L'origen de la pintura.
Las primeras palabras de
la cultura occidental sobre imágenes hechas por la mano del hombre nos
advierten categóricamente que las rechacemos:
No te harás ninguna imagen esculpida, ni ninguna
figura de cosa que esté arriba en los cielos, ni abajo en la tierra, ni en las
aguas debajo de la tierra. No te postrarás ante ella, ni las honrarás.
¿Por qué? ¿Qué lleva al Dios de la
Biblia a prohibir toda figura que guarde semejanza con lo creado, ya en el
Segundo Mandamiento, antes incluso de referirse al asesinato, al adulterio o al
robo?
Las imágenes nos atraen. El anhelo
de crear y contemplar semejanzas ha sido muy intenso a lo largo de toda la historia.
Durante los últimos seis mil años, su presencia en la sociedad humana ha sido
la norma, y su ausencia la excepción. Sin embargo, los Diez Mandamientos
impusieron un control sobre el deseo de crear semejanzas; aún así, hasta un
pueblo sometido a la ley de Moisés, como relata el Antiguo Testamento, tiene
que ser reiteradamente advertido para que no cree ni contemple “ídolos”. (…)
Para la Biblia, todo objeto creado
por el hombre con la intención de que se parezca a algo creado previamente por
Dios puede ser una imagen. Los profetas del Antiguo Testamento deploran el
hecho de que las personas, cuando crean estos objetos secundarios, pasen a
venerar la obra de sus propias manos. Al hacerlo, vuelven la espalda al creador
original de los objetos; de este modo, según denuncia la tradición hebrea,
contemplan lo que han hecho con sus propias manos como si fuera un dios
visible. Pero Dios es el creador, no lo creado, y no puede ser visto. Dios se
halla detrás de la vista.
Un texto judío del siglo I a. C.,
la Sabiduría de Salomón, se extiende
sobre la idolatría con desdeñoso estupor. Un carpintero saca un trozo de
madera, “lo modela con la experiencia de su arte, y le da figura de hombre”;
luego, tras fijarlo a la pared para evitar que se caiga, “pues es una imagen y
necesita ayuda”, el carpintero “por la vida implora a lo que está muerto”. No
os dejéis engañar, añade el autor, por “una figura embadurnada de colores
varios, el estéril trabajo de los pintores”.
El autor de estas palabras muy
probablemente estaba poniendo en entredicho la cultura visual que dominaba en
su época y que todavía mantiene su influencia en la nuestra: la de la antigua
Grecia. Las explicaciones que daban los griegos de la creación de imágenes y
sus orígenes son a primera vista muy distintas de la ofrecida por el autor de
la Sabiduría. En la leyenda recogida
por Plinio, por ejemplo, resultan casi sentimentales. Una doncella de Corinto
se estaba despidiendo de su amante, que se disponía a cruzar el mar; al fijarse
en la sombra que una vela proyectaba sobre la pared, cogió un trozo de carbón
del fuego y trazó su silueta. (…)
En la leyenda, el impulso de la
doncella corintia bastaba para iniciar la creación de figuras que se asemejaran
a lo real. Pero ese impulso estaba provocado por una ausencia inminente: la
partida de su amante. Para ella el dibujo era a todas luces un mal menor, un
sustituto: “tan sólo un cuadro”, diríamos hoy. En realidad, pese a todas sus
diferencias, los narradores griegos y los profetas hebreos comparten numerosas
premisas sobre las imágenes creadas por el hombre. Creen que una imagen no es
el objeto original, sino que se trata de –o debería se vista como- un sustituto
del mismo; y aun así, pese a todo, resulta fascinante por derecho propio,
ejerce un poder que atrae la mirada. En resumen, creen que la imagen se crea en
principio como cauce para los deseos humanos, pero que posteriormente los
desvía. (pàgs. 11-14)
Julian Bell, ¿Qué es la pintura? Representación y arte
moderno, Galaxia Gutenberg/Círculo de lectores, Barna 2001
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