Els ídols de Bacon.
Francis Bacon |
La cueva cerebral existe y funciona como tal, pero es posible salir de ella
por la vía de la acción y de la interacción con otros sujetos, y también con
algunos objetos, artificiales o naturales. En este epígrafe diremos que la boca
de la cueva cerebral radica en la capacidad de actuar, y más concretamente en
la capacidad de actuar comunicativamente con otras personas. La
intercomunicación entre cuevas abre una vía para descubrir algunos pliegues y
recovecos cavernarios, e incluso para encontrar diversas vías de salida de la
cueva propia. Eso sí, para entrar a continuación en una caverna diferente.
Un filósofo platónico intenta salir de la cueva sensible remontándose a las
ideas. Quienes no somos platónicos también recurrimos a las palabras, pero sin
pensar que expresan ideas, y mucho menos ideas eternas. Ante todo, intentamos
denunciar la posible condición engañosa de las palabras, lo cual es posible,
basta con compararlas con las que usan otros prisioneros que habitan
mentalmente la misma lengua. a partir de ahora subrayaremos la condición social
de la caverna, sin olvidar nunca su carácter ficticio: vivir en sociedad no
implica vivir en algún mundo real, y mucho menos en la realidad «auténtica».
Sobre todo, entenderemos la caverna social como un teatro para la acción, no
para la contemplación.
Para empezar, evocaremos algunos textos de Francis Bacon en su Novum
Organum. Él distinguió cuatro especies de ídolos en el espíritu humano: los
de la tribu, los de la caverna, los del foro y los del teatro. Los de la caverna
tienen su origen en la naturaleza individual de cada cual, mientras que los de
la tribu provienen de la naturaleza de los seres humanos en general.
Preludiando a las neurociencias actuales, Bacon
afirmó que «todas las percepciones, tanto de los sentidos como del espíritu,
tienen más relación con nosotros que con la naturaleza». Y añadió a
continuación: «El entendimiento humano es, con respecto a las cosas, como un
espejo infiel que, recibiendo sus rayos, mezcla su propia naturaleza a la de
ellos, y de esta suerte los desvía y corrompe». Aun siendo el fundador del
método experimental, su empirismo no era ingenuo, porque desconfiaba de la
percepción humana, que suele estar cargada de intereses y prejuicios. A finales
del siglo XX, Richard Rorty ha
formulado el mismo tipo de críticas. Por nuestra parte, ya hemos dicho que la
percepción opera como una caverna, prefigurando lo que puede ser percibido y lo
que no, así como lo que nos interesa para sobrevivir y lo que no. Los ídolos a
los que Bacon llama de la caverna,
en cambio, son individuales, de modo que usó la alegoría platónica en un
sentido muy diferente al nuestro. Aun así, Bacon
subrayó que los errores pueden provenir «de las lecturas y de aquellos a
quienes uno reverencia y admira». En términos generales, consideró que «el
espíritu humano es cosa en extremo variable, llena de agitaciones y casi
gobernada por el azar». Por tanto, Bacon
fue uno de los primeros pensadores que desconfió radicalmente del ser humano en
tanto sujeto cognoscente, rememorando algunas de las críticas de los escépticos
griegos. También fue uno de los primeros filósofos que, siguiendo la tradición
de Sócrates, desconfió de las
palabras. Por eso distinguió un tercer tipo de ídolos, los del foro:
Los hombres se comunican entre sí por el lenguaje;
pero el sentido de las palabras se regula por el concepto del vulgo [...] los
hombres se ven lanzados por las palabras a controversias e imaginaciones
innumerables y vanas.
Hay que desconfiar de las palabras
y de las ideas, porque muchas de ellas nos remiten a entidades ficticias que
pretenden ser reales y no lo son, de modo que conllevan engaños, o cuando menos
sesgos. Las lenguas comunes valen para expresarse, comunicarse y transmitir
información, pero no está claro que sean vehículos fiables de conocimiento.
Tampoco lo son los sistemas filosóficos, los cuales conforman el cuarto tipo de
ídolos, los del teatro: «el espíritu humano se siente inclinado a suponer en
las cosas más orden y semejanza del que en ellas se encuentra; y mientras que
la naturaleza está llena de excepciones y diferencias, el espíritu ve por
doquier armonía, acuerdo y similitud». Habiendo visitado la caverna cerebral,
podemos suponer cuál es la causa de este exceso de orden: para mantener el
equilibrio corporal y mental, y por ende para sobrevivir, el cerebro ha
desarrollado mecanismos específicos, en particular aquellos que intentan poner
conocimiento, orden y determinación allí donde hay desconocimientos, caos e
incertidumbre. Esto no lo dice Bacon,
pero su argumentación se asemeja a la de Damasio,
aun siendo estrictamente filosófica, no científica. Por lo que a nosotros
respecta sacaremos una conclusión tajante: la idea platónica del Bien es uno de
los principales ídolos del teatro filosófico.
En suma, hay que desconfiar de los
instrumentos cognoscitivos de los que disponemos, trátese de las percepciones,
de las ideas o de las palabras. La mente humana tiende a ver mejor lo positivo
que lo negativo y el orden que el desorden. Con el fin de simular que conoce y controla
el entorno exterior, lo cual aporta seguridad y confianza al cerebro, el
espíritu humano proyecta orden (y órdenes) sobre el mundo, siendo así que la
naturaleza es ante todo pluralidad, diferencia y, si se quiere azar.
Anticipando el falsacionismo metodológico de Popper, Bacon dejó muy
claro que «es principalmente en la experiencia negativa donde se encuentra el
fundamento de los verdaderos principios». Dicho en nuestros propios términos:
para hacer filosofía es preferible partir del dolor que del placer y del agnosticismo
que del dogmatismo. No hay por qué rehuir las cavernas ni sus juegos de luces y
sombras, siempre que no creamos en las apariencias que allí percibimos, sobre
todo si son artísticas. Mientras vivamos el mundo como algún tipo de caverna
ficticia, y quizás engañosa, permaneceremos críticos ante lo que vemos o
sentimos. Deslumbrados por el amanecer cotidiano, somos demasiado propensos a
dejarnos llevar por lo luminoso y por lo brillante, y a creer en ello. Anticipándose
a Descartes, Bacon enseñó a desconfiar de los sentidos: «los sentidos por sí
mismos son muy limitados y con frecuencia nos engañan».
Sin embargo, los lenguajes son más peligrosos que
los sentidos, por lo que a la capacidad de engañar y de mentir respecta. Los
principales enredos del conocimiento provienen de las palabras:
Los más peligrosos de todos los ídolos son los del
foro, que llegan al espíritu por su alianza con el lenguaje [...] las
definiciones no pueden remediar ese mal, porque las definiciones se hacen con
palabras, y las palabras engendran las palabras.
Según Bacon,
lo importante son los hechos, los cuales no deben ser confundidos con las
percepciones de los sentidos. No basta con observar algo para que se convierta
en un hecho científico. Para que eso suceda, se requieren muchas observaciones,
experimentos y mediciones que son realizadas por otros científicos, no por el
descubridor del nuevo hecho. Hay que distinguir claramente entre los hechos y
sus percepciones, y también entre los hechos y sus formulaciones en una lengua
concreta. Muchas palabras aluden a cosas que no existen, por ello deben ser
analizadas y criticadas antes de ser usadas. En el fondo, para zafarse de los
ídolos del foro y conseguir desengañarse de las palabras, Bacon recomendó construir un instrumento para conocer, y no solo
para comunicarse, al que siglos después se le ha denominado lenguaje
científico. Siguiendo su estela, Galileo
afirmó que el mundo está escrito en lenguaje matemático. En lugar de mirar a
simple vista, de fiarse del sentido común y de pensar que, como vemos a diario,
la Tierra está inmóvil y el sol gira diariamente en torno a ella, Galileo formuló un hecho científico (la
Tierra gira en torno al Sol) frente la observación sensorial que es común a
muchísimos seres humanos: el Sol se mueve diariamente a lo largo del
firmamento, desde el orto hasta el ocaso. La emergencia de la ciencia moderna
ha sido un intento (exitoso) de salir de la caverna de los lenguajes naturales,
los cuales proyectan más sombras que luces, por lo que al conocimiento de la
naturaleza respecta. Para investigar la naturaleza hay que recurrir a las
matemáticas y a los experimentos, es decir, a los lenguajes científicos (que
son varios, no uno solo). Ahora bien, haber salido de la caverna de los
lenguajes naturales, como han hecho los científicos, no les ha conducido a
ningún mundo ideal, sino a otras cavernas más complejas, que han tenido que
investigar: el origen del universo, la evolución de las especies, el
inconsciente en las mentes humanas, las paradojas en teorías de conjuntos, los
agujeros negros, la incertidumbre cuántica, y, cómo no, las múltiples cavernas
biológicas, que siempre están interrelacionadas, procedan del genoma o del
proteoma, sean de la especie humana o de otras especies (pàgs 166-170).
Javier Echeverría, Entre
cavernas. De Platón al cerebro, pasando por Internet, Triacastella, Madrid
2013
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