Freud, cultura i inconscient.
by Marisol Calés |
Sigmund Freud fue un luchador. Al cumplirse los 75 años de su muerte, recordamos a un hombre que convirtió el sentido de su vida en la búsqueda de la verdad, superando todas las oposiciones y combates, incluso contra un cáncer de mandíbula que padeció desde 1923, y por el que fue sometido a más de 30 operaciones. No por ello se apartó de la investigación teórica —fue la etapa más prolífica de su obra—, ni abandonó la labor clínica con sus pacientes, ni dejó de escribir hasta sus últimos días.
Una de las funciones asumidas por el psicoanálisis consistió en descifrar cómo inscribimos la herencia de las ideas y leyes de la cultura en la dimensión inconsciente de nuestra subjetividad; del mismo modo, se hace necesario explicar el nacimiento de este nuevo saber en el marco de la sociedad vienesa contemporánea a Freud.
Había nacido en Freiberg (Moravia) en 1856, pero permaneció allí sólo sus primeros años, ya que vivió y trabajó en Viena hasta meses antes de su muerte (1939), cuando tuvo que refugiarse en Londres debido a la persecución nazi. Su relación con esta ciudad había sido siempre contradictoria, una relación de amor-odio que finalmente se resolvió en amor, cuando no aceptaba partir, aun estando en peligro. Se había pasado la vida criticándola y aspiraba a poder marcharse algún día. París o Roma estaban en sus pensamientos. No obstante, valoraba esa época de florecimiento en todos los ámbitos de la cultura, la economía, la banca, la arquitectura, así como de la literatura, la música y el arte en general. El psicoanálisis vio su nacimiento en un mundo que parecía satisfacer las expectativas intelectuales y espirituales de la población; todo ello pudo propiciar las condiciones para el surgimiento de su gran pregunta en torno al deseo como inherente a la condición humana, más allá de la satisfacción de las necesidades.
La declinación del imperio austrohúngaro coincidió con el nacimiento de una nueva modernidad, con figuras tan relevantes como Kokoschka y el simbolismo de Klimt en la pintura; en la escritura, Musil, Schnitzler y Hofmannsthal; Mahler y Schoenberg en la música; Karl Kraus y luego Wittgenstein con la teoría del lenguaje.
Pero si bien la sociedad se modernizaba, mantenía una monarquía en la que el antisemitismo iba creciendo y donde Freud siempre sufrió la falta de reconocimiento. Aun así, se identificó ampliamente con las paradojas de Viena.
El esplendor de la ciudad transmitía una especie de exaltación de los sentidos, con la ligereza de sus valses, las tertulias de sus concurridos cafés o el arte desbordante de los monumentos barrocos. Sin embargo, guardaba en su seno otra oscura realidad: en sus calles también se podía ver que la miseria iba en aumento, la población sufría enormes penurias, la prostitución estaba en auge, proliferaban los suicidios en las nuevas generaciones de intelectuales.
Freud vivió en esa Viena a dos velocidades, en la transición convulsa de finales del siglo XIX y principios del XX; de haber sido la ciudad europea cultural y artísticamente más avanzada y luminosa, a pasar a un periodo que negaba su identidad tradicional. El surgimiento de las nuevas tendencias no lograba serenarla, era una época de inquietud, con una pregunta abierta sobre el destino de la civilización que trágicamente se pudo constatar más tarde.
Freud participó en todas las expectativas, se relacionó con todas las personalidades de su época, pero, fiel a su formación, prefería el clasicismo al modernismo. Sófocles, Shakespeare, Goethe, Leonardo da Vinci, Miguel Ángel ocupaban un lugar importante en su historia y en su corazón, como quedó reflejado en toda su obra. Aunque él nunca rehusó conocer las nuevas tendencias y se vinculó con la cultura emergente.
Había recibido una educación abierta a la filosofía de las Luces, le atraía la ciencia positiva; Goethe, poeta y científico al que siempre admiró, guio sus pasos al comienzo de su formación, y cuando estudiaba Medicina en la Universidad de Viena siguió el modelo biológico de Darwin. Siendo ateo de educación, era un asiduo lector de la Biblia, asistía a las clases de fisiología de Ernst Brücke y al seminario de filosofía de Brentano sobre Aristóteles.
Nietzsche había dejado su huella en Viena con la propuesta de alejarse de un modo de pensar fiel al orden racional. Freud conocía sus ideas, pero no quiso profundizar en su obra hasta 1900, temía la influencia de su pensamiento en su producción científica, ya había escrito La interpretación de los sueños y descubierto la irracionalidad de las producciones inconscientes. Temía y deseaba encontrar en el filósofo todo lo que quedaba “mudo” en él, un lenguaje apasionado y explosivo con el que se había identificado, porque le era propio.
A Wittgenstein le unió su modo de pensar, si bien nunca llegaron a conocerse. Ambos causaron un efecto subversivo sobre la psicología y la filosofía. Freud aportó un nuevo saber, definió su objeto de estudio, el inconsciente, como un nuevo sistema psíquico con una organización específica, regido por leyes propias y que guarda representaciones reprimidas de naturaleza sexual que no han tenido acceso a la conciencia. Wittgenstein creó inéditas formas para el modo de pensar filosófico, como si los dos buscaran aquello que no aparece en los modos habituales de acceder al conocimiento.
Entre 1880 y 1938 Freud creó el psicoanálisis. En ese contexto produjo su obra y vio la luz el “movimiento psicoanalítico”, un primer núcleo de discípulos que se reunieron para oír sus conferencias y que desembocó en la constitución de la Sociedad Psicoanalítica de Viena en 1910.
A propósito de la Primera Guerra, había escrito un trabajo, De guerra y muerte. Temas de actualidad, donde expresaba su desilusión sobre la condición humana. Ante el fanatismo irracional, la crueldad desenfrenada y las mentiras de sus dirigentes, dijo: “La primera víctima de la guerra es la verdad”. Poco después, en un ensayo de 1920, explicó su teoría sobre la pulsión de muerte originaria. Lo primigenio, ese mar de sombras que la razón no puede dominar.
Con el avance del nazismo, su desesperanza fue en aumento, así como el pesimismo sobre el futuro de la humanidad. Descubrió el triunfo de la “bestialidad” sobre la razón en El malestar en la cultura, de 1930, y anticipando el advenimiento de la Segunda Guerra escribió: “… Hoy los seres humanos han llevado tan adelante su dominio sobre las fuerzas de la naturaleza que con su auxilio les resultará fácil exterminarse unos a otros, hasta el último hombre. Ellos lo saben, de ahí buena parte de la inquietud contemporánea, de su infelicidad, de su talante angustiado… ¿Quién puede prever el desenlace?”.
El tono escéptico se relaciona con la situación en la que se vivía: una profunda crisis económica, política y social; un periodo entre siglos que puede, en cierto sentido, guardar analogía con el presente. La interrogación acerca del porvenir, la corrupción de los políticos, la caída de los valores de nuestra cultura actual, evocan aquella época que, aunque no equivalente, puede ser un modelo de reflexión.
Hoy recordamos a un científico y pensador cuya dimensión espiritual, su cultura y sensibilidad estética atravesaron todos los discursos culturales y artísticos, la influencia de su palabra y de su descubrimiento es insoslayable. Nos enseñó que en los rincones más oscuros de la naturaleza humana anida el fulgor de la vida, la grandeza del amor, la expectativa de que pueda abrirse una ventana a la esperanza en el futuro de la humanidad.
Norma Tortosa, El gran explorador del lado oscuro, Babelia. El País, 22/09/2014
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