L'amígdala cerebral, l'arxiu de la por.
Lorenzo Díaz-Mataix. / NYU |
Bajo la sombra de los
rascacielos de Manhattan, muy cerca de los 20.000 cadáveres sepultados
en un viejo cementerio oculto bajo el Washington Square Park, se
encuentra el laboratorio del miedo. Allí, bajo las órdenes del
neurocientífico y rockero estadounidense Joseph LeDoux, trabaja una
quincena de investigadores para intentar comprender por qué, por
ejemplo, una persona se queda paralizada al ver a un perro, traumatizada
por un huracán o muda al intentar hablar en público.
Uno de los miembros de esta brigada de élite del miedo,
empotrada en el Centro para la Ciencia Neural de la Universidad de
Nueva York, es el neurocientífico español Lorenzo Díaz-Mataix, que acaba
de identificar los mecanismos cerebrales que convierten las
experiencias desagradables en recuerdos imborrables durante años.
Díaz-Mataix se ha sumergido en el cráneo de cientos de ratas. En lo más profundo de sus cerebros, como
en los de los seres humanos, se esconde la amígdala, una región del
tamaño de una almendra en las personas a la que la comunidad científica
señala como almacén del miedo. Presuntamente, en ella se guardan durante
décadas los recuerdos de las vivencias traumáticas sufridas a lo largo
de la vida. Y por ella el grupo de rock de LeDoux se llama The Amygdaloids. Es el minúsculo archivo del terror en el kilo y medio de cerebro humano.
En 2010, salió a la luz el caso de una mujer estadounidense de 44
años con la amígdala completamente dañada por una rarísima enfermedad
genética. La mujer, conocida como SM para preservar su anonimato, era incapaz de sentir miedo.
Un grupo de investigadores encabezado por el psicólogo Justin
Feinstein, de la Universidad de Iowa, siguió su pista durante más de 20
años. Rodearon a SM de serpientes y arañas venenosas, vieron con ella
películas de terror como El resplandor y El silencio de los corderos,
la acompañaron a sanatorios abandonados supuestamente habitados por
fantasmas. Y nada. La mujer sin amígdala ni siquiera sintió miedo
cuando, caminando de noche por un parque solitario, un yonqui le puso un
cuchillo en la garganta y masculló: “Te voy a rajar, puta”. SM siguió
andando como si escuchara La Traviata.
Ahora, Díaz-Mataix ha iluminado ese enigmático cajón de recuerdos que
es la amígdala cerebral. Su investigación parte de una hipótesis
postulada en 1949 por el psicólogo canadiense Donald Hebb y sugerida hace
más de un siglo por el nobel español Santiago Ramón y Cajal. “Dos
células o sistemas de células que están repetidamente activas al mismo tiempo
tenderán a convertirse en 'asociadas', de manera que la actividad de
una facilitará la de la otra”, dejó escrito Hebb en su libro La organización de la conducta.
O, expresado de manera más simplificada, las neuronas de la amígdala
del cerebro humano que se excitan eléctricamente tras el ataque de un
perro permanecen conectadas durante años. Sus puentes eléctricos se
refuerzan. Ese sería el esqueleto del recuerdo.
El equipo de Díaz-Mataix ha demostrado que la teoría de Hebb es
cierta, al menos parcialmente, en los complejos cerebros de los
mamíferos. Su experimento, cuyos resultados se publican en la revista científica PNAS,
es una versión sofisticada del célebre perro de Pávlov, aquel can ruso
que se acostumbró a escuchar un metrónomo (sustituido por una campanita
en el imaginario colectivo) antes de comer y ya salivaba cada vez
que escuchaba el tic tac aunque no hubiera alimento. El investigador
español, en tándem con Josh Johansen, del Instituto RIKEN de Ciencias
del Cerebro en Japón, sometió a decenas de ratas a un pitido de 20
segundos rematado por una descarga
eléctrica de medio segundo. A partir de entonces, las ratas se quedaban
paralizadas cada vez que escuchaban ese sonido. En su cerebro quedó
grabado el miedo al chispazo.
Ahí empezó la sofisticación del experimento, gracias a una técnica
conocida como optogenética. Los investigadores instalaron genes de algas
sensibles a la luz a bordo de virus, que funcionan como taxis
microscópicos, y los inyectaron en los cráneos de las ratas. Una vez
insertados en las neuronas de los roedores, los genes eran capaces de
producir una proteína que funciona como un interruptor de la célula,
activándola o desactivándola en función de ráfagas de luz láser enviadas
por los científicos.
Las ratas con la amígdala cerebral apagada eran incapaces de recordar
el chispazo y carecían de conexiones reforzadas entre sus neuronas. Al
mismo tiempo, activar las amígdalas de ratas que no habían sufrido la
pequeña electrocución servía para generar miedo al pitido sin necesidad
de ningún tipo de shock. En este último caso, según los autores, era
necesario que se activaran también los receptores de noradrenalina, una
molécula cerebral implicada en los procesos de atención. Sin esta
activación, no había aprendizaje.
“Con una sola descarga eléctrica asociada a un pitido, las ratas ya
recuerdan la experiencia toda su vida. El cerebro hace esto para
afrontar los peligros. Un animal necesita aprender con una sola
oportunidad, porque quizá no tenga otra”, explica el neurocientífico.
El despacho del también español Luis de Lecea, profesor de
Psiquiatría en la Universidad de Stanford (EEUU), se encuentra a escasos
15 metros del laboratorio en el que se desarrolló la optogenética en
2004. Desde allí, De Lecea ha sido testigo de cómo esta técnica ha
revolucionado la investigación del cerebro humano. Las teorías de Hebb
ya se habían prácticamente confirmado “con rodajas de cerebro” de
roedores en el laboratorio, pero los experimentos de Díaz-Mataix son
“una demostración elegante” en mamíferos vivos, a juicio de De Lecea.
El neurocientífico español dibuja las posibles aplicaciones de sus
hallazgos. “En los enfermos con estrés postraumático, ansiedad o incluso
depresión, su cerebro no es capaz de aprender que lo que una vez fue
peligroso ya no lo es, y siguen respondiendo de forma exagerada”,
señala. Personas que han vivido guerras, accidentes graves, violaciones o
catástrofes naturales siguen sintiendo miedo y estrés una vez pasado el
peligro.
La comunidad científica internacional trabaja desde hace unos años en intentar borrar esos malos recuerdos.
Se basan en un proceso conocido como reconsolidación de la memoria.
“Cada vez que un recuerdo sale a la luz, se pone en un estado frágil que
hace que el cerebro pueda añadir cosas relevantes”, apunta Díaz-Mataix.
Cuando se abre el baúl de los recuerdos es el momento de modificarlos.
Si, por ejemplo, alguien va en un coche escuchando a todo volumen la canción Balada Boa
de Gusttavo Lima y se estampa contra un árbol, cada vez que escuche el
estribillo “Tchê tcherere tchê tchê” tendrá pavor. “Sin embargo, si cada
vez que la víctima va a un bar a tomar algo ponen esa canción, el
cerebro recupera el recuerdo y aprende que ya no es negativa. Eso es la
reconsolidación”, añade el investigador.
Este proceso se puede facilitar con fármacos que actúan sobre los
receptores de noradrenalina, como el propranolol, que ya se suministró a
víctimas del atentado del 11 de marzo de 2004 en Madrid. Los síntomas
de su trastorno de estrés agudo remitieron en el 64% de los casos, según
un estudio de la mutua Ibermutuamur.
Para Díaz-Mataix, es muy posible que el proceso para almacenar
recuerdos desagradables que han observado sea en realidad un mecanismo
general del sistema nervioso para generar otro tipo de recuerdos, ya
sean de asco, ira o alegría. “El problema es cómo estudiar estas
emociones primarias en una rata”, lamenta. Si tiene razón, será todavía
más cierta aquella sentencia de Ramón y Cajal: “Todo hombre puede ser,
si se lo propone, escultor de su propio cerebro”.
Manuel Ansede, Identificado el mecanismo que graba el miedo en el cerebro, El País, 14/12/2014
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