupulosamente su relato a las entrevistas con cuatro de las
17 juramentadas que consiguieron su propósito, sin añadir dosis alguna
de psicología o de sociología, lo que hace su narración aún más
descarnada y menos tranquilizadora, puesto que carece de toda
“explicación” que pudiera servir al lector de principio para comprender
unos hechos cuyo sentido se escapa por todos los agujeros de la
historia, que son muchos.
Es cierto que hay un denominador común: todas las entrevistadas proceden
de familias en las cuales el padre está ausente o ha quedado anulado
como figura de autoridad, dos de ellas han pasado parte de su infancia
en centros de acogida y otra vive con una madre obsesionada por el
famoseo, los castings y los concursos infantiles de belleza. Y se puede
suponer que las otras 13 serán acordes con esta “muestra” o que, en todo
caso, habrán sido absorbidas por la capacidad de liderazgo de la jefa
del grupo. Su hazaña tiene algo de utopía: amparadas en el poder de la
fratría que domina siempre en la adolescencia, su proyecto es fundar, en
una caravana abandonada, una “microsociedad” basada en la solidaridad
orgánica entre madres que crían juntas a sus hijos, para no repetir el
desastroso modelo de familia del que proceden; no solamente contradicen
con ello a la sociedad de adultos, que les ha convencido de que un
embarazo adolescente arruinaría su vida para siempre, sino que también
financian sus actividades con medios “antisociales”: comercian con
marihuana o con su propio cuerpo (practicando el exhibicionismo a cambio
de dinero). Como una de ellas confiesa abiertamente, quieren darle a
sus existencias el sentido que les falta. Pero han elegido para ello un
camino contraindicado para las utopías, pues si hay algo que obliga a
poner los pies en la tierra (en el topos real, no en el imaginario) es
precisamente tener un hijo. Así pues, según van progresando los
embarazos los vínculos entre iguales se van disolviendo y cada una va
tomando la responsabilidad individual que supone criar a un niño propio
hasta que, como si fuera una novela (¿acaso no lo es?), la dirigente del
grupo muere antes de llegar a dar a luz. Se diría que han tenido un
sueño: el de fundar una verdadera comunidad trabada con los estrechos
lazos de afecto y cooperación mutua de los que han carecido, y que la
“sociedad” ha acabado por mostrarles dramáticamente la imposibilidad de
ese tipo de comunidad, porque acaso la propia sociedad en la que viven
se apoya precisamente en esa imposibilidad, en la proscripción de ese
tipo de comunidad.
Y aquí podríamos, por tanto, abrir el turno para los lamentos por
la crisis de la familia y por lo que ya Freud llamaba en su tiempo “la
decadencia del Padre”, un maleficio que nosotros, como el citado policía
mexicano de ficción, solemos considerar característico de las culturas
“nórdicas” o “anglosajonas” y que, sin embargo, habríamos sabido
exorcizar en los países del Sur o del “mediterraneo”. Pero podríamos
repetirnos la pregunta del profiler: ¿hemos investigado lo suficiente?
Vivimos en tiempos en los que se hace más intensa que nunca la nostalgia
de la comunidad perdida, en los que se multiplican las apelaciones a
“lo común” que el individualismo suicida y rampante no dejaría de poner
en peligro, empezando por los recursos energéticos del planeta. Pero no
sólo cometemos al hacerlo la ingenuidad de olvidar los aspectos
infernales y persecutorios de esas sólidas comunidades cerradas y
solidarias (que hoy nosotros seríamos difícilmente capaces de soportar),
sino que igualmente pasamos por alto que, mientras nos sumimos en esa
nostalgia desde nuestros cómodos habitáculos individualistas, dejamos
crecer en la periferia del mundo y de las ciudades unas “comunidades”
tan abandonadas, desesperadas, utópicas y asociales como la formada por
estas 17 chicas en su roulotte herrumbrosa situada en ninguna parte. Y
no será la familia (aunque a lo peor sí la famiglia) quien rescate a
esas criaturas desahuciadas de su sueño imposible y mortífero, porque
para ese rescate se necesitan unas alforjas (económicas, sanitarias,
jurídicas, educativas y hasta militares) que la simple “solidaridad
comunitaria” es incapaz de suministrar, por mucha que sea su buena fe.
Unas alforjas que se van quedando poco a poco vacías.
Pocas cosas son más crueles que el obligar a alguien a venir al
mundo y a crecer en él sin esos vínculos de afecto y protección que nos
proporciona nuestra comunidad de origen. Y pocas cosas son más infames
que privar a los niños de la oportunidad de hacerse mayores y, como
habría dicho Kafka, de salir de casa a ese espacio libre donde ya no hay
padres ni familia, el mundo lleno de hombres que no son de los nuestros
y de cosas que no nos son familiares, cada vez más escaso y precario.
Definitivamente, creo que no hemos investigado lo suficiente.
José Luis Pardo, ¿Hemos investigado lo suficiente?, Babelia. El País, 01/06/2013
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