Emocions i política.
Todas las sociedades están llenas de emociones. Las democracias liberales
no son ninguna excepción. El relato de cualquier jornada o de cualquier semana
en la vida de una democracia (incluso de las relativamente estables) estaría
salpicado de un buen ramillete de emociones: ira, miedo, simpatía, asco,
envidia, culpa, aflicción y múltiples formas de amor. Algunos de esos episodios
emocionales poco tienen que ver con los principios políticos o con la cultura
pública. Pero otros son distintos: tienen como objeto la nación, los objetivos
de la nación, las instituciones y los dirigentes de esta, su geografía, y la
percepción de los conciudadanos como habitantes con los que se comparte un
espacio público común. A menudo, como sucede en los dos epígrafes con los que
comienza este capítulo, las emociones dirigidas hacia los rasgos geográficos de
un país sirven para canalizar más emociones hacia los principios o compromisos
clave que este dice representar: la inclusión, la igualdad, la mitigación del sufrimiento, el fin de la esclavitud. (…)
Todas esas emociones públicas, a menudo intensas, tienen consecuencias a
gran escala para el progreso de la nación en la consecución de sus objetivos.
Pueden imprimir a la lucha por alcanzar esos objetivos un vigor y una hondura
nuevos, pero también pueden hacer descarrilar esa lucha, introduciendo o
reforzando divisiones, jerarquías y formas diversas de desatención o
cerrilidad.
A veces, suponemos que sólo las sociedades fascistas o agresivas son
intensamente emocionales y que son las únicas que tienen que esforzarse en
cultivar las emociones para perdurar como tales. Esas suposiciones son tan
erróneas como peligrosas. Son un error porque toda sociedad necesita
reflexionar sobre la estabilidad de su cultura política a lo largo del tiempo y
sobre la seguridad de los valores más apreciados por ella en épocas de tensión.
Todas las sociedades, pues, tienen que pensar en sentimientos como la compasión
ante la pérdida, la indignación ante la injusticia, o la limitación de la
envidia y el asco en aras de una simpatía
inclusiva. Ceder el terreno de la conformación de las emociones a las
fuerzas antiliberales otorga a estas una enorme ventaja en el ánimo de las
personas y conlleva el riesgo de que esas mismas personas juzguen insulsos y
aburridos los valores liberales. Una de las razones por las que Abraham
Lincoln, Martin Luther King Jr., el Mahatma Gandhi y Jawaharlal Nehru fueron
líderes políticos de singular grandeza para sus respectivas sociedades
liberales es que entendieron muy bien la necesidad de tocar los corazones de la
ciudadanía y de inspirar deliberadamente unas emociones fuertes dirigidas hacia
la labor común que esta tenía ante sí. Todos los principios políticos, tanto
los buenos como los malos, precisan para su materialización y su supervivencia
de un apoyo emocional que les procure estabilidad a lo largo del tiempo, y
todas las sociedades decentes tienen que protegerse frente a la división y la
jerarquización cultivando sentimientos apropiados de simpatía y amor.
En el tipo de sociedad liberal que aspira a la justicia y la igualdad de
oportunidades para todos, dos son las tareas imprescindibles a realizar para la
cultivación política de las emociones. Una es la generación y el sostenimiento
de un compromiso fuerte con proyectos valiosos que requieran de esfuerzo y
sacrificio, como pueden ser la redistribución social, la inclusión plena de
grupos anteriormente excluidos o marginados, la protección del medio ambiente,
la ayuda exterior y la defensa nacional.
La mayoría de las personas tienden a la estrechez en lo que al alcance de
su simpatía se refiere. Pueden recluirse fácilmente en proyectos narcisistas y
olvidarse de las necesidades de quienes se sitúan fuera de su reducido círculo.
Las emociones que tienen por objeto la nación y los objetivos de esta suelen
ser muy útiles para conseguir que las personas piensen con mayor amplitud de
miras y modifiquen sus lealtades comprometiéndose con un bien común más
general.
La otra labor central (y relacionada con la anterior) para la cultivación de
las emociones públicas es la de mantener bajo control ciertas fuerzas que
acechan en todas las sociedades y, en último término, en el fondo de todos
nosotros: me refiero a las tendencias a proteger nuestro frágil yo denigrando y
subordinando a otras personas. (A esta tendencia es a la que, parafraseando a Kant, denominaré aquí el «mal radical»,
aunque mi concepción de este término será bastante diferente de la kantiana.)
El asco y la envidia, o el deseo de avergonzar a otros, están presentes en
todas las sociedades y, muy probablemente, en todas las vidas humanas
individuales. Descontroladas, pueden infligir un gran daño. Ese perjuicio que
ocasionan puede ser particularmente considerable cuando nos fiamos a ellas como
guías en el proceso de la elaboración de las leyes y de la formación social
(cuando, por ejemplo, la repugnancia que una población siente por otro grupo de
personas se utiliza como motivo válido para tratar a este último de manera
discriminatoria). Pero incluso cuando una sociedad no ha caído aún en semejante
trampa, esas fuerzas siguen acechando en su interior y tienen que ser
contrarrestadas enérgicamente mediante una educación que cultive la capacidad
para apreciar el carácter humano pleno e igual de cualquier otra persona, tal
vez uno de los logros más difíciles y frágiles de la humanidad. Una parte
importante de esa educación corre a cargo de la cultura política pública, en la
que tanto la nación como el pueblo que la forma son representados de una manera
particular. Esa representación puede incluir o excluir; puede cimentar
jerarquías o puede desmantelarlas como tan conmovedoramente consigue el famoso
«Discurso de Gettysburg» de Lincoln al exaltar la evidente ficción de que
Estados Unidos ha sido siempre un país entregado a la causa de la igualdad
racial.
Grandes líderes democráticos de todo tiempo y lugar han entendido la
importancia de cultivar emociones apropiadas (y de desalentar aquellas que
obstruyen el progreso de una sociedad hacia sus metas). No obstante, la
filosofía política liberal ha dicho muy poco, en general, sobre este tema. John Locke, en su defensa de la
tolerancia religiosa, reconoció que la extendida animosidad entre los miembros
de las diferentes religiones era un serio problema en la Inglaterra de su
época; por ello, instaba a la adopción de actitudes como «la caridad, la bondad
y la liberalidad», y recomendaba que las iglesias aconsejaran a sus fieles
sobre «los deberes de paz y buena voluntad hacia los hombres, tanto los equivocados
como los ortodoxos». Locke, sin embargo, nunca trató de
extenderse sobre los orígenes psicológicos de la intolerancia. Poca orientación
daba así de la naturaleza de las
actitudes negativas y de cómo podían combatirse. Tampoco recomendó ninguna medida
pública dirigida a moldear las actitudes psicológicas. Dejaba por tanto la
cultivación de las actitudes positivas al albur de los individuos y de las
iglesias. Y dado que era precisamente en estas donde se enconaban las malas
actitudes, Locke sostenía su
proyecto sobre un terreno frágil e inestable. Aun así, a su juicio, el Estado
liberal debía ceñirse exclusivamente a proteger los derechos de las personas a
la propiedad y a otros bienes políticos si (y sólo si) estos eran atacados por
terceros. Pero si nos regimos por los términos de su propio argumento, que
fundamenta la tolerancia religiosa en la igualdad de derechos naturales, esa es
una forma de intervención demasiado tardía.
El silencio de Locke acerca de
la psicología de la sociedad digna es la nota dominante en la subsiguiente
filosofía política liberal de la tradición occidental, algo que se debe en
parte, sin duda, a que los filósofos políticos liberales tenían la sensación de
que, recetando cualquier tipo concreto de cultivación emocional, podían
incurrir fácilmente en una limitación de la libertad de expresión o en otras
medidas incompatibles con las ideas liberales de libertad y autonomía. Esa era
explícitamente la concepción de Immanuel
Kant. Kant se detuvo más a fondo
en la psicología humana que Locke.
En La religión dentro de los límites de
la mera razón, argumenta que la mala conducta en sociedad no es un simple
producto de las condiciones sociales imperantes en ese momento: tiene sus
raíces en la naturaleza humana universal, que encierra ciertas tendencias al
abuso de otras personas (es decir, a tratar a esos otros individuos no como
fines en sí mismos, sino como instrumentos). Él llamó a tales tendencias el
«mal radical». Dichas propensiones negativas impulsan a las personas a la
envidia y a la competición con otras en cuanto coinciden con estas en sociedad.
Kant creía que los individuos tienen
el deber ético de integrarse en un grupo que refuerce las predisposiciones
positivas que ya tienen (las tendencias que les inducirían a tratar bien a
otras personas), para que estas tengan mayores probabilidades de imponerse a
las negativas. Opinaba, por ejemplo, que toda Iglesia del tipo adecuado sería
una estructura de apoyo para la moralidad social y llegó incluso a sostener
que, por consiguiente, todas las personas tenían la obligación ética de
ingresar en una Iglesia así. De todos modos, Kant llegó a la conclusión de que el Estado liberal en sí contaba
con armas muy limitadas en su guerra contra el mal radical. Al igual que Locke, Kant pareció entender que la labor primordial del Estado es la
protección legal de los derechos de todos sus ciudadanos. Pero, a la hora de
adoptar medidas psicológicas para procurar su propia estabilidad y eficacia, un
Estado así tiene las manos atadas por mor de su compromiso mismo con libertades
como la de expresión y la de asociación. A lo sumo, según Kant, el gobierno puede conceder subvenciones económicas a
estudiosos y expertos que trabajen en el desarrollo de la «religión racional»
de la que el propio filósofo alemán era partidario: una religión que predicaría
la igualdad humana y exhortaría a las personas a la obediencia a la ley moral.
Kant se inspiraba en (y, al mismo tiempo, reaccionaba
contra) su gran predecesor, Jean-Jacques
Rousseau, que es la fuente primaria del concepto kantiano de mal radical.
En Del contrato social, Rousseau sostuvo que para que una
sociedad buena permanezca estable y motive a llevar a cabo proyectos (como el
de la defensa nacional) que impliquen algún tipo de sacrificio, necesita una
«profesión de fe puramente civil», entendida como un conjunto de «sentimientos
de sociabilidad, sin los cuales es imposible ser buen ciudadano ni súbdito
fiel». En torno a ese credo público —una especie de deísmo moralizado,
fortalecido con creencias y sentimientos patrióticos—, el Estado crearía una
serie de ceremonias y rituales que generarían vínculos fuertes de un amor
cívico ligado a obligaciones para con otros ciudadanos y para con el país en su
conjunto. Rousseau creía que la «religión civil» resolvería problemas
relacionados con la ausencia de estabilidad y de motivaciones altruistas en la
sociedad que él se imaginaba. Sin embargo, según su propia argumentación, sólo
alcanzaría ese objetivo si se hacía cumplir mediante coacción, suprimiendo
ciertas libertades clave relativas a la expresión (tanto religiosa como de otro
tipo). El Estado, según esa visión rousseauniana, debería castigar no sólo
aquellas conductas dañinas para terceros, sino también las creencias y
expresiones que no se conformaran a las de la religión civil, usando para ello
medios que iban desde el destierro hasta la pena capital. Para Kant, ese era un precio demasiado
elevado: ningún Estado decente debería recurrir a la coerción de ese modo,
eliminando con ello áreas clave de la autonomía personal. No se le ocurrió
cuestionar, sin embargo, la idea (que parecía compartir con Rousseau) de que una «religión civil»
sólo podría ser eficaz si se hacía cumplir por la vía de la coacción.
Precisamente ahí reside el desafío que pretendo afrontar: el de cómo puede
una sociedad decente hacer más por la estabilidad y la motivación de lo que Locke y Kant imaginaron que podía hacer, sin convertirse con ello en
antiliberal y dictatorial como en el modelo ideado por Rousseau. Mayor dificultad adquiere aún ese reto cuando le añadimos
la condición de que, según yo la concibo, la sociedad decente tiene que ser una
forma de «liberalismo político» y que, como tal, en ella los principios
políticos no deben erigirse sobre ninguna doctrina comprehensiva concreta, ni
religiosa ni laica, del sentido y el propósito de la vida, y, como corolario
que se desprende del principio de la igualdad de respeto por todas las
personas, todo patrocinio gubernamental de una visión religiosa o ética
comprehensiva en particular debe estar escrupulosamente restringido. Una
concepción liberal como esta implica la necesidad no sólo de estar alerta
contra toda imposición dictatorial, sino también contra todo apoyo o patrocinio
mal dirigido o excesivamente enérgico que pueda dar pie a la formación de
grupos de incluidos y excluidos, o de ciudadanos de primera y de segunda.
Puesto que las emociones, desde mi punto de vista, no son simples impulsos,
sino que incluyen también valoraciones que tienen un contenido evaluativo, el
reto estribará en asegurarse de que el contenido de las emociones apoyadas por
el Estado no sea el de una doctrina comprehensiva en concreto a costa de otras.
(CONTINUARÀ)
Martha C. Nussbaum, Las
emociones políticas. ¿Por qué el amor es importante para la justicia?,
Paidos, Barna 2014
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