L'art més car del món.
Michael Jackson and Bubbles by Jeff Koons |
En un vuelo a Ámsterdam me tocó en suerte un compañero de asiento parlanchín, de esos que, una vez
establecido el contacto, ya no deja de hablar durante todo el trayecto.
Mi interlocutor resultó ser miembro de una familia dedicada al comercio
de diamantes, establecida en aquella ciudad desde hacía siglos. Durante
la primera parte del viaje fui informado de una actividad meticulosa y
casi mágica que desconocía por completo: el tallado de diamantes. En la
segunda parte la información fue menos sutil aunque igualmente
sustanciosa. Mi compañero de asiento me explicó cómo se realizaba, por
lo común, el lavado de dinero negro originado por el gas y el petróleo
de Rusia, así como de otros países productores. Era, según él, un
circuito relativamente estable, que iba desde lo ligero y móvil hasta
las grandes inversiones en bienes inmuebles. En otras palabras: se
empezaba con los diamantes, transportables fácilmente; se continuaba con
las obras de arte, también aptas para un cómodo manejo; se culminaba
con la compra de terrenos y edificios, siendo, como se comprenderá, la
especulación urbanística la más complicada y la más rentable de las
sucesivas especulaciones. A través de esta alquimia, de esta
metamorfosis de la estafa, lo negro se convertía en blanco.
Mi informador, de unos 40 años, había empezado a ocuparse de los
grandes negocios de compraventa de casas y, como en el momento de
producirse el vuelo que estoy relatando, en España ya había estallado la
burbuja inmobiliaria, se manifestó en términos bastante despectivos.
Invertir en ese país era un mal asunto y deberían pasar uno o dos
lustros hasta que volviera a ser algo verdaderamente prometedor.
Entonces sería, de nuevo, un buen asunto para los especuladores. El caso
es que él, hasta aquel momento, se había dedicado a otros menesteres.
Cuando era muy joven estuvo inmerso en el negocio familiar de diamantes
y, luego, en la refinada tarea de transformar petróleo en obras de arte.
Durante una década se entretuvo en comprar y vender por media Europa.
Este aspecto
mereció mi atención y le pregunté si había estudiado arte y si tenía
alguna formación al respecto. Me contestó que no tenía idea de lo que
era el arte y que tampoco esto le importaba demasiado. Se movía, dijo,
por instinto y, claro
está, por las indicaciones de la familia. Ese instinto, me pareció, era
clave: no tenía ni idea de arte, cierto, pero sabía con asombrosa
seguridad lo que en nuestra época debe ser entendido como arte. Es
decir, lo que la época está obligada a aceptar como arte. Su lógica era
implacable pues si el dinero negro procedente del gas o el petróleo
derivaba, con su vertiginoso destino alquímico, en el pequeño y
refulgente diamante o en el aparatoso rascacielos de playa mediterránea,
con igual razón se traducía con exactitud en lo que se llamaba “obra de
arte”.
Mi compañero de asiento confesaba no saber nada de arte pero, gracias
al instinto, demostraba saberlo todo acerca de la “obra de arte” y, en
consecuencia, acerca de lo que nuestro tiempo asumía como arte. No
estaba, pues, en absoluto desinformado pues lo sabía todo, y con
absoluta precisión, acerca de los precios. Este conocimiento le hacía viajar con seguridad por lo que denominaba “mundo
del arte” (y que no era otra cosa que el arte que se imponía al mundo).
De su boca salían clientes y productores, claramente jerarquizados
según su eficacia y rentabilidad. Sotheby's y Christie's encabezaban una
larga lista de galerías y museos que valía la pena tener en cuenta.
Paralelamente, surgía el canon de artistas con facilidad pasmosa pues el
que tenía un precio más alto era sin duda el más valioso. Todo era, por
así decirlo, más diáfano y menos atormentado cuando se entendía de una
vez que la verdad del petróleo y la verdad del arte eran lo mismo, sólo
que en dos estadios distintos de la transmutación capitalista.
Debo reconocer que aquella conversación aérea fue muy instructiva, no
por lo que me contó acerca del lavado del dinero negro el vástago de
una familia mafiosa sino porque su juicio de valor acerca de lo que
pudiera ser el arte se aproximaba mucho, hasta casi confundirse, con lo
que expresaban medios de comunicación, círculos académicos e
instituciones artísticas. Todos ellos han ido identificando al artista
contemporáneo con aquel individuo que produce mercancías que se venden
al precio más elevado posible. Del mismo modo en que, a juzgar por los
titulares de los periódicos, nuestra vida depende de los vaivenes de la
Bolsa, es cada vez más evidente que nuestro arte, si así lo podemos
calificar, es completamente dependiente de lo que fija el mercado. La
cantidad —y aquí también hay alquimia— otorga la calidad. No de otro
modo puede interpretarse que los medios de comunicación, además de
hacerse eco de las exposiciones de clásicos presentadas como
espectáculos, únicamente fijen su atención en los precios de las
mercancías y hagan llegar a sus lectores y espectadores el mismo canon
artístico que manejaba mi mafioso compañero de vuelo. Tampoco puede
interpretarse de otra manera que las universidades, cada vez más con más
descaro, hagan la misma operación y los programas académicos integren,
como supuestos bienes artísticos, a meros productos de la especulación y
de la impostura. Y algo todavía más determinante hay que atribuir a las
instituciones artísticas, que se arrogan el papel de moldear el “gusto
popular” siguiendo criterios mercantiles propios del capitalismo de
casino.
Si atendemos a la cadena de lavado expuesta por el joyero de
Ámsterdam no podemos extrañarnos en absoluto del éxito institucional de
nombres como Damien Hirst o Jeff Koons, hasta el punto de que el Centro
Georges Pompidou de París, una de las grandes referencias del arte
moderno, tenga las expectativas de que la exposición de este último se
convierta en una de las más visitadas de la historia. Es una perspectiva
coherente: si Koons es el “artista vivo más caro del mundo” (se pagaron
43,6 millones de euros por un objeto suyo) es también el mejor. Algo
análogo sucedía cuando Damien Hirst era, hace poco, también el artista vivo más caro del mundo”.
Naturalmente, es ocioso entrar a discutir la excelencia o deficiencia
de Hirst, Koons y tantos otros que integran el canon favorito de los
especuladores. Tenía razón mi interlocutor del avión: da lo mismo
especular en diamantes, en casas o en supuestas obras de arte. La
interrogación que debería ser demoledora es preguntarnos cómo para toda
una época —con sus medios de comunicación, con sus universidades, con
sus instituciones artísticas— el precio aparenta ser el único juicio del
arte. Ya sé que se me dirá que, históricamente, los artistas, como
todos los hombres, han tenido precio, lo cual, desde luego, no quiere
decir que todos hayan podido ser comprados. El artista, en la mayor
parte de los casos, depende de los canales de distribución, los cuales
están totalmente marcados por las estrategias especulativas. Quebrada la
autonomía del creador y desaparecido el crítico independiente es, en
última instancia, el especulador quien dicta el discurso artístico. Esto
justifica la pobreza del punto de vista actual, que tiende a reducir
cualquier complejidad al fetiche mercantil.
Llama la atención el conservadurismo de apuestas como la del Centro
George Pompidou, creado para navegar, precisamente, en la dirección
opuesta. Apostar por Jeff Koons, o por alguien semejante, no tiene nada
de innovador sino que responde a una búsqueda de seguridad que recuerda
los mismos mecanismos que rigen en los circuitos del lavado del dinero
negro. Presentar el fraude como arte es una inversión segura en un mundo
paulatinamente domesticado en la falta de complejidad intelectual.
Sustituir cualquier asomo de trascendencia estética por el puro
espectáculo es asegurar colas en las taquillas, del mismo modo en que
los programas basura de la televisión siempre serán más rentables que la
emisión de una buena película. La trampa es que el Centro George
Pompidou y las instituciones artísticas que realizan operaciones
parecidas no asuman abiertamente su carácter antivanguardista y
retrógrado, una explícita traición al legado moderno, y expresen su
acatamiento simbólico —y quizá explícito— a este capitalismo de casino
que, como cloaca apenas disimulada, necesita de los circuitos de sucia
alquimia que tan bien me enseñó mi compañero de vuelo. Si lo hicieran
sabríamos a qué atenernos. ¿Por qué no organizar una multitudinaria
exposición sobre cómo el fraude se transfigura en arte? Eso sí sería
mostrar el signo de los tiempos.
Rafael Argullol, La alquimia de la estafa artística, El País, 25/12/2014
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