La Escuela Palatina: Alcuino y Fridegiso.
En el mes de junio
del año 801, Carlomagno, recién llegado a Aquisgrán desde Roma, donde había
sido coronado Emperador del sacro Imperio romano el 25 de diciembre del año
anterior, envía una carta al monje irlandés Dungalo, el Recluso, residente en
la abadía de Tours, para que le haga saber si las atrevidas y radicales
afirmaciones y argumentaciones contenidas en la extraña carta (De substantia nihili et tenebrarum) que
el diácono Fridegiso había entregado en marzo del año 800 a los compañeros y
miembros de la corte palatina de Aquisgrán, son verdaderas o falsas, y si
doctrinalmente se ajustan a la ortodoxia o son sospechosas de herejía.
En su carta,
Fridegiso argumentaba por vía racional que la nada y las tinieblas eran cosas
realmente existentes, afirmación extravagante que, por otra parte confirmaba
literalmente la autoridad de la Biblia, donde está escrito que el mundo «fue
creado a partir de la nada», y que «entonces las tinieblas cubrían la faz de la
tierra».
El objetivo de esta
breve introducción es situar la carta de Fridegiso en el nuevo contexto
institucional y cultural del Renacimiento carolingio en que vio la luz, sin la
pretensión de adaptar a nuestras necesidades intelectuales el fondo de opacidad
y lejanía que la envuelve, y comentar y discutir la originalidad de las ideas
que desarrolla conforme a las teorías lógicas, gramaticales y exegéticas de la
época, así como ponderar el alcance de su posible relevancia filosófica.
Los orígenes del
movimiento filosófico medieval están ligados al esfuerzo de Carlomagno por
mejorar el estado intelectual y moral de los pueblos que gobernaba y por hacer
retroceder la barbarie introducida por las sucesivas olas de invasores. Para
llevar a cabo esta tarea, el Emperador se propuso restablecer las escuelas (las
antiguas romanas habían desaparecido y las cristianas eran de una calidad
ínfima) dotándolas de un programa de estudios inicialmente de bajo nivel pero
con el tiempo cada vez más exigente. La importancia de esta empresa justifica
que se pueda hablar con razón de un Renacimiento carolingio en el sentido
fuerte. El planteamiento historiográfico, que considera la época carolingia como
de mera transición, y sin entidad propia, bajo el punto de vista cultural, está
ampliamente superado, pues desde los albores del Imperio y en los sectores más
diversos, desde la arquitectura sagrada a la música y a la literatura latina,
desde la hagiografía hasta la filología, de la teología a la poesía, se
alcanzan resultados que representan puntos culminantes y a veces logros de
valor absoluto.
El plan de una
educación profesional y formal exigía a su vez la elección de un plantel de
maestros de reconocida preparación y competencia. La institución en que, con
carácter ejemplar, Carlomagno puso en práctica su programa de reestructuración
cultural fue la nueva Escuela Palatina de Aquisgrán, para la que reclutó a un
grupo de maestros procedentes de las diversas regiones del imperio: Irlanda,
Inglaterra, Italia, España, Germania, etc.
La figura central
de este grupo selecto de maestros, el instrumento y verdadero mentor de la
reforma carolingia, fue el inglés Alcuino, al que acompañaron en la Escuela
Palatina los maestros italianos Pedro de Pisa, Pablo el Diácono, Paulino el
Gramático, los españoles Agobardo y Teodulfo, el irlandés José Escoto, el
anglosajón Wizo (Cándido), el germano Leidrado, los francos Angilberto y
Modoino, y de Inglaterra el propio Fridegiso.
Alcuino se
distingue del grupo reunido en Aquisgrán, no por poseer un talento o saber superior,
sino por su papel de misionero y apóstol de la cultura latino-cristiana de los
monasterios de York y de Jarrow, en la Francia carolingia, en donde esta
cultura estaba perdida. Ocupaba, de alguna forma, en la corte de Aquisgrán, el
cargo de ministro de instrucción. De hecho fue el consejero más próximo y
atendido de Carlomagno, y tuvo un papel de primer orden en la restauración del
Imperio en el año 800. Como escribió Gilson y recuerda Alain de Libera: «La
verdadera grandeza de Alcuino reside en su persona y en su obra civilizadora,
más bien que en sus libros […]. En sus cartas y en sus tratados se expresan su
admiración profunda por la cultura antigua y su voluntad de mantenerla». La
anónima Vida de Alcuino nos presenta
a este prefiriendo al pagano Virgilio a los Salmos, y rehusando dejar su celda,
donde leía la Eneida a escondidas,
para asistir al oficio nocturno.
Los compañeros de
Alcuino –con una preeminencia de la representación anglosajona a la que cabe
atribuir la línea específicamente filosófica del entourage de Carlomagno– representan la élite de los hombres de
letras reunidos por el Emperador, verdadera muestra de una nueva unanimitas, de un nuevo espacio común de
diálogo y encuentro, eje del ambicioso proyecto de una cultura unitaria, aunque
sustentada en una flexible articulación entre universalismo y peculiaridades
nacionales: multiplicidad de las razas y naciones / unidad del imperio y de
la confesión religiosa. Este era el significado específico que tenía la idea de
Europa –palabra que empezó a emplearse entonces con frecuencia y de forma
novedosa– como centro cultural, más que político, de irradiación artística
filosófica y literaria. Alcuino, en un arrebato tan entusiasta como ingenuo,
llegó a considerar la Escuela Palatina superior a la Atenas de Pericles, Platón
y Aristóteles. En una carta a Carlomagno, Alcuino declara su ambición:
«Levantar una Atenas nueva, más aún, una Atenas muy superior a la antigua,
porque al estar enriquecida por la plenitud de los siete dones del Espíritu
Santo sobrepasa la sabiduría de la Academia».
Alcuino procedía de
la escuela catedralicia de York, donde bajo el magisterio del arzobispo Egberto
(discípulo a su vez de Beda el Venerable) y de Aelberto, había entrado en
contacto en la bien provista biblioteca de la Escuela, no sólo con las Sagradas
Escrituras y los tratados eclesiásticos, sino también con la obra de autores
como Cicerón, Virgilio, Ovidio, Plinio y Boecio, modelos de escritura en verso
y prosa.
La corte de
Carlomagno no era ciertamente una segunda Atenas, pero no deja de tener su
gracia el entusiasta juego juvenil de ponerse sobrenombres de personajes
antiguos. Así, Alcuino se hacía llamar Horacio; Carlomagno, David; Leidrado,
Homero; Teodulfo, Virgilio, etc. Asimismo compartió el empeño de su maestro por
conservar y difundir las artes liberales (el
trivium y el quadrivium completos) y hacía lo imposible por contagiar a los
alumnos su propio gusto por el estudio.
En una instrucción
o capitular de la corte del año 787, probablemente escrita por el propio
Alcuino, se encuentra una precisa descripción de los objetivos educativos y
culturales que se propone alcanzar la Escuela, y se alegan las razones para
cultivar e institucionalizar el estudio de los dos grupos de las artes
liberales: las tres artes de la comprensión, de la expresión y del pensamiento,
es decir, gramática, retórica y dialéctica –el trivium–; y las cuatro artes o medios para conocer el mundo, o sea,
aritmética, geometría, astronomía y música, concebida esta última como el
estudio de la armonía de las cosas. Las artes liberales se consideraban
necesarias para la comprensión de las Escrituras, porque como estas se sirven
de imágenes, tropos y otras figuras similares, cuya interpretación exige el
conocimiento de la gramática y de la retórica, y, por otra parte, la propia
filosofía se apoya en ellas como en siete etapas o siete pilares para alcanzar
la sabiduría. El propio Alcuino en su tratado de Gramática habla de las siete
artes liberales como de septem gradus
philosophiae. Y este era, efectivamente, el marco en el que se estudiaba la
filosofía, centrada principalmente en el pensamiento platónico y lastrada por
un conocimiento limitado del aristotelismo (sólo se estudiaban y comentaban las
Categorías y Sobre la interpretación con las glosas de Porfirio y de Boecio).
Sin embargo, no todas las artes se estudiaban por igual, pues el énfasis se
ponía especialmente en la gramática y en la retórica, y cuando más tarde el
péndulo del interés se incline hacia la dialéctica, se habrá producido un cambio
de importancia capital para el desarrollo de la filosofía y teología
escolástica. Por su parte, la teología se concentraba en una interpretación
textual de la Escritura, bajo el
triple aspecto literal, etimológico,
simbólico y moral. Se trataba de una teología hermenéutica fundamentada en un
fuerte sentido de la autoridad de la escritura
y de las Escrituras, y en la idea
de la inagotabilidad y de la libertad de interpretación.
Este ambicioso
programa de estudios fue asimilado y compartido por todos los discípulos que siguieron
el magisterio de Alcuino en Aquisgrán y en Tours, y que lo difundieron por las
escuelas monásticas de las diferentes naciones del Imperio. En Tours se formó
Rábano Mauro, y a través de él como abad del monasterio benedictino de Fulda,
cuna del cristianismo germano, la influencia civilizadora de Alcuino se
extendió por toda Alemania. La importancia de Rábano Mauro en el desarrollo de
la cultura alemana y en el proyecto de establecer una civilización latina de
espíritu cristiano, fue inmensa. Se le ha llamado con razón «el primer
preceptor de Alemania» y, aunque como dialéctico y sabio superó con creces a su
maestro, el preceptor del preceptor de Alemania sigue siendo Alcuino.
Pues bien, a la
Escuela Palatina de Aquisgrán llegó procedente de York, como su maestro y
compatriota Alcuino, el inglés Fridegiso, que destacó entre los miembros de la
Escuela, por la determinación de su carácter y su acusada personalidad
intelectual. Fue junto con el anglosajón Wizo, el confidente más estrecho y el
discípulo más próximo a Alcuino. Se separó de su mentor en el año 796, cuando
este fue nombrado abad de Tours, y pasó a ocupar su lugar como maestro de la
Escuela de Aquisgrán, cometido al que añadió el de preceptor de Gisla y de
Rotruda, hermana e hija respectivamente de Carlomagno. Pero la fortuna y el
destino de Fridegiso iban a quedar de por vida íntimamente vinculado al
maestro, que le dedicó varios tratados y cartas. En el año 804, a la muerte de
Alcuino, Fridegiso fue nombrado abad de Tours, si bien este puesto lo compaginó
con otros muchos de gran relieve. Hasta el año 819 fue jefe de la cancillería
del Emperador Luis I el Piadoso (788-840), hijo de Carlomagno, y a partir del
año 820 fue nombrado abad de San Bertín y San Gomero.
El retrato más
expresivo de Fridegiso nos lo ofrece el monje Ermoldo (780-843) cuando nos lo
presenta «seguido por un grupo de discípulos sagaces, blanco en el vestido y
blanco y puro en la fe». Es verosímil conjeturar que la agudeza y la audacia
especulativa mostrada en la Carta sobre la nada y las tinieblas fueron también
rasgos característicos de su enseñanza y de su actitud vital. Los pocos
testimonios que nos han llegado de sus contemporáneos y de los historiadores de
ese periodo, coinciden en retratarlo como un hombre radical en sus ideas (la
propia Carta así lo confirma) e intransigente en la resoluciones prácticas de
política monacal, nada proclive a las cesiones y compromisos, y poco amigo de
la mediación, del pacto y de la diplomacia. Si la radicalidad es, en general,
una virtud intelectual y una condición imprescindible para el ejercicio del
pensamiento, que no se aviene a renuncios acomodaticios y fáciles, no es sin
embargo recomendable y suele ser perniciosa como actitud general en la
conducción de los asuntos de la comunidad cuando surgen conflictos entre sus
miembros. No es extraño, por tanto, que encontremos en diferentes documentos de
la época referencias muy críticas a los frecuentes y entonados enfrentamientos
y polémicas que mantuvo con los monjes de su abadía, que se resistían a aceptar
los cambios y variaciones que Fridegiso quería introducir sin discusión en los
rituales de la vida monacal. Esta circunstancia no es incompatible con el hecho
de que Fridegiso tuviese un cierto talento y olfato político; tanto es así que
Carlomagno lo nombró sucesor de Alcuino al frente de la abadía de Tours, a
pesar de las perplejidades que le produjo la lectura de la Carta sobre la nada y las tinieblas.
El programa
educativo y cultual de Alcuino, así como el método ecléctico de la defloratio, el uso de las artes
liberales y la interpretación de la enseñanza bíblica, se fundaban, como
recuerda d’Onofrio, en la primera norma de conducta de la sabiduría práctica
del monaquismo occidental, heredero en este aspecto de una larga tradición
grecolatina que se remonta a Solón y se cita a través de Terencio: Ne quid nimis («nada en demasía»). Tal
vez, el único elemento de la enseñanza de Alcuino que Fridegiso, su fiel y
estrecho colaborador, no parece compartir es precisamente el ne quid nimis. La radicalidad de sus
conclusiones respecto a la existencia de la nada –que algunos comentaristas han
considerado un signo de un coraje intelectual infrecuente, propio de alguien
que no da marcha atrás frente a soluciones extremas– no es sino la expresión de
una actitud fundamental del pensamiento de nuestro autor, curioso explorador de
territorios ambiguos resbaladizos y fronterizos (la nada, la encarnación en la
que lo absoluto, Dios, se hace finito, hombre), en cuya inspección era fácil
precipitarse fuera de la ortodoxia, algo de lo que le acusa el mesuradamente
racional y pactista Agobardo en su Libro
contra las objeciones del abad Fridegiso.
Así pues, Fridegiso
se sitúa en una relación de continuidad y
ruptura de la Escuela Palatina. Se
sirve de los mismos instrumentos que sus compañeros de Aquisgrán (las artes
liberales, especialmente el trivium)
con el objetivo compartido de recuperar, recomponer y transmitir la herencia de
las Escrituras y de la Patrística, pero con una radicalidad especulativa, excluyente de
cualquier mediación o compromiso, que coloca sus ideas sobre la nada, la
encarnación6 y la preexistencia de las almas, en el umbral de la herejía.
Tomás Pollán, Introducción a Fridegiso de Tours, La nada y las tinieblas, Ediciones la
uÑa RoTa, Segovia 2012
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