Modernisme artístic i democratització.
El modernismo no es una ruptura primera e incomparable: en su furor por
destruir la tradición e innovar radicalmente, el modernismo prosigue en el
orden cultural, con un siglo de diferencia, la obra propia de las sociedades
modernas que buscan instituirse bajo la forma democrática. El modernismo no es
más que un aspecto del amplio proceso secular que lleva al advenimiento de las
sociedades democráticas basadas en la soberanía del individuo y del pueblo,
sociedades liberadas de la sumisión a los dioses, de las jerarquías
hereditarias y del poder de la tradición. Prolongación cultural del proceso que
se manifestó con esplendor en el orden político y jurídico a fines del siglo XVIII,
culminación de la empresa revolucionaria democrática que constituyó una sociedad
sin fundamento divino, pura expresión de la voluntad de los hombres que se
reconocen iguales. Desde ahora la sociedad se ve obligada a inventarse a sí
misma de arriba abajo, según la razón humana, no según la herencia del pasado
colectivo, ya nada es intangible, la sociedad se apropia el derecho de guiarse
a sí misma sin exterioridad, sin modelo impuesto absoluto. ¿No es precisamente
esa misma destitución de la preeminencia del pasado el contenido de la ofensiva
de los artistas renovadores? Así como la revolución democrática emancipa la
sociedad de las fuerzas de lo invisible y de su correlato, el universo
jerárquico, así el modernismo artístico libera el arte y la literatura del
culto de la tradición, del respeto a los Maestros, del código de la imitación.
Arrancar la sociedad de su sujeción a las potencias fundadoras exteriores y no
humanas, liberar el arte de los códigos de la narración-representación, es la
misma lógica, instituyendo un valor autónomo
que tiene por fundamento al individuo libre. «Lo que busca el arte nuevo es la
inversión de la relación entre el objeto y el cuadro, la subordinación
manifiesta del objeto al cuadro», escribía Malraux
siguiendo a Maurice Denis: la aspiración del modernismo es la «composición
pura» (Kandinsky), el acceso a un
universo de formas, de sonidos, de sentidos, libres y soberanos, no sometidos a
reglas exteriores, ya sean religiosas, sociales, ópticas o estilísticas. Lejos
de contradecir el orden y la igualdad, el modernismo es la continuación por
otros medios de la revolución democrática y de su trabajo de destrucción de las
formaciones heterónomas. El modernismo instituye un arte liberado del pasado,
soberanamente dueño de sí mismo, es una figura de la igualdad, la primera
manifestación de la democratización de la cultura, aunque se presente como un
fenómeno artístico elitista separado de las masas. (…)
Del mismo modo que el arte moderno prolonga la revolución democrática,
prolonga también, a pesar de su carácter subversivo, una cultura individualista
ya presente ocasionalmente en varios comportamientos de la segunda mitad del
siglo XIX y principios del XX: citemos, sin orden, la búsqueda del bienestar y
de los placeres materiales que ya puso de manifiesto Tocqueville, la multiplicación de las «bodas por amor», el naciente
gusto por el deporte, por la esbeltez y las danzas modernas, la emergencia de
una moda de vestir acelerada, pero también el aumento del suicidio y la
disminución de las violencias interindividuales. El modernismo artístico no
introduce una ruptura absoluta en la cultura, perfecciona, con la fiebre
revolucionaria, la lógica del mundo individualista.
El modernismo es de esencia democrática: aparta el arte de la tradición y
la imitación, simultáneamente engrana un proceso de legitimación de todos los sujetos.
(…)
Si los artistas modernos están al servicio de una sociedad democrática, lo
hacen no por el trabajo silencioso propio del Antiguo Régimen sino adoptando la
vía de la ruptura radical, la vía extremista, la de las revoluciones políticas
modernas. El modernismo, sean cuales sean las intenciones de los artistas, debe
entenderse como la extensión de la dinámica revolucionaria al orden cultural.
Las analogías entre proceso revolucionario y proceso modernista son
manifiestas: idéntica voluntad de instituir un corte brutal e irreversible
entre el pasado y el presente; idéntica desvalorización de la herencia
tradicional («Quiero ser como un recién nacido, no saber nada, absolutamente
nada de Europa... ser casi un primitivo», P. Klee); idéntica superinvestidura o
sacralización laica de la era nueva en nombre del pueblo, de la igualdad, de la
nación en un caso, en nombre del arte propiamente o del «hombre nuevo» en otro;
idéntico proceso extremista, idéntica exageración visible ya en el orden
ideológico y terrorista, es decir, en el furor de llevar cada vez más lejos las
innovaciones artísticas; idéntica voluntad de desafiar las fronteras nacionales
y universalizar el mundo nuevo (el arte de vanguardia propone un estilo
cosmopolita); idéntica constitución de grupos «avanzados», los militantes, los
artistas de vanguardia; idéntico mecanismo maniqueo que engendra la exclusión
de los más próximos: si la Revolución necesita traidores surgidos de sus
propias filas, la vanguardia, por su lado, considera a sus predecesores, a sus
contemporáneos o el arte en su conjunto como una impostura u obstáculo a la
creación verdadera. Si, como decía Tocqueville,
la Revolución francesa ha procedido a la manera de las revoluciones religiosas,
podría decirse también que los artistas modernos han procedido a la manera de
los revolucionarios. El modernismo es la importación del modelo revolucionario
a la esfera artística. (…)El modernismo no es la reproducción del orden de la
mercancía como tampoco la Revolución francesa fue «una revolución burguesa»
(Fr., Penser la Révolution française, Gallimard, 1978): el orden económico, ya se interprete en
términos de intereses de clase o de lógica mercantil, no es apto para hacer
inteligible la inflación modernista, la rebelión contra la «religión fanática
del pasado», el entusiasmo por la «radiante magnificencia del futuro» (Manifiesto futurista), la voluntad de
renovación radical. El proceso vanguardista es la propia lógica de la
Revolución, con su maniqueísmo a las antípodas del sistema regulado del valor,
de la acumulación y de la equivalencia. D.
Bell lo subraya con razón: la cultura moderna es antiburguesa. Es más, es
revolucionaria, es decir, de esencia democrática y como tal inseparable, a la
manera de las grandes revoluciones políticas, de la significación imaginaria
central, propia de nuestras sociedades, del individuo libre y autosuficiente.
Así como la ideología del individuo ha hecho irremediablemente ilegítima la
soberanía política cuyo origen no es humano, asimismo es la nueva representación
de los individuos libres e iguales lo que está en la base de las conmociones
revolucionarias de la esfera cultural y de la «tradición de lo nuevo». (pàgs.
86-92)
Gilles Lipovetsky, La era del
vacío, Anagrama, Barna 1986
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