Doraemon pensa per tu.

by Pep Montserrat

Mis hijos –tres y seis años– se han hecho adictos a Doraemon, el dibujo animado japonés. Pero yo lo odio.

Doraemon es un gato del futuro que resuelve todos los problemas mediante artilugios mágico-tecnológicos. Si sus amigos lo necesitan, puede agenciarse una linterna reductora, que hace a la gente más pequeña. O un satélite que encuentra objetos perdidos. O un televisor en el que se ve el futuro. ¿No sabes hacer los deberes? ¿No quieres ir a comprar el pan? No pasa nada: Doraemon lo arregla. Como Harvey Keitel en Pulp fiction. Es el que hace el trabajo sucio.

Doraemon vive en casa de Nobita, el niño más cobarde y haragán de la televisión. El objetivo vital de Nobita es evitar cualquier esfuerzo, especialmente las tareas escolares y las labores domésticas. Si no consigue huir de sus responsabilidades, o si sus tretas para escaquearse se descubren, Nobita chilla y se desespera, pero de ninguna manera enfrenta los problemas. Por suerte para él, Doraemon lo saca de apuros en todos los capítulos.

Entre el gato y el niño hay un conflicto: Doraemon sospecha que Nobita no lo quiere de verdad. Tan sólo quiere aprovecharse de sus poderes. Y tiene toda la razón. La lección fundamental de la historia es: “No tomes las riendas de tu vida. Es mejor fingir amistad por alguien que te arregle los líos”.

Pero no hay que darle demasiada importancia a eso. La serie tiene cosas mucho peores.

Por ejemplo, su modelo de familia. Aunque se supone futurista, la familia de Nobita parece del siglo XIX. Al padre le importa un rábano todo, se pasa el día leyendo el periódico, y sólo se dirige a la madre para exigir su cena o quejarse por los fallos en la limpieza del hogar. La madre se ocupa de lavar la ropa y alimentar a los niños, y jamás sale de la casa. Como no puedo creer que sea así siempre, opto por investigar y le pregunto un día a mi hija de tres años:

–¿Qué hace la mamá de Nobita?

–Cocina.

–¿Y qué hace el papá de Nobita?

–Fuma.

–¿Y qué hace Nobita?

–Llora.

Edificante, ¿verdad?

Y eso que todavía no hablamos de los otros niños.

Nobita tiene dos amigos: el matón y el rico (Gigante y Suneo). El primero se dedica a amenazarlo, golpearlo y robarle las meriendas. El segundo presume de todas las cosas que posee y se niega a prestarlas. Nobita vive deseando la fuerza de uno y el dinero del otro, y a veces, con la ayuda de Doraemon, claro, consigue robarles o engañarlos. Esos son sus momentos más felices y educativos.

En uno de los capítulos, Doraemon les proporciona una purpurina lila que hace que los chicos tengan aficiones de chicas y viceversa. Bajo su efecto, las niñas sólo quieren jugar al fútbol, y Nobita se aplica afanosamente al tejido de punto. Viva la igualdad de género.

La moral de ‘Doraemon’ me resulta insoportable, como he dejado claro. Pero mis niños son fanáticos. La ven por la mañana, por la tarde o por la noche, ya que, al parecer, ese canal no tiene otro programa. Incluso han ido al cine a ver Doraemon: la película. Se saben los nombres e historias de todos los personajes. Y por mucho ruido que estén haciendo, aunque estén poniendo la casa del revés, en cuanto aparece en pantalla el gato del futuro, se sientan en el sofá absortos, hipnotizados.

Ante la reacción de mis chicos, debo reconocerle a Doraemon un mérito: aunque sea un espanto ético, Doraemon da en el clavo de los deseos infantiles.

Los adultos vemos comedias románticas para soñar con el amor más intenso. O películas de aventuras para creer por un momento con una existencia emocionante y llena de riesgos. Los buenos narradores –y eso incluye a los guionistas– son detectores de sueños, que olfatean la vida que su público anhela. Y si tienes tres años, tu sueño más preciado es conseguir una máquina que haga los deberes por ti.

Santiago Roncagliolo, 'Doraemon' y la moral, El País semanal, 27/07/2014

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