Sea cual fuere su contenido político, pedagógico, cultural, el propósito es
siempre el de incluir algún sentido, de mantener a las masas
bajo el sentido. Imperativo de
producción de sentido que se traduce por el imperativo sin cesar renovado de
moralización de la información: informar mejor, socializar mejor, elevar el
nivel cultural de las masas, etc. Tonterías: las masas se resisten
escandalosamente a este imperativo de la comunicación racional. Se les da sentido,
quieren espectáculo. Ningún esfuerzo pudo convertirlas a la seriedad de los
contenidos, ni siquiera a la seriedad del código. Se les dan mensajes, no
quieren más que signos, idolatran el juego de los signos y de los estereotipos,
idolatran todos los contenidos mientras se resuelvan en una secuencia
espectacular. Lo que rechazan, es la “dialéctica” del sentido. Y no sirve para
nada alegar que están mistificadas. Hipótesis siempre hipócrita que permite
salvaguardar el confort intelectual de los productores de sentido: las masas
aspirarían espontáneamente a las luces naturales de la razón. Eso para conjurar
lo inverso, a saber que es en plena “libertad” como las masas oponen su rechazo
al sentido y su voluntad de espectáculo al ultimátum del sentido. Desconfían
como de la muerte de esa transparencia y de esa voluntad política. Olfatean el
terror simplificador que está tras la hegemonía ideal del sentido, y reaccionan
a su manera, abatiendo todos los discursos articulados hacia una única
dimensión irracional y sin fundamento, allí donde los signos pierden su sentido
y se agotan en a fascinación: lo espectacular (pàgs. 117-118).
Jean Baudrillard, Cultura y simulacro, Kairós, Barna 1978
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