Suicidi i societat de la transparència.
Desde un punto de vista médico y psiquiátrico, una sociedad biopolítica (psicopolítica, diría Han,
Una cultura que funciona en bucle, con una constante
retroalimentación mediada por la opinión, sin que sus miembros puedan
casi por ningún lado apoyarse directamente en su experiencia real, ha de
arrojar sobre la voluntad soberana de vivir, a toda costa, o lo que es
parte de ello, “Levantar la mano contra sí mismo”, nuevas admoniciones, otros silencios pactados.
Dado que en nuestro líquido amniótico es difícil incluso fracasar por cuenta propia, sin una responsabilidad compartida que nos permita gestionar y fragmentar socialmente los
traumas, la norma será la degradación lenta del individuo, su muerte
crónica en las dependencias asistenciales. No una decisión tajante
(vivir, morir) para la cual, en buena lógica, el individuo tendrá cada
día menos herramientas.
Es posible así que la ilusión de vivir, o de alcanzar una muerte
propia que pueda ser aceptada, sea cada días más lejana, más similar a
un simulacro. Es posible en todo caso que idea del suicidio llegue casi
siempre "demasiado tarde".
Vivimos así en una circularidad ayudada con mil prótesis. Una vida
asistida desde su mismo centro ha convertido el suicidio en unaenfermedad que, igual que las alergias o el cáncer, se puede y debe convertir en crónica. De ahí este estilo catatónico en el que se ha salvado tanto ciudadano. ¿Es un resultado de esto lo que podríamos llamar el suicidio del suicidio?
Tal vez el nivel de vida exige que la vida se prolongue hasta el
infinito, aun en las peores condiciones… Ya Hannah Arendt, hace más de
medio siglo, ponía en la obsesión por superar el límite de los cien años
(como
una nueva barrera del sonido) un índice de nuestra voluntad de
despegar, de doblar el cabo de Buena Esperanza y hacer imposible una vuelta a cualquier condición elemental.
De ser así, esto exigiría, literalmente, ni poder vivir una vida
mortal ni poder atreverse a una muerte vital. Entre un polo y otro,
hermanados legendariamente en el humor de cierta sabiduría, siempre ha
latido la posibilidad del suicidio como una decisión soberana. El hombre
debe al menos elegir la forma de morir, decía Freud.
Pues no. Hoy la dificultad de irse, la posibilidad de no ser
localizado en este reino de la visibilidad total, de la fe del
reconocimiento, hace que elegir la desaparición por una decisión brusca
(y una decisión ocurre de un golpe o no ocurre jamás) sea algo bastante
improbable. El suicidio, en el caso improbable de que llegue, ha de ser
sepultado entonces en accidentes simulados, en la ambivalencia médica,
en una estadística social harto intrincada… O en una decisión que el
propio sujeto ha de mantener oculta hasta el final,
para no ser interferido. De ahí que, casi invariablemente, los que
rodean al muerto manifiestan su estupor por una decisión que, cuando ha
de ser reconocida, manifiestan no entender en absoluto.
Ahora bien. Una sociedad sólo puede entender que la tristeza es una
enfermedad, que el fracaso o la tragedia son una enfermedad, si a la vez
entiende que la humanidad misma es una enfermedad. Esto significa
también que esa sociedad tiene una capacidad muy limitada para la
alegría. Y para el coraje de vivir, sin cielos protectores. Es normal
así que busque prótesis asistenciales por todas partes. La obsesión de
ellas es que el peligro de vivir, la hermandad íntima entre la vida y la
muerte, sea algo exactamente impensable.
Ignacio Castro Rey, Notas sobre el suicidio (II), fronteraD, 27/12/2014
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