El poder de la desconnexió, cap una nova clandestinitat.
¿Cómo liberarse del control, de un poder social que te sigue como una sombra, que quiere tus ondas y que seas feliz?* Quiere ser fan de ti y le gustaría pegarse a tu piel. “I am what I am”: mi música, mi ropa, mi novio, mi perfil, mi piso, mis historias… Estamos casados con nuestra propia imagen, integrados en una identidad itinerante que invita a alejarse de la existencia, a desprenderse del lastre de lo que haya de difícil, inamovible y antiguo en ella.
Orden de alejamiento de la cercanía, de su ambigüedad espectral: esta
es la ideología incrustada en las tecnologías, la gran oferta política
que las hace imparables. Vivimos en una red de interactividad, rodeados
de un entorno vibrante que nos obliga a una constante respuesta, a una
frenética emisión de mensajes que nos libra del peso de vivir, del peso
de percibir sin cobertura ni subtítulos.
La formación permanente del mundo profesional encaja en la
información permanente de la vida social. Y su rivalidad interminable,
esa que, reflejando la mecánica interna de las empresas, llena los
concursos televisivos más estúpidos. Compartir es competir: expresarse,
impactar, aparecer, conectarse, triunfar, ser divertido, estar al día,
ser popular, volver a fluir. Nadie echa de menos a un desconocido. Y
esto hoy no podríamos soportarlo, pues nos falta el hilo de conexión con
el comunismo de la condición mortal. De ahí esta histerización del
contacto. La euforia social es la cara externa de un morboso pesimismo
vital.
Tenemos sin embargo dos manos,
dos hemisferios cerebrales. Con un lado es inevitable pactar con las
tonterías de la época, con el canon de la visibilidad y el
reconocimiento. Si queremos existir, con el otro lado debemos
ser invisibles, aprender a soportar el silencio y la desaparición, el
hecho inevitable –de algún día crucial- no ser reconocidos. Sobre esta
necesaria desaparición, precisamente en los momentos capitales, había un
fragmento precioso del Houellebecq que aún tenía algo que contar: no
participar, no interactuar, dar un paso al margen, desaparecer.
En el reino de esta luminosa organización de la ceguera nunca ha sido
más fácil ser invisible. La dificultad estriba en que hoy, más que
nunca, dan miedo las sombras, el aislamiento, los márgenes. Todo lo
latente, lo durmiente, o lo que está solo, es potencialmente terrorista.
Por eso somos prisioneros de esta malla proteica, de geometría
variable. Con su corolario vital, una flexibilidad cadavérica. Pero
preferimos esta neutralización a plazos a la soledad de los márgenes, de
no tener cobertura.
Frente a este perpetuo verano de la juventud publicitaria, ¿no es
necesario reinventar el poder de la desconexión, la ventura de no ser nadie?
Reinventar, en esta época de transparencia total y espectáculo
continuo, una nueva clandestinidad. Tal vez la mujer tiene esa sabiduría
dentro, esa “humildad” para desdoblarse y actuar a tres bandas. El
drama del hombre, siempre casado con su imagen narcisista, es que le
falta esa tecnología, analógica del espectro real.
No obstante, sin esa actuación, sin ese desdoblamiento, sin esa
“hipocresía”; sin ser espías del otro tiempo que palpita dentro de esta
imperial cronología, ¿cómo escapar de un poder social que es tan fluido
como nuestras vidas? El autoritarismo de los clásicos espacios
disciplinarios nos hacía la rebelión relativamente fácil y comprensible.
Esta envoltura divertida amenaza con engullirnos y hacernos un nudo de
la red. Simples consumidores de alternativas y de sociedad: marca tras
marca, por radicales o de culto que sean.
No hay ninguna posibilidad para la serpiente, el único ser
más rápido y más ágil que la tabla de surf que continuamente se nos
vende, si al mismo tiempo no somos más lentos. Incluso, capaces de estar
inmóviles, en secreto. Desaparecer, camuflarse, sumergirse bajo tierra.
Ser capaz de estar a solas con tu brillo oscuro, con el veneno de tu
diferencia y de tus miedos, también de tu tristeza. Ser serpiente exige
incluso mudar de piel, apartarnos del afán de reconocimiento, de toda
identidad que pretenda protegernos.
Sólo con una disciplina del sigilo, recuperando la violencia de vivir
de la que hemos sido expropiados, podemos contrarrestar la violencia
flexible de la que somos objeto. Es necesario aliar un epicureísmo de
los sentidos con un estoicismo del pensamiento; una piedad de los
sentidos con una dureza de la distancia. Reinventar un nuevo ascetismo,
un rodeo salvaje sobre sí mismo a través del desierto. Ser nómadas otra
vez para escapar de este sedentarismo del cambio perpetuo, del
espectáculo y la comunicación.
Ignacio Castro Rey, Otro pacto con el diablo, fronteraD, 08/06/2013
* “Post-scriptum sobre las sociedades de control”. El texto fue publicado en L’Autre Journal, nº 1, en mayo de 1990. En España cierra el precioso volumen de artículos y entrevistas llamado Conversaciones, Pre-Textos, Valencia, 1995.
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