Limitar els ideals (Isaiah Berlin).

Isaiah Berlin
"Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos.” Con estas palabras Charles Dickens inició su famosa novela Historia de dos ciudades. Sin embargo, no puede decirse lo mismo de nuestro siglo terrible. Durante miles de años los hombres se han destruido unos a otros, pero las acciones de Atila el Huno, de Gengis Kan o de Napoleón (introductor del exterminio masivo en la guerra), e incluso las matanzas de armenios, palidecen hasta la insignificancia ante la Revolución rusa y su secuela: la opresión, la tortura y el asesinato que pueden depositarse a los pies de Lenin, Stalin, Hitler, Mao, Pol Pot, y el sistemático falseamiento de información que durante años nos impidió conocer esos horrores sin paralelo. No se trató de desastres naturales sino de crímenes humanos que, sin importar las suposiciones de quienes creen en el determinismo histórico, pudieron haberse evitado.

Hablo con particular emoción porque soy un hombre muy viejo que ha vivido a lo largo de casi todo el siglo XX. La mía ha sido una existencia pacífica y segura. Esto casi me avergüenza ante lo ocurrido a tantos otros seres humanos. No soy historiador, de modo que no puedo hablar con autoridad acerca de las causas de esos horrores. Pero quizá puedo intentarlo.

Desde mi punto de vista las causas no fueron las habituales emociones negativas –temor, avaricia, odio tribal, celos, amor al poder–, como las llamó Spinoza, aunque, desde luego, todas ellas jugaron un papel siniestro. En nuestro tiempo, fueron producto de las ideas o, mejor dicho, de una idea en particular. Resulta paradójico que Karl Marx –quien restó importancia a las ideas en oposición a las fuerzas sociales y económicas impersonales– haya transformado el siglo XX con sus escritos, llevándolo hacia donde deseaba pero también, y como reacción, en sentido opuesto. En una de sus famosas obras el poeta alemán Heinrich Heine pidió que no menospreciáramos al callado filósofo sentado en su estudio. Afirmó que, si Kant no hubiera destruido la teología, quizá Robespierre no habría decapitado al rey de Francia.

Heine predijo que, algún día, los discípulos armados de los filósofos alemanes –Fichte, Schelling y los demás padres del nacionalismo alemán– destruirían los grandes monumentos de Europa Occidental en una oleada de fanático exterminio que haría de la Revolución francesa un juego de niños. Esto puede parecer algo injusto para los metafísicos alemanes pero la idea medular de Heine me parece válida: en una forma desvalorizada, envilecida, deteriorada, la ideología nazi tuvo raíces en el pensamiento que se oponía a la Ilustración alemana. Hay hombres capaces de matar y mutilar con una conciencia tranquila, bajo la influencia de las palabras y los escritos de quienes tienen la certeza de saber cómo lograr la perfección.

Permítanme explicarme. Si uno está verdaderamente convencido de que existe una solución para todos los problemas humanos, de que uno es capaz de concebir una sociedad ideal a la cual el hombre puede acceder si tan solo hace lo necesario para alcanzarla, entonces mis seguidores y yo debemos de creer que ningún precio es demasiado alto para abrir las puertas de semejante paraíso. Una vez que se expongan las verdades esenciales, solo los estúpidos y los malevolentes ofrecerán resistencia. Quienes se oponen deben ser persuadidos; si no es posible, es necesario aprobar leyes para contenerlos. Si eso tampoco funciona, se ejerce la coacción, tendrá que emplearse la violencia de forma inevitable. De ser necesario, el terror, la carnicería. Lenin creía esto después de leer El capital. Una y otra vez profesó que si era posible crear una sociedad justa, pacífica, feliz, libre y virtuosa a través de los métodos que él defendía, el fin justificaba los medios a emplearse; literalmente, cualquier medio.

La convicción fundamental que subyace a esto es que las preguntas centrales de la vida humana, individual o social, tienen una respuesta verdadera que puede descubrirse; que esta puede y debe implementarse y que quienes la han encontrado son líderes cuya palabra es ley. La idea de que a todas las preguntas genuinas corresponde solo una respuesta verdadera es una noción filosófica muy antigua. Sin importar cuánto pudieran diferir acerca de cuál era la respuesta o de cómo descubrirla (sangrientas guerras se libraron por ello), los grandes filósofos atenienses, judíos y cristianos, los pensadores del Renacimiento y de la Francia de Luis XVI, los radicales franceses reformistas del siglo XVIII, los revolucionarios del XIX estaban convencidos de que la conocían y de que los únicos obstáculos para llevarla a cabo eran el vicio y la estupidez humanos.

Esta es la idea que mencioné. Quiero decirles que es falsa. No solo porque las soluciones que ofrecen las distintas escuelas de pensamiento social difieren, y ninguna de ellas puede demostrarse a través de métodos racionales, sino por una razón más profunda. Los valores fundamentales por los que se ha regido la mayoría de los hombres –en muchas tierras magníficas y en muchos tiempos magníficos–, casi aunque no del todo universales, no son siempre armónicos entre sí. Algunos lo son, otros no. El hombre siempre ha añorado libertad, seguridad, igualdad, felicidad, justicia, conocimiento, etcétera. Pero la libertad absoluta no es compatible con la igualdad absoluta: si el hombre fuera libre en su totalidad, los lobos estarían en libertad de comerse a las ovejas. La igualdad perfecta significa que las libertades humanas deben ser restringidas para que a los más diestros y a los más dotados no se les permita avanzar más allá de quienes inevitablemente perderían si hubiese competencia. La seguridad, y en efecto las libertades, no pueden preservarse si se permite trastocarlas. En realidad, no todos los seres humanos buscan paz o seguridad. De no ser así no existirían quienes buscan gloria en la batalla o peligro en el deporte.

La justicia siempre ha sido un ideal de la humanidad, pero no es del todo compatible con la misericordia. La imaginación creativa y la espontaneidad –espléndidas en sí mismas– no pueden reconciliarse del todo con la necesidad de planear y organizar, con el cálculo cuidadoso y responsable. El conocimiento, la búsqueda de la verdad –la más noble de todas las ambiciones– no puede mediar del todo con la felicidad ni con la libertad que el hombre desea, pues incluso si supiera que tengo una enfermedad incurable eso no me hará más feliz ni más libre. Siempre hay que elegir: entre la paz y la agitación, entre el conocimiento y la dichosa ignorancia. Y así sucesivamente.

Entonces, ¿qué debe hacerse para contener a los paladines, a veces en extremo fanáticos, de uno u otro de estos valores, cada uno de los cuales tiende a pisotear al resto, tal y como los grandes tiranos del siglo XX pisotearon la vida, la libertad y los derechos humanos de millones de personas por tener la mirada fija en algún dorado futuro esencial?

Me temo que no puedo ofrecer una respuesta dramática: solo que, si hemos de perseguir los valores humanos esenciales que nos rigen, es necesario establecer compromisos, compensaciones, medidas para evitar que ocurra lo peor. Te doy tanta libertad a cambio de tanta equidad; tanta expresión individual a cambio de tanta seguridad; tanta justicia a cambio de tanta conmiseración. Lo que quiero decir es que algunos valores chocan entre sí. Los fines que perseguimos los seres humanos están generados por nuestra naturaleza común, pero su exploración tiene que controlarse hasta cierto grado: la libertad y la búsqueda de la felicidad, repito, pueden no ser del todo compatibles una con otra, así como tampoco lo son la libertad, la igualdad y la fraternidad.

De modo que debemos pesar y medir, pactar, conceder y prevenir la destrucción de una forma de vida por quienes se oponen a ella. Sé muy bien que esta no es una bandera bajo la cual los jóvenes entusiastas e idealistas deseen marchar: parece demasiado dócil, demasiado razonable, demasiado burguesa, no compromete emociones generosas. Pero deben creerme, no se puede tener todo lo que se desea, no solo en la práctica, sino también en teoría. Negarlo, buscar un solo ideal que se extralimita porque es el único y verdadero para la humanidad, siempre conduce a la violencia, y luego a la destrucción y al derramamiento de sangre: el omelette no aparece aunque ya se han quebrado los huevos necesarios para prepararlo. Lo único que queda es un número infinito de huevos, de vidas humanas, listas para romperse. Y al final, el idealista apasionado olvida el omelette y solo sigue destruyendo huevos.

Me alegra que hacia el fin de mi larga vida comience a esbozarse cierta comprensión de esto. La racionalidad, la tolerancia –ya de por sí excepcionales en la historia de la humanidad– no se desprecian. A pesar de todo, la democracia liberal se extiende –no obstante el mayor azote moderno de nacionalismo fanático y fundamentalista–. Las grandes tiranías están en ruinas, o lo estarán. No está lejano el día, aun para China. Me alegra que ustedes, los lectores a quienes me dirijo, verán el siglo XXI. Creo que solo puede ser un tiempo mejor para la humanidad que mi terrible siglo XX. Quiero felicitarlos por su buena suerte. Lamento que no llegaré a ver ese brillante futuro que, estoy convencido, vendrá. No obstante la pesadumbre de mis palabras, me da gusto terminar con una nota de optimismo. Hay muy buenos motivos para pensar que está justificada. 

Isaiah Berlin, Mensaje al siglo XXI (1994), Letras Libres, diciembre 2014

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Traducción de Laura Emilia Pacheco.
Publicado con el permiso del Curtis Brown Group Ltd.
© The Isaiah Berlin Literary Trust 2014.
Aparecido originalmente en The New York Review of Books.

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