El cos, els entorns i les identitats humanes.
El Roto |
Hay objetos que se integran de tal forma en nuestras acciones que
prácticamente se convierten en transparentes e invisibles y sólo su
falta o falla los hace presentes. Debemos a Heidegger esta idea, que él
consideraba central en nuestra experiencia del mundo, y que
recientemente se ha desenvuelto en el debate sobre la mente extendida.
Andy Clark y David Chalmers propusieron que ciertos artefactos de los
que nos valemos para realizar operaciones mentales, tan habitualmente
que parecen incorporarse a nosotros, pueden ser considerados como
extensiones reales (con la realidad que son las funciones) de la mente.
Ponían como ejemplo la libreta que una persona con alzheimer usa para
recordar lo que debe hacer. Se han discutido mucho las condiciones que
tendrían que tener las interacciones para ser consideradas parte de la
mente pero
no me importan aquí los detalles sutiles de esta discusión y sí la idea
de apertura de nuestro cuerpo y mente a funciones que se completan más
allá de la piel.
En un cierto sentido, toda la vida consiste en la realización de funciones que se completan más allá de la piel. En el caso de los animales, todas las funciones, desde las cognitivas a las biológicas, se realizan en la interacción con un entorno. Se denominan accesibilidades, o affordances a las características de este entorno. Así, el flujo de campo magnético de la Tierra es lo que posibilita la orientación de las aves migratorias, o la dirección de los rayos solares es lo que permite la orientación de las abejas. El
En las sociedades más complejas
En la doble apertura del mundo humano se encuentra un marco metafísico y antropológico para pensar la idea de justicia más profundo que aquél en el que se sitúan la mayoría de las obras de filosofía política, casi todas herederas de una idea humanista y de sociedad demasiado esencialista (en la controversia entre Habermas y Sloterdijk sobre la posibilidad de modificar el "parque zoológico humano" se abrió en parte esta discusión, aunque de manera disparatada, desde mi punto de vista). El principal punto es el del determinismo que parece implicar la idea de apertura. En muchas discusiones informales de café oigo a mis amigos sostener la inevitabilidad de los cambios técnicos, como si hubiesen leyes históricas que rigiesen las expansiones y contracciones de la cultura. Mucho más peligrosa es la idea de que son las fuerzas del mercado las que deben modelar estos cambios (pues la técnica no sería sino un subproducto de la investigación interesada).
Una de las visiones deterministas que más me subleva, por lo que me afecta por mis orígenes, es la idea de que las culturas y sociedades rurales están destinadas a desaparecer en los agujeros negros de la urbanización sin planificar. Recorro habitualmente los entornos en los que me crié, ahora yermos y abandonados de todo cuidado, con aldeas vacías, con una población envejecida que vive de sus míseras pensiones, esperando la muerte propia y de la cultura que los crió y me enerva que la idea de destino que heredamos de la religión aún siga dominando la política. También por interés propio, me asombra la candidez con la que se repite que las instituciones educativas deben adecuarse a las necesidades del mercado, como si las necesidades del mercado no dependiesen de las instituciones educativas.
En fin, ahora que es el tiempo del solsticio de invierno (en este hemisferio boreal), tiempo de rituales de muerte y renacimiento del sol, es tiempo también de volver a recordar, como Lawrence de Arabia, que el destino no está escrito. Que el mundo no es un libro escrito en una lengua oculta sino, en todo caso, un cuaderno en el que escribimos cada día nuestro relato.
Fernando Broncano, Más allá de la piel, El laberinto de la identidad, 28/12/2014
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