Quan la vida es converteix en el bé suprem? (Lipovetsky).


El Roto

Cuando el ser individual se define cada vez más por su relación con las cosas, cuando la búsqueda de dinero, la pasión por el bienestar y la propiedad son más importantes que el estatuto y el prestigio social, el concepto del honor y la suceptibilidad agresiva se debilitan, la vida se convierte en valor supremo, se debilita la obligación de no perder la dignidad. Ya no es vergonzoso no contestar una ofensa o una injuria: una moral del honor, origen de duelos, de belicosidad permanente y sangrienta, ha sido substituida por una moral de la utilidad propia, de la prudencia donde el encuentro del hombre con el hombre se realiza esencialmente bajo el signo de la indiferencia. Si en la sociedad tradicional el otro aparece de entrada como amigo o enemigo, en la sociedad moderna, se identifica generalmente con un extranjero anónimo que ni merece el riesgo de la violencia. «Posesión de uno mismo: evita los extremos; cuida de no tomar demasiado a pecho las ofensas, pues nunca son lo que parecían al principio», escribía Benjamín Franklin: el código del honor ha dejado paso al código pacífico de la «respetabilidad», por primera vez en la historia, se constituye una civilización en la que no está prescrito mantener desafíos, en la que el juicio del otro importa menos que mi interés estrictamente personal, en la que el reconocimiento social se disocia de la fuerza, de la sangre y de la muerte, de la violencia y del-desafío. Más generalmente el proceso individualista conlleva una reducción de la dimensión del desafío interpersonal: la lógica del reto, inseparable de la primacía holista y que durante milenios ha socializado a los individuos y a los grupos en un encaramiento antagonista, sucumbe poco a poco para convertirse en una relación antisocial. Provocar al otro, burlarse de él, aplastarlo simbólicamente, este tipo de relaciones está condenado a desaparecer cuando el código del honor deja paso al culto del interés individual y de la privacy. A medida que se eclipsa el código del honor, la vida y su conservación se afirman como ideales primeros mientras que el riesgo de la muerte deja de ser un valor, pelearse ya no es glorioso, el individuo atomizado se pelea cada vez menos y no porque esté «autocontrolado», más disciplinado que sus antepasados, sino porque la violencia ya no tiene un sentido social, ya no es el medio de afirmación y reconocimiento del individuo en un tiempo en que están sacralizadas la longevidad, el ahorro, el trabajo, la prudencia, la mesura. El proceso de civilización no es el efecto mecánico del poder o de la economía, coincide con la emergencia de finalidades sociales inéditas, con la desagregación individualista del cuerpo social y el nuevo significado de la relación interhumana a base de indiferencia. 


Con el orden individualista, los códigos de sangre se abandonan, la violencia pierde toda dignidad o legitimidad social, los hombres renuncian masivamente al uso de la fuerza privada para resolver su desacuerdos. Así se aclara la función verdadera del proceso de civilización: tal como demostró Tocqueville, a medida que los hombres se retiran en su esfera privada y no se preocupan más que de sí mismos, reclaman al Estado para que les asegure una protección más vigilante, más constante de su existencia. Esencialmente el proceso de civilización aumenta las prerrogativas y el poder del Estado: el Estado policial no es sólo el efecto de una dinámica autónoma del «monstruo frío», es deseado por los individuos aislados y pacíficos, aunque sea para denunciar regularmente su naturaleza represiva y sus excesos. Multiplicación de las leyes penales, aumentos de los efectivos y de los poderes de la policía, vigilancia sistemática de las poblaciones, son los efectos ineluctables de una sociedad en la que la violencia es desvalorizada y en la que simultáneamente aumenta la necesidad de seguridad pública. El Estado moderno ha creado a un individuo apartado socialmente de sus semejantes, pero éste a su vez genera por su aislamiento, su ausencia de belicosidad, y su miedo de la violencia, las condiciones constantes del aumento de la fuerza pública. Cuanto más los individuos se sienten libres de sí mismos, mayor es la demanda de una protección regular, segura, por parte de los órganos estatales; cuanto más se rechaza la brutalidad, más se requiere el incremento de las fuerzas de seguridad: la humanización de las costumbres puede pues interpretarse como un proceso que busca desposeer al individuo de los principios refractarios a la hegemonía del poder total, y al proyecto de poner a la sociedad bajo la tutela del Estado.(pàgs. 193-195).


Gilles Lipovetsky, La era del vacío, Anagrama, Barna 1986

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