El suicidi com a voluntat de fugida.


Salvo momentos antropológicos y culturales específicos (algunas civilizaciones antiguas, el estoicismo), la norma es que el suicidio esté anatemizado por muy distintas sociedades. Antes era arrebatar una vida a Dios, supremo hacedor y dueño de los hombres. Ahora es arrebatar una vida a la Sociedad, no menos celosa de su capital humano que los antiguos poderes teológicos. Ya saben lo que decía Chesterton: cuando los hombres dejan de creer en un dios es para creer en otro. Tal vez no es casual que los estudios sociológicos sobre el suicidio coincidan con una sociedad industrial, la del siglo XIX europeo, que invade médica y minuciosamente la higiene productiva de sus ciudadanos.

El caso es que sobre la cuestión del suicidio, tan vieja como el mundo, se han cernido desde hace décadas nuevos elementos. Si el mandato social de las conexiones hace prácticamente milagrosa la desconexión (o accidental, pero el accidente es un milagro invertido), ¿cómo esa desconexión total que implica la muerte no va estar hoy rodeada de tabúes? Y más aún la muerte voluntaria. Entendemos la desconexión como muerte asistida, y eso no es deseable para nadie salvo en casos extremos, jurídica y éticamente homologados.

Además, esta sociedad no puede comprender que alguien sea tan infeliz en su seno que quiera abandonar voluntariamente tal radiante bienestar. No obstante, fijémonos en los más de tres mil suicidios anuales: en España, primera causa externa de muerte. Por cierto, tres veces más frecuente en hombres que en mujeres.

Reparemos también en la infinidad de "desapariciones" diarias: los éxodos del fin de semana, el protector anonimato de la gran ciudad, la gente que no contesta, la huida literal de otros, el silencio del prójimo en los escenarios masificados.

Estamos tan rodeados de desapariciones, con frecuencia discretas, que hasta se podría pensar que las pantallas parpadean sin cesar con la materia prima espectral de todo lo que se ha ido. Y lo que ha partido es, quizás en primer lugar, una buena relación con la inevitable zona de opacidad que late en cada ser humano. Y posiblemente en cada objeto.

Todo esto sin contar lo que permanece escondido bajo cualquier estadística. Preguntémonos cuántos casos de suicidio están sumergidos tras la noticia de algunos accidentes de tráfico, de extraños accidentes domésticos o laborales, de desapariciones no resueltas. O sencillamente, bajo el piadoso encubrimiento de los familiares y amigos de quien ha decidido quitarse de en medio. Un último homenaje al muerto es mantener el velo de "una larga enfermedad".

Preguntémonos entonces qué tipo de sociedad ha tenido que intentar tapiar todos los huecos por los que se cuela la gravedad (torre Eiffel y torre Madrid, viaducto de Segovia) para que la gente no pueda arrojarse al vacío. ¿Qué clase de desarme tecnológico y moral hace que sintamos tan incómodas las zonas de sombra y la ley analógica de los cuerpos? Igual ocurre con el silencio de los ángulos muertos, el aburrimiento de las esperas, el peso de la vida al desnudo.

No es tan extraño el oscurantismo numérico que rodea hoy al tema de la muerte no asistida. Échenle un ojo a las estadísticas, casi un auténtico galimatías. Y esa insistencia de los "expertos" en la depresión y el suicidio como una enfermedad, y no como el resultado de una voluntad de huida, de una responsabilidad personal en desaparecer.

De las vacaciones estivales a la emigración del fin de semana; de la cultura y el entretenimiento a las incansables App. de cualquier dispositivo smart. ¿En qué tipo de prisión vivimos para que la palabra evasión goce hoy de tanto prestigio?

Ignacio Castro Rey, Notas sobre el suicidio (1), fronteraD, 20/12/2014


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