El govern del present.
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El título de este artículo es, también, el título de un imprescindible libro de Daniel Innerarity,
catedrático español de filosofía política y social en la Universidad
del País Vasco. En su texto, Innerarity analiza cómo las sociedades
modernas se relacionan (mal) con el tiempo, y precisamente, con la
noción de futuro. Innerarity diagnostica que las sociedades actuales
están ancladas en el presente, casi cegadas por él, y que son incapaces
de siquiera pensar en cómo será o debiera ser el futuro. Ya en sus
primeras páginas sentencia: «Buena parte de nuestros malestares y de
nuestra escasa racionalidad colectiva se deben al hecho de que las
sociedades democráticas no se relacionan nada bien con el futuro. De
entrada, porque todo el sistema político y la cultura en general están
volcados sobre el presente inmediato y porque nuestra relación con el
futuro colectivo no es de esperanza y proyecto, sino más bien de
precaución e improvisación».
Pero la idea de futuro no estuvo siempre
tan ausente de la visión de mundo, del conjunto de opiniones, creencias
y valores que tenían las sociedades contemporáneas. Es más, el futuro
era un poderoso estímulo para el cambio social, fueran reformistas o
revolucionarias. El futuro era el derecho por conquistar el espacio
temporal en el que nuestros objetivos, convertidos en retos por la
acción política, podían transformarse en conquistas y derechos. Durante
todo el siglo XIX y principios del XX, la noción de futuro sustentó el
concepto de progreso y, como tal, fue uno de los pilares de la corriente de pensamiento que se conoció como positivismo.
Su creador, Auguste Comte, nacido en la turbulenta Francia de finales
de siglo XVIII —tan solo 9 años después de la Toma de la Bastilla y un
año antes del Golpe de Estado del 18 de Brumario de Napoleón Bonaparte—
desarrolló su pensamiento en base a su deseo de que la sociedad
alcanzase, alguna vez, un orden estable. Su frase «El amor por
principio, el orden por base, el progreso por fin» se convirtió en leit motiv
de buena parte de la intelectualidad del siglo XIX —preocupada por la
modernización, el crecimiento económico y el orden interno— e incluso
inspiró el lema que aún conserva la bandera brasilera: Ordem e
Progresso.
Sin embargo, en el siglo XX, repleto de guerras, crisis y todo tipo de ismos, la fe en el progreso se fue apagando poco a poco. Ilusiones del Progreso de Georges Sorel y El Malestar en la Cultura
de Sigmund Freud son solo algunos ejemplos de cómo el escepticismo
respecto al progreso comenzaba a dominar la escena intelectual. La
conciencia del futuro comenzaba a desaparecer… El paradigma de esta
fusión entre presente y futuro lo encontramos, probablemente, en la
teoría del fin de la historia de Francis Fukuyama, quien
supuso, a principios de los noventa, que, con la caída del comunismo, el
debate ideológico se había extinguido para dejar paso a la democracia
liberal como la única opción viable. Una teoría que dilataba el presente
y dejaba muy poco espacio a la idea de futuro. El presente ganaba la
batalla.
La sociedad actual se encuentra gobernada por el presente. Innerarity, en su libro, denuncia una tiranía del presente y un
preocupante olvido del pasado. Se impone lo inmediato, lo breve y
rápido le gana a lo denso y lento, la cantidad a la calidad. La memoria,
además, se diluye y el sentimiento de compromiso con los trascurrido y
recorrido se desvanece. «No he parado ni un minuto» es la frase
recurrente que refleja una ocupación constante, sin pausa ni silencios.
Son los tiempos líquidos de Zygmunt Bauman: «El corto plazo ha
reemplazado al largo plazo y ha convertido la instantaneidad en ideal
último. La modernidad fluida […] disuelve, denigra y devalúa su
duración». La comunicación instantánea, las relaciones fugaces, la
obsolescencia programada, la Ley de Moore… todos síntomas de que vivimos la dictadura del presente.
En política se advierte en el creciente electoralismo del juego
democrático, el ritmo político también se acelera. Con todo esto, el
presente, sobreestimado e idealizado, se convierte, tal vez, en el
principal enemigo del futuro.
Pero el pasado puede también, en algunas
circunstancias, entorpecer la relación de las sociedades con el tiempo
futuro. Aunque necesario, el estudio del pasado no puede, ni debe ocupar
todas nuestras energías temporales. Las políticas de la memoria —siendo
ejemplo paradigmático el Programa Memorias del Mundo de la Unesco—
sirven para aprender del pasado y, en muchas ocasiones, permiten que se
haga justicia, pero no pueden ser el único móvil de la política. Si nos
obsesionamos con el pasado, corremos el riesgo de descuidar el presente
y olvidar la existencia de un futuro. Demasiado ocupados en el pasado,
podemos movernos en el presente solo por inercia y ser incapaces de
proyectar un futuro, porque como dijo Edmund Burke alguna vez: «Nunca
puedes planear el futuro a través del pasado».
Por otra parte, las metáforas que
solemos utilizar para hablar del futuro nos demuestran que pensar el
futuro genera optimismo. El futuro está siempre adelante, mientras que el pasado está detrás, el futuro se sueña, mientras que el pasado se recuerda, el futuro se construye, mientras que el pasado se reconstruye. El futuro se conquista, el pasado se defiende. Al futuro avanzamos, anclados en el pasado retrocedemos
o quedamos inmóviles. Es necesario, pues, que recuperemos el futuro si
queremos recuperar la ilusión ciudadana. Necesitamos volver a pensarlo, a
imaginarlo, a construirlo. El reto del futuro: su promesa, su
horizonte, su trayecto, su desafío…, es una poderosa energía
movilizadora para redoblar y reactivar cualquier proyecto político.
Hay que entender, finalmente, que la
política no puede solamente administrar el presente, ni solamente
recordar el pasado, ni tampoco solamente pensar el futuro. En palabras
de Innerarity: «La tarea principal de la política democrática es la de
establecer la mediación entre la herencia del pasado, las prioridades
del presente y los desafíos de futuro». La clave está, como en todo, en
encontrar el equilibrio… y en este caso, el equilibrio de la política
que conmueve y remueve. Decía el poeta revolucionario León Felipe: «Voy
con las riendas tensas y refrenando el vuelo porque no es lo que importa
llegar solo ni pronto, sino llegar con todos y a tiempo». Pues eso,
vayamos hacia el futuro, sin olvidar, defendiendo los presentes como
escalones de un nuevo horizonte, pero sin detenernos ni mirar
excesivamente atrás. Hagamos de la política que crea y avanza hacia el
futuro la nueva poesía vital para generaciones de personas que en todo
el mundo, también en Ecuador, aspiran a una sociedad más justa y
sostenible.
Antoni Gutiérrez-Rubí, El futuro y sus enemigos, El Telégrafo (Ecuador), 28/12/2014
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