La superficialitat del fanàtic.
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Cuesta entender que un partido de fútbol, un juego intrascendente que
no tiene mayores consecuencias para los aficionados que unos pasajeros
momentos de euforia o depresión según su resultado, pueda dar lugar a
perpetrar agresiones salvajes y homicidios, como ya ha sucedido tantas
veces en los países en los que se practica ese deporte y acabamos de ver
en el nuestro. Seguramente la sociología, la psicología y hasta la
economía tienen mucho que decir sobre el tema. Las medidas sociales,
educativas y legales son mucho más importantes que las reflexiones
teóricas que siguen: es evidente que la exclusión social tiene una
enorme influencia en estos grupos violentos y que la política tiene en
este tema la última palabra. Pero creo que la filosofía también puede
aportar algo para entender esta desmesura.
La naturaleza nos ha hecho un costoso favor cuando nos ha privado de
aquello que a los animales se les ha concedido gratuitamente: una
identidad propia. Ya en el siglo XV, Pico de la Mirandola se adelantaba a
los existencialistas contemporáneos afirmando que lo propio del ser
humano es no tener nada como propio: se tiene que inventar a sí mismo.
El perro es perro y el pez es pez: su código genético les concede una
seguridad en su vida que nos resultaría a veces envidiable. Saben lo que
tienen que hacer, y si bien pueden sufrir y fracasar, se libran de esa
molesta pregunta que con este u otro enunciado nos acompaña casi toda
nuestra vida: ¿quién diablos soy yo? ¿qué debo hacer? ¿tiene sentido lo
que estoy haciendo? Desde la adolescencia en adelante resulta difícil
dejar de lado estas cuestiones, aunque nos neguemos a resolverlas y no
las formulemos con estas palabras. Decía Ortega y Gasset que la vida
humana es semejante a la de una persona que fuera empujada a un
escenario donde se está representando una obra de teatro que no conoce.
Debe inventar su papel e incorporarse al elenco sin haber leído el
guion.
Esta inseguridad constituye un privilegio muy difícil de soportar.
Sobre todo porque cualquier vida humana tiene que armonizar dimensiones
muy distintas, como son los intereses propios y los ajenos, el presente y
el futuro, tomar decisiones que nos obligan a optar entre valores
incompatibles, renunciar a unas cosas para lograr otras. Resulta mucho
más cómodo buscar un lugar que nos asegure un papel determinado en esa
obra de teatro, sentirnos arropados dentro de un grupo que haya
descubierto una idea fija, simple y eficaz que nos evite el molesto
ejercicio de decidir por nosotros mismos. Todo fanatismo tiene esa raíz:
el miedo a la libertad del que hablaba Erich Fromm es mucho más fuerte
que los sacrificios que nos pueda exigir esta renuncia a construir
nuestra propia identidad.
Y el fútbol cumple esa función. Identificar nuestro destino personal
con un grupo de creyentes que confían el valor de su identidad al
destino de un balón, todo ello sazonado a veces con un simulacro de
doctrinas políticas de derechas o de izquierdas, asegura al fanático un
sucedáneo de identidad personal que no tiene necesidad de construir por
sí mismo. Y además el fútbol cumple sobradamente una condición de toda
identidad: la oposición a otras identidades. El hincha de un equipo se
define por su oposición a todos los demás equipos, de manera parecida a
lo que hace un adolescente cuando busca su personalidad oponiéndose a
toda autoridad. De modo que el fútbol es lo de menos: lo que importa al
fanático es su regreso a un útero donde se encuentra arropado por
quienes le ofrecen una seguridad simple, unívoca, que le evita el
trabajo de preocuparse por conciliar los muchos y contradictorios
componentes que forman un ser humano. El fanático elige ser
unidimensional, tanto da que decida identificarse con un equipo
deportivo, con una ideología política o con una religión absorbente. Le
vale todo aquello que no le obligue a convivir con sus propias
contradicciones e inseguridades.
Toda la historia humana está marcada por ese deseo de buscar raíces
que nos devuelvan a la seguridad de la naturaleza. La raíz de la patria,
por ejemplo. Nadie duda de que pertenecer a una patria constituye un
valor que enriquece la vida, en la medida en nos sentimos unidos a una
forma de vida que incluye familiares y amigos, costumbres, idioma y
recuerdos. Pero el fanático convierte todo eso en una entidad
autosuficiente y abstracta, que puede hasta exigir el sacrificio de la
vida (normalmente la de los demás). “Con la Patria se está, con razón o
sin ella”, dijo Cánovas del Castillo. Es decir, que no importa si esa
adhesión a la patria exige, por ejemplo, sacrificar a quienes la habitan
o asumir una ideología que esclavice a sus habitantes. La Patria está
antes, y de ella ha desaparecido la diversidad de sus gentes para quedar
reducida a un nombre y una bandera. Todo fanatismo implica el triunfo
de la abstracción.
Y lo mismo sucede con la religión y con cualquier ideología que
pretenda convertirse en una verdad teológica. El fanático elimina de sus
creencias cualquier duda, cualquier inseguridad o matiz que ponga en
peligro su idea fija. Y, lo que es más grave, excluye por anticipado a
todos aquellos que pretendan no solo discutir, sino también matizar,
completar o dudar de su única verdad.
Y un detalle semántico. Se suele llamar “radicales” a los fanáticos.
Nada más alejado de la etimología de esta noble palabra. Radical es
quien va a la raíz de las cosas, quien no se conforma con lo
superficial. Y nada más superficial que un fanático. Si se atreviera a
ir a la raíz encontraría en sí mismo muchas dimensiones que tiene que
conjugar para construir trabajosamente su propia identidad. Mucho más
sencillo le resulta recurrir a una idea fija que haga el trabajo por él.
Augusto Klappenbach, Violencia e identidad en el futbol, Público, 08/12/2014
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