Estimem la vida que portem?



A todos nos es más fácil responder a la pregunta: «¿Qué es lo que me hace feliz?» que a esta delicada interrogación: «¿Qué es la felicidad?». Afirmo que soy feliz cuando me hallo en presencia de los seres que quiero, cuando escucho a Bach o a Mozart, cuando progreso en mi trabajo, acaricio a mi gato al calor de la chimenea encendida, ayudo a alguien a salir de la tristeza o de una desgracia, saboreo un plato de marisco con amigos frente al mar, medito en silencio o hago el amor, me tomo por la mañana la primera taza de té, observo la mirada de un niño que sonríe o doy un paseo por la montaña o por el bosque… Todas esas experiencias, entre muchas más, me hacen feliz. Pero ¿acaso la felicidad consiste sencillamente sólo en la suma de esos momentos? ¿Por qué me procuran felicidad a mí y no obligatoriamente a los demás? Conozco algunas personas que aborrecen la naturaleza, los animales, la música de Bach, los mariscos, el té y los prolongados silencios. Entonces: ¿la dicha es subjetiva y sólo se alcanza a través de la satisfacción de nuestras preferencias naturales? ¿Y por qué en ciertos momentos me siento feliz de vivir tal o cual experiencia y no en otros, cuando mi mente está en otra cosa, mi cuerpo enfermo y mi corazón intranquilo? ¿Dependerá la felicidad de nuestra relación con los demás y con los objetos de fuera, o más bien de nosotros mismos, de un estado de paz interior que nada enturbia?

No hay duda de que podemos vivir bien, e incluso bastante felices, sin plantearnos la cuestión de la felicidad, de cómo se consigue y cómo aumentarla. Es lo que ocurre, por ejemplo, en una sociedad estructurada, donde el bienestar individual apenas se plantea, y donde la felicidad se obtiene de mil y una experiencias de la vida cotidiana, manteniendo nuestro lugar y nuestro papel en el seno de la comunidad a la que pertenecemos, y aceptando sin pestañear la parte de sufrimiento que nos toca. Millones de personas han vivido de esa manera y siguen haciéndolo en los universos tradicionales. Basta con viajar un poco para convencerse de ello. No sucede lo mismo en nuestras sociedades modernas: nuestra felicidad ya no está vinculada con la inmediatez de la vida cotidiana y social; aspiramos a ella ejerciendo nuestra libertad. Depende mucho más de nosotros mismos y de la satisfacción de nuestros numerosos deseos, pues ese es el precio que debemos pagar por nuestra voluntad de autonomía.

También es cierto que en el mundo moderno podemos ser casi felices sin hacernos demasiadas preguntas. Intentaremos buscar a toda costa lo que nos da placer y evitaremos en la medida de lo posible lo que es triste o doloroso. Pero la experiencia nos enseña que a veces existen cosas muy agradables en un momento dado, que producen efectos negativos después, como beber una copa de más, ceder a una pulsión sexual inapropiada o tomar drogas. Por el contrario, algunas experiencias penosas nos permiten a veces crecer y resultan beneficiosas a largo plazo: realizar un esfuerzo prolongado en los estudios o en la práctica de una actividad artística, pasar por un quirófano, ingerir una medicina de sabor desagradable o romper con una persona de la que no podemos prescindir pese a que nos hace desgraciados. La búsqueda de lo agradable y el rechazo de lo desagradable no son, pues, sistemáticamente unas brújulas fiables para quien intenta orientarse hacia una existencia feliz.

La vida nos enseña también que llevamos en nosotros distintos frenos que obstaculizan la realización de nuestras aspiraciones profundas: miedos, dudas, orgullo, envidias, pulsiones o ignorancia. Además, no tenemos dominio sobre algunos hechos que pueden hacernos infelices: un entorno afectivo o relacional mortífero, la pérdida de un ser querido, un accidente de salud, un fracaso profesional… Aunque aspiremos a ser felices –con independencia de lo que implique para nosotros este adjetivo–, observamos que la felicidad es algo sutil, complejo, volátil, profundamente aleatorio.

Por ese motivo, la comunidad científica casi nunca emplea esta palabra. Ya sean psicólogos, especialistas del cerebro o sociólogos, casi todos prefieren hablar de «bienestar subjetivo» que evalúan mediante el índice de «satisfacción» de la vida de los encuestados. Ese bienestar subjetivo es a veces una instantánea: el estado en el que se halla la persona en el momento en que es objeto de un estudio científico, cuando le ponen los electrodos en la cabeza, por ejemplo, para observar lo que sucede en su cerebro mientras le aplican un determinado estímulo o realiza una determinada actividad. Los científicos reconocen, sin embargo, que, aunque los estudios bioquímicos y el diagnóstico cerebral por imágenes permiten detectar el placer (estímulo simple), no les ha sido posible medir la felicidad (proceso complejo). Para hablar de «bienestar subjetivo», que se asemejaría más a esta compleja experiencia, psicólogos y sociólogos han ideado unas encuestas destinadas a definirlo en su globalidad y con una determinada duración en el tiempo: ¿qué apreciación tiene el individuo «globalmente» sobre su vida? La pregunta va más allá de la sensación que experimenta en el instante en que responde a la encuesta. En efecto, una persona puede sentir un malestar esporádico, debido, por ejemplo, a una enfermedad o a una preocupación profesional que tiene ese día, y, sin embargo, dar una respuesta positiva a la pregunta sobre si se siente globalmente satisfecho con su vida. Por el contrario, se pueden sentir momentos de bienestar en el seno de una existencia globalmente dolorosa.

La felicidad no es, pues, una emoción pasajera (agradable o desagradable), sino un estado que se debe considerar dentro de cierta globalidad y con cierta duración. Decimos que somos «felices» o que estamos «satisfechos» de nuestra existencia porque nos procura placer en su conjunto, porque hemos hallado cierto equilibrio entre nuestras diversas aspiraciones, cierta estabilidad en nuestros sentimientos, en nuestras emociones, cierta satisfacción en los ámbitos más importantes: afectivo, profesional, social, espiritual. Inversamente, decimos que somos «desgraciados» o que estamos «insatisfechos» de nuestra vida si nos procura poco placer, si nos sentimos divididos entre unas aspiraciones contradictorias, si nuestros afectos (emociones, sentimientos) son inestables y globalmente dolorosos, o si estamos obsesionados por un agudo sentimiento de fracaso afectivo o social. En esa globalidad es donde nos consideramos felices o desgraciados, y en esa duración en el tiempo es donde debemos calibrar ese estado.

Añadiré que, para ser felices, es esencial que tengamos conciencia de nuestra felicidad. Sólo podemos responder que estamos «globalmente satisfechos de nuestra vida» tras haber reflexionado sobre nuestra propia existencia. Los animales experimentan, por supuesto, el bienestar, pero ¿son conscientes de la suerte que tienen de sentirse bien? La felicidad es un sentimiento humano asociado a la autoconciencia. Para ser feliz, hay que tener conciencia del bienestar, del privilegio o del don que representan los buenos momentos de la existencia. Ahora bien, los estudios psicológicos han demostrado que somos más conscientes de los hechos negativos que nos suceden que de los positivos. Los negativos nos marcan más, se memorizan más. Este fenómeno está probablemente asociado al principio de la psicología evolucionista, según la cual, para sobrevivir, lo importante no es tanto un acontecimiento agradable sino localizar y memorizar un peligro para encontrar la solución que nos permita esquivarlo. De ahí la necesidad, en cuanto vivimos un momento dulce, agradable, alegre, de tomar conciencia de esa sensación, acogerla plenamente, cultivarla el mayor tiempo posible. Es lo que Montaigne resaltó con insistencia en su lenguaje florido: «¿Me hallo en un estado tranquilo? ¿Me acaricia alguna voluptuosidad? No dejo que la roben mis sentidos, uno a ella mi alma, no para comprometerla, sino para que halle placer, no para perderse en ella sino para encontrarse; e intento que se vea reflejada en ese próspero estado, que calibre y valore la felicidad, y la acreciente» (Ensayos, III, XIII).

La experiencia demuestra, pues, que tomar conciencia de nuestro estado de satisfacción contribuye a aumentar nuestra felicidad. Saboreamos nuestro bienestar, y ello refuerza en nosotros el sentimiento de plenitud: nos alegramos, nos sentimos felices de ser felices.

Para resumir, diría que la definición psicológica o sociológica de la felicidad remite a una sencilla pregunta: ¿amamos la vida que llevamos? Así es como la pregunta se formula la mayoría de las veces en las encuestas sobre el «bienestar subjetivo» de los individuos: «En general, ¿estás muy satisfecho, más bien satisfecho, no muy satisfecho o nada satisfecho de la vida que llevas?». Esta apreciación varía, naturalmente, con el tiempo.

Empecemos, pues, a hablar de la felicidad entendida como un «bienestar subjetivo», como la conciencia de un estado de satisfacción (mayor o menor) global y duradero. Pero ¿es suficiente para describir la felicidad en el sentido pleno del término? Y, sobre todo, ¿es posible actuar sobre ella? ¿Podemos hacerla más intensa, más duradera, más global, menos dependiente de los avatares de la vida?

Llegados aquí, aún no hemos evocado los «contenidos» de la felicidad. Una vez más, recurramos a Aristóteles: «sobre la propia naturaleza de la felicidad, la gente no se entiende y las explicaciones de los sabios y del vulgo están en desacuerdo».


Frédéric Lenoir, Sobre la felicidad. Un viaje filosófico, Ariel, Barna 2014

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