Rawls i les emocions polítiques (1a part).
John Rawls |
Para que esa devoción siga siendo compatible con la libertad liberal,
resultará crucial fomentar una cultura política robustamente crítica que
defienda las libertades de expresión y asociación. Tanto los principios en sí
como las emociones que estos suscitan deben estar continuamente sometidos a
escrutinio y crítica, y las voces discrepantes o disconformes desempeñan una
función muy valiosa a la hora de mantener la concepción general resultante
dentro de unos cauces verdaderamente liberales y sometidos al control de la
ciudadanía. También debe dejarse un margen a la subversión y al humor: burlarse
de las grandilocuentes pretensiones de
la emoción patriótica es una de las mejores garantías de que esta,
por así decirlo, tendrá siempre los pies
en el suelo, en sintonía con las necesidades de unas mujeres y unos hombres
heterogéneos. Es evidente que se producirán tensiones: no todas las formas de
hacer mofa de los ideales valorados o queridos por una sociedad son respetuosas
con la igualdad de valía de todos sus ciudadanos y ciudadanas (imagínense, si
no, a alguien contando chistes racistas sobre Martin Luther King Jr.). Pero el
espacio para la subversión y el disentimiento debe mantenerse tan amplio como
lo permita la concordancia con la estabilidad y el orden cívicos, y ese espacio
será un tema muy importante en todo momento. (…)
La del apoyo emocional a una cultura política pública decente no ha sido
una cuestión totalmente ignorada por los pensadores liberales. John Stuart Mill (1806-1873), para quien la
cultivación de las emociones era un tema de gran importancia, imaginó una
«religión de la humanidad» que pudiera enseñarse en la sociedad como sustituta
de las doctrinas religiosas existentes y que sirviera de base para aquellas
políticas que exigieran un sacrificio personal y un altruismo no selectivo. En
un sentido muy similar, el poeta, educador y filósofo indio Rabindranath Tagore (1861-1941) imaginó
una «religión del hombre» que inspirara a las personas a promover la mejora de
las condiciones de vida de todos los habitantes del mundo. Tanto el uno como el
otro concebían sus «religiones» respectivas como doctrinas y prácticas que
podían encarnarse en un sistema de educación compartida y en obras de arte
diversas. Tagore dedicó buena parte
de su vida a crear una escuela y una universidad que fueran representativas de
sus principios y a componer aproximadamente dos mil canciones que influyeran en
la emoción popular, y que aún continúan influyendo en ella (él es el único
poeta/compositor que ha escrito, no una, sino dos canciones que son hoy sendos
himnos nacionales de dos Estados distintos, como son la India y Bangladesh). No
es de extrañar la similitud entre las ideas de Mill y de Tagore, pues
ambos estaban muy influidos por la obra del filósofo francés Auguste Comte (1798-1857), cuya
concepción de una «religión de la humanidad», que incluiría rituales públicos y
otros símbolos de fuerte carga emotiva, tuvo una enorme incidencia en el
pensamiento del siglo XIX y principios del XX. Tanto Mill como Tagore
criticaron la forma intrusiva y plagada de reglas que Comte había imaginado para poner en práctica sus ideas: ambos
insistieron en la importancia de la libertad y la individualidad.
Precisamente el tema de la emoción política recibió un tratamiento
fascinante en la obra más grande de la filosofía política del siglo XX: Teoría de la justicia, de John Rawls (1971). La sociedad bien
ordenada teorizada por ese autor exige mucho de sus ciudadanos, pues sólo
permite las desigualdades de riqueza y renta cuando estas sirven para mejorar
la situación de los que están peor. El compromiso con la igualdad de libertad de
todos los ciudadanos y ciudadanas, que los principios de Rawls priorizan, suele ser también un principio que los seres
humanos respetan de forma bastante desigual. Aunque la que Rawls imaginó es una sociedad que comienza de cero, sin restos de
actitudes jerárquicas negativas heredadas de periodos históricos de exclusión
previos, él era bien consciente de que su modelo social plantea grandes
exigencias para los seres humanos que participen en él y de que, por
consiguiente, necesitaba pensar en cómo una sociedad tal formará a ciudadanos
que apoyen a sus instituciones a lo largo del tiempo y garanticen así la
estabilidad. Esa estabilidad, además, tiene que verse garantizada, sí, pero
«por las razones correctas»: es decir, no porque la ciudadanía ceda al hábito
sin más o la acepte a regañadientes, sino porque da un respaldo real a los
principios y las instituciones de la sociedad. En realidad, y puesto que
mostrar que la sociedad justa puede ser estable forma necesariamente parte de
la justificación misma de esta, la cuestión de las emociones es consustancial a
los argumentos justificadores de los principios de la justicia.
Rawls imaginó entonces de qué modo ciertas emociones que
surgen inicialmente en el seno de la familia pueden evolucionar en último
término hasta convertirse en emociones dirigidas a los principios mismos de la
sociedad justa. Su convincente e inspiradora tesis al respecto, adelantada a su
tiempo en este aspecto en particular, se basa en una sofisticada concepción de
las emociones similar a la que yo usaré aquí, según la cual las emociones
implican unas evaluaciones cognitivas. Rawls
pondría más tarde entre paréntesis toda esa sección de su libro para
reconsiderarla, junto con otro material incluido también en Teoría de la justicia que, a su juicio,
estaba demasiado estrechamente ligado a su propia doctrina ética comprehensiva
particular (de corte kantiano). Así, en su posterior Liberalismo político, ya no parecía suscribir todos los detalles de
esa tesis particular. Pero continuó recordándonos que aquella deja un espacio
en blanco que debería ser llenado por una muy necesaria concepción o teoría de
la «psicología moral razonable». En el fondo, el presente libro pretende llenar
ese espacio haciendo referencia a una concepción de una sociedad decente que
difiere de la de Rawls en los
detalles filosóficos, pero no en su espíritu subyacente, si bien mi atención se
centra en las sociedades que aspiran a instituir la justicia, antes que en una
sociedad bien ordenada ya consumada. Esta diferencia afectará a la forma
precisa que adoptarán mis propuestas normativas, pues tendré que lidiar con
cuestiones de exclusión y estigmatización que en la sociedad bien ordenada
podrían darse por resueltas. Aun así, sostendré aquí que la tendencia a
estigmatizar y a excluir a otras personas está presente en la naturaleza humana
en sí y no es simplemente el producto de una historia defectuosa o deficiente; Rawls no se pronunció sobre esa
cuestión, pero afirmó que su tesis era compatible tanto con esta forma de psicología
pesimista como con una visión psicológica más optimista. De lo que no hay duda,
en cualquier caso, es de que el proyecto rawlsiano y el mío, aunque distintos,
están estrechamente relacionados, ya que la propuesta de Rawls implica una sociedad de seres humanos, no de ángeles, y él
sabía muy bien que las personas no actúan automáticamente en pos del bien
común. Así pues, aun cuando en su sociedad bien ordenada, los problemas de
exclusión y jerarquización estén ya superados, han sido superados por seres
humanos que continúan poseyendo las tendencias subyacentes que producen tales
problemas. Incluso allí, en tan ideal escenario, la estabilidad pasa por lidiar
con las complejidades de la psicología humana real. (CONTINUARÀ)
Martha C. Nussbaum, Las
emociones políticas. ¿Por qué el amor es importante para la justicia?,
Paidos, Barna 2014
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