Història i teatre (José Luis Pardo).
Si los hombres obrasen consciente y deliberadamente en función del “final
feliz” (“libro mayor”), y aunque para asegurárselo practicasen exclusivamente
la virtud, se llevarían una desagradable sorpresa: incluso aunque un Dios justo
quisiera otorgarles la felicidad que tiene reservada a los buenos no podría
hacerlo, puesto que estos hombres no habrían obrado bien, ya que sólo obra bien
quien obedece la ley moral únicamente por respeto al deber que en ella se
expresa (…), y no poniendo sus miras en la “recompensa” que de ello se seguirá,
de modo que no tendría más remedio que condenarles al infierno, a pesar que
hubiesen obrado conforme a la ley moral durante toda su vida, puesto que sus
motivos habrían sido inmorales(Kant)
(pàg. 127).
Acció i ficció. ¿Por qué decimos que en una ficción hay menos
realidad que en una acción, (…)? ¿Por qué la ficción, la imitación de la
acción, no es acción “de verdad”?
Fundamentalmente por esto: porque en la ficción, el curso de la acción
ya está escrito y previsto. Mientras
que en la acción el agente tiene que intentar cumplir la regla (que no está
escrita y no puede estarlo, puesto que sólo está viva en la acción, y la acción
no es una superficie sobre la que se pueda escribir) en un espacio y en un
tiempo que la regla misma no determina y que, por tanto, convierten en
contingente su cumplimiento o fracaso. La ficción, en cambio, es un texto
–incluso aunque no esté materialmente escrito- que lleva consigo su propio
espacio y su propio tiempo, razón por la cual siempre sucede de la misma manera
(…) Edipo es siempre el mismo Edipo y siempre termina igual. Y esto conlleva
una suerte de “fatalidad”: al suprimir de la acción la vez imprevisible e
irreversible en la que sucede (…), queda eliminada la “elección” del agente y
nada en verdad sucede en el escenario, es decir, los actos no se encadenan
sucesivamente (unos después de otros) sino que, por así decirlo, se dan una vez por todas o de una vez para siempre (pues siempre
que se repone la obra vuelven a darse idénticamente). (…) Y, hacia dado que la
actuación se desarrolla sobre el escenario de manera que se va precipitando hacia
un final conocido por los actores y al cual es su cometido llegar con buen pie,
este final impone a la representación un imperativo de coherencia (…). Esto es
lo que subraya oportunamente Aristóteles
al indicar que, mientras que en la historia las cosas suceden “unas después de
otras”, en la ficción poética lo hacen “unas a consecuencia de otras” (págs..
112-114).
La imitación (la ficción) solamente es peligrosa para aquellos que no
conocen su antídoto (esto es, la acción misma), lo cual sólo puede significar:
para aquellos que ignoran la diferencia entre producción y acción, para
aquellos que imaginan la acción como si estuviera (igual que en el teatro)
escrita de antemano y los hombres y sus conductas no fuesen más que
instrumentos para su ejecución, actores y no agentes (pàg. 116).
Aristóteles reconoce a la imitación (…) una función
terapéutica (la “catarsis” o “purificación emocional”), pero sólo a condición
de permanecer como imitación (es decir, de no querer confundirse con la acción
ni con la historia). Los hombres (aunque sean agentes libres) encuentran agradable o maravilloso y, en suma, bello el pensamiento de esa trama secreta
que dirige la historia, hallan en la ficción un consuelo imaginario para sus
desdichas reales de agentes libres, y el teatro se aviene a proporcionarles ese
fármaco del mal la acción y la historia cercana. Pero el fármaco no puede
administrarse, como diría Sócrates, sino a quienes están vacunados contra él
por su antídoto, a quienes, por ser agentes libres, saben perfectamente que se
trata de ficción y solamente de ficción (pàgs. 121-122).
Acció i producció. El escollo principal para degradar la acción a
la categoría de producción, bajo la forma de la presentación de lo acaecido en
el mundo como obediente a un propósito final tramado por los dioses y
perfectamente justo, es decir, para imponerle un argumento, reside en la
dificultad de conciliar la omnipotencia de los dioses autores del guión con la
libertad de los actores encargados de representarlo, pues sin esta última no
habría carácter, no habría ni buenos ni malos ni tampoco, en consecuencia,
justicia ni injusticia, sino simplemente locura y vanidad, capricho, afán de
destrucción y maldad (pàg. 167).
Agents i personatges (individus o
exemplars). Los personajes de
ficción no son individuos
particulares sino algo así como tipos,
ejemplares o especímenes. Encontramos aquí, pues, una relación íntima entre las
propiedades que atribuimos a la acción (alteridad, unicidad, irrepetibilidad,
fugacidad o fragilidad, contingencia, etc.) y la condición de genuinos
individuos que ostentan sus agentes (los “hombres libres”), pues un individuo
es siempre uno y a la vez radicalmente otro distinto de cualquiera de los
demás, irrepetible, fugaz, etc. Un agente encarna a una persona, un actor a un
personaje. Hamlet o Edipo son el mismo todas las veces –“dicen siempre lo
mismo”- no importa quién sea el actor que los represente o el director que
escenifique la función (…) (pàg. 114).
El perill de l’escriptura. Por tanto, la “fatalidad” de la escritura –que
por esta razón preocupaba tanto a Platón-
es que sólo puede presentar la acción como producción, es decir, retirándole
aquello que le es más propio (…), convirtiendo la vez (el dónde y el cuándo
reales) en un escenario infinitamente elástico y degradando la regla de la
acción en un simple regla (técnica) de producción, de imitación (pàgs.
114-115).
Nota 1: La desconfianza platónica hacia la escritura (Fedro) no es simplemente la de un
cascarrabias nostálgico: lo que Platón teme –y de ahí su invocación a la
memoria- es que los acontecimientos pierden su vigencia de tales y se
convierten en textos “poéticos” infinitamente repetibles e indiscutibles (…),
como números de circo en donde “no pasa nada (nuevo(“ y que pueden observarse
como espectáculos y certificarse por su capacidad para entretener a la
audiencia; teme que se pierda la distinción entre la acción y la ficción: un
problema que no tiene nada de “antiguo” ni de “nostálgico” sino más bien todo
lo contrario (pàg. 116).
Poetització de la història. Precisamente porque la poesía –íntimamente
trabada, como es patente, con la mitología religiosa está especializada en presentar
los hechos como obedientes a un “plan divino” (…), y precisamente porque la
poesía era en la antigua Grecia un instrumento educativo de primer orden, los
poetas se habían convertido (…) en los grandes justificadores de la historia (y, por tanto, en los grandes
exculpadores de las atrocidades cometidas en el ejercicio del poder de actuar,
de hacer historias. Esta es la razón de que la “confusión” entre poesía e
historia (…) no fuera un simple problema “teórico”: es un combate contra los
intentos de justificación de la historia (es decir, de canonizar lo ocurrido
como necesario e inevitable, pues para hacer eso es preciso nada menos que
abolir la acción en cuanto tal (…) Y ello nos dará una nueva ocasión para
apreciar los vínculos de la filosofía (…)
con la democracia, puesto que en una tiranía tanto el ejército del tirano como
su cohorte de poetas se encargarán de justificar la historia reduciéndola a
imitación, sin que ninguno de los receptores de estas ficciones pueda siquiera
notar su carácter de ficciones, pues les falta el antídoto (la capacidad de
acción libre) del que hablaba Platón
(pàg. 117).
Los especialistas en la justificación poética de la historia han sido,
después de Aristóteles,
principalmente teólogos “profesionales” o aficionados, inspirados sin duda en
el hecho de que, contra lo que sucedió en la teología griega antigua, en la
cristiana la historia –aunque se trate de “historia sagrada” y, por tanto, más
bien de poesía en prosa- sí tiene un
fin, que además es un final absoluto
y justo decretado por un Dios que, a diferencia del aristotélico primer motor,
ha creado el mundo, lo conoce y cuida de él. Esto, en sí mismo, como comprendió
Hegel, hace que esta justificación
poética de la historia tenga que ser una justificación de Dios, una de esas
teodiceas que Kant había condenado
–apresuradamente, por lo que se ve- al fracaso definitivo (pàgs. 166-167).
Cuando la historia se vuelve universal, cuando el tiempo se sincroniza
mundialmente, el final de la ficción, del consuelo y del letargo de los
“espectadores”, es también la resurrección de la acción (la gran acción
política generadora de los grandes hechos del mundo, liberada de las cadenas
del destino que producían la náusea de Hamlet). Pero este “final” de la ficción
o de la poesía no significa en absoluto su destierro del mundo (…). Si Napoleón
se siente capaz de relevar (y no
simplemente de jubilar) a Goethe es porque la poesía ha muerto de éxito: no ha sido substituida o
desplazada por la historia, sino que se ha realizado en ella, ha dejado de ser
ficción para convertirse en realidad (pàg. 188).
La historia realiza la poesía superando en su propia marcha la distinción
aristotélica (pàg. 188).
Hegel interpretó correctamente el gesto de Napoleón al
ver en él la transición de la teodicea desde las abstracciones más o menos
brillantes de los teólogos –que se esfuerzan en “aplicar” a la historia
categorías que serían propias de la poesía- a la práctica viva de la política
(y su continuación por otros medios), que se apropia de toda la imaginación y
de toda la esperanza, de todos los valores de futuro, pues se convierte en
creadora efectiva de valor y, por tanto, de futuro (¿qué hechos serán más susceptibles de convertirse en valores que los “hechos de armas”?): la
sangre derramada en las guerras funda las naciones sosteniéndolas sobre la
necesidad de no despilfarrar, de no traicionar, de atesorar y de capitalizar y,
por tanto, de recuperar con intereses en el porvenir el valor del sufrimiento
así padecido, que adquiere naturaleza de sacrificio y –nunca mejor dicho- cobra sentido, exactamente igual que, en
un drama, lo sucedido al principio (el asesinato de Layo) debe ser retenido
para cobrarse al final su deuda (pàg. 188).
El triunfo de Napoleón y de Hegel
(y la consiguiente derrota de Goethe) es el comienzo de la siempre actual crisis del teatro y de la no menos
insistente marginalidad de la poesía frente al arrollador triunfo de la
política (y de su continuación por otros medios): es que ahora el teatro es el
mundo, y la realidad, repitamos, supera
la ficción (ninguna historia de ficción es más interesante que la retransmisión en directo de un guerra mundial o
que la caída de las torres gemelas
“en vivo”). Es el final de la poesía debido a su desembocadura total en la
historia (y el de la religión por su relevo a manos de la política) (pàg. 191).
Caràcter (éthos). El carácter (éthos: ese territorio al que es
inmanente la distinción de lo bueno y lo malo, el territorio de la acción) es
lo que hace de los individuos algo más que especímenes o muestras, algo más que
medios o instrumentos, lo que garantiza su moralidad. (…) Para Aristóteles, en la narración o en el
teatro, como en la vida, “hay carácter si las palabras y las acciones
manifiestan una decisión, cualquiera que sea (…). Carácter es aquello que
manifiesta la decisión, “la complexión ética del personaje” (Poética, 1254 a). “Forjarse un carácter”
(…) es la única posibilidad de escapar al destino, a la tentación del destino, que es la gloria y la identidad, pero que
conduce fatalmente a la culpa y a la infelicidad (pàgs. 150-151).
Todos los “personajes de carácter” (aquellos que no tienen un destina y se
limitan a cumplir una función fija: el mayordomo, el bufón, la criada, etc. )
deben estar condenados a ser personajes secundarios, subordinados “al personaje
de destino” que protagoniza la narración y en cuyo servicio agotan su destino
(y muy a menudo su vida …) (pàg. 153).
Quien elige el destino pierde el carácter, quien elige la gloria pierde la
dicha (pàg. 168).
El sentit de la història. El obstáculo que siempre se ha opuesto a la idea
de un “sentido de la historia” (…) puede ahora superarse mediante el siguiente
procedimiento: (…) lo que para los agentes históricos inconscientes de su tarea
es desdicha y barbaridad es, para un espectador capaz de mirar con distancia,
congruencia y satisfacción (pàg. 192).
Si la tarea de Hegel es titánica
es porque él quiere aceptar el papel de ese poeta colosal que se enfrenta al
desafío de otorgar un sentido unitario y coherente a todo lo que ocurre en la historia,
borrando su apariencia como recipiente de disparates, despropósitos y
atrocidades (que era, como recordaba Spinoza,
la objeción permanente contra quienes sueñan con un “plan de Dios” que gobierna
el mundo) (pàg. 193).
Hemos de aprender a ver en los sucesos históricos la regla de producción de
esa coherencia que preside el desarrollo de los acontecimientos, del sentido
del argumento (pàg. 193).
Los individuos pierden así su particularidad y su carácter para convertirse
cada uno de ellos en género, en espécimen, en ejemplo y personaje que se
desarrolla en un ilimitado presente anagnóstico (pàg. 194).
Estos individuos no tienen derecho
a quejarse de su desdicha personal ni sus contemporáneos razón cuando les
acusen de haber obrado criminalmente. Ya no hay un palacio lleno de “mundos
posibles” distintos del real, pues ahora el real es el único posible y el
necesario. Al transferir la “lógica de la poesía” al terreno de la historia, Hegel amplía y confirma la pretensión
de Leibniz: que no se puede determinar
si el destino de un individuo ha sido o no justo si no es insertándolo en el conjunto al cual pertenece; y este
conjunto no es solamente su Ciudad o su Estado, ni siquiera es solamente el
mundo abstractamente considerado, sino toda
la humanidad del mundo en el detalle determinado de sus sucesos. Por eso,
esta justificación de Dios (que es justificación de toda la historia universal en cuanto tal) está blindada, no
solamente contra las reclamaciones de la felicidad (que desde el punto de vista
de la historia sólo produce “páginas en blanco”) sino también contra las de
aquella moralidad común del hombre cualquiera que en otro tiempo le parecía a Kant suficiente para refutar todo
intento de teodicea, pues este hombre se ha convertido ahora de tal forma en un cualquiera que ya no es capaz de
refutar nada (pàgs. 194-195).
Ahora todo lo real es verosímil, y todo lo verosímil real (Hegel, Introducción, Lecciones sobre la filosofía de la Historia
Universal). En los mundos posibles leibnizianos, no había otra cosa que
posibilidades abortadas e intenciones incumplidas, propósitos irrealizadoa y,
por tanto, y a fin de cuentas, irrealidad (pàg. 196).
La trama de la historia sólo es accesible a los hombres más poderosos del
mundo (“individuos histórico-mundiales”), únicos capaces de sopesar con
exactitud las consecuencias de cada acción histórica: esa excepcionalidad nos
impide juzgarles (pues nosotros no gozamos de su amplitud de miras. Como los
héroes trágicos, son infinitamente inimputables (pàgs. 196-97).
La razón es simple: dado que estos individuos excepcionales han salido de
los escenarios, son irresponsables ante todo tribunal humano como un actor es
irresponsable de los crímenes cometidos por su personaje, ya que fue la fuerza
irresistible del destino (o sea, del guión, del texto, del papel) lo que le
obligó a hacer todo aquello que hizo (visión de la historia tomada del teatro)
(pàg. 197).
En verdad, Hegel es “platónico”
en el sentido de que mantiene a toda costa la superioridad de la acción (hasta
el punto de querer convertir en acción a la propia imitación, de pretender
realizar la ficción en la vida), pero ya no lo es tanto en la medida en que la
acción a la que rinde culto es una forma disimulada de producción (las
ambiciones y pasiones de los individuos, que les empujan a la acción histórica,
son en realidad los instrumentos secretos de una producción divina o
espiritual) (pàg. 199).
Marxisme i filosofia de la història. Aunque es difícil de apreciar hasta qué punto el
propio Marx es consciente o
responsable de ello, el caso es que el marxismo destila también una “filosofía
de la historia” (y, por tanto, una cierta religión o una cierta poesía) cuyo
argumento se dirige progresiva e implacablemente hacia el desenlace de la
sociedad sin clases (…); si, los tiempos están cambiando; a ese cambio han de
subordinarse todas las acciones, y en términos de su valor para tal objetivo
han de contabilizarse todos los hechos. Esta filosofía tiene reservado a los
productores (“no deben repetir el pasado, deben construir el futuro”) el papel
del héroe protagonista que siempre se les había negado, quiere convertirlos a
ellos también en “individuos histórico-universales” (…) Para ello tiene que
escribirles un drama con un final rotundo (un final a la luz del cual queda
justificado ese inmenso cúmulo de dolor que se amontona en los cinturones
infrahumanos de las ciudades industriales y todos los episodios de su miseria
adquieren sentido …) y asignarles, también a ellos, un destino (“la clase
obrera, consciente de su misión histórica y heroicamente resuelta a obrar con
arreglo a ella…”) (pàgs. 237-238).
También Marx, en cuanto “propagandista”, se coloca virtualmente en el
futuro y advierte a los burgueses de las enormes pérdidas que les amenazan
desde el porvenir si no apuestan por la “realización” de ese valor potencial
(la fuerza del trabajo) que representa el proletariado: “No puede caber duda
sobre quién será a la postre el vencedor” (pàg. 238).
Interrupció de la història. El “sinsentido” de la ley moral (su completa
irrealizabilidad en el seno de las leyes de la naturaleza que el hombre no
puede soslayar) –no es algo que deba ser compasivamente “velado” por los
disimulos de la poesía y la religión sino que, bien al contrario, es
precisamente eso mismo lo que el arte y la religión (entendidos como formas de
conocimiento trágico) deben revelar: no es sentido –misterioso oculto,
incontrastable, pero a pesar de todo imaginable, esperable- de la historia,
sino precisamente su sentido, su total falta de argumento. Podríamos decir que
el proyecto de Nietzsche consiste en
liberar a la historia de esa estampa moderna que la dota de una irresistible
tensión hacia el final, hacia el “después” o hacia el resultado, hacia los
hechos, las consecuencias y los productos, de esa atracción del futuro –que Nietzsche identifica con “el espíritu
de venganza”, el afán de quien quiere reparar la afrenta y hacer justicia, que
todo cuadre y cada cosa esté en su sitio que produce la idea reguladora de
“progreso” (por acumulación de hechos valiosos) y que, ya tematizada en la
poética antigua, ha pasado insensiblemente del arte a la realidad, de la poesía
a la historia, de la imitación a la acción. La “muerte de Dios” aparece así
como emancipación de las cosas y de los individuos con respecto a ese “peso”
del final que hace que todo se oriente en ese sentido y que a él se sacrifique
la vida y la felicidad (pàgs. 298-299).
En todos los dramas de destino que tienen un “final feliz”, la felicidad es
lo que acontece “después del final” (o antes del principio, o sea que
propiamente no acontece), después de que la acción ha sufrido la conversión en
hecho, y por ello es –como sabiamente indicó Hegel- justamente lo que no está escrito. Se dice, es verdad, “y
fueron felices”, pero ¿por qué no se narra la felicidad y sí todas las
aventuras y desventuras que preceden al logro de la meta? ¿Es que la felicidad
es inenarrable? (pàg. 300).
De modo que, de acuerdo en esto con Nietzsche,
no ha de entenderse por “nihilismo” la conducta de quien “actúa por nada”, sin
sentido o vaciado de toda motivación (como una suerte de abúlico moral) sino
todo lo contrario, el comportamiento de quien todo lo somete y subordina al fin
final “poético-religioso” de cuya fuente manan todos los “valores” del orden
del destino, o sea al destino mismo como principio de orden que pone “cada cosa
en su sitio” y que, por el camino, va destruyendo toda clase de bienes y, por
tanto, prohibiéndose la felicidad hasta convertirla en algo completamente
imposible. Porque el hecho de que la última estación de llegada del tren de la
historia simplemente se llama “Nada” (…) (o sea, de que no haya nada capaz de
satisfacer el “ansia de consumo” despertada por el “ansia de producción”, como
ninguna venganza real puede igualar en grandeza a la imaginariamente deseada
para compensar la afrenta) no solamente no suena la máquina infernal de los destinos
o que, al contrario, la empuja hacia el infinito y la dota de una velocidad que
no tiene límites (pàgs. 301-302).
Y esto es también lo que permite a Nietzsche
declararse portavoz de un nuevo evangelio, de una nueva noticia a la que llama
“eterno retorno”, lo que le autoriza a concebir el nihilismo (que antes sólo
podía encararse con ánimo pesimista), no solamente como algo que hay que
combatir sino también como algo que hay que alimentar: para esta transformación
basta únicamente con un sutil desplazamiento de la tesis de que “el destino es la nada” a la de que “el destino es
nada”, nada es destino porque no hay tal cosa como una “estación de llegada” en
la historia (pàgs. 302-303).
Zaratustra, no menos que Jesucristo, ha venido al mundo a declarar el estado de felicidad, el
estado de gracia (pues la felicidad no puede ser más que eso, gracia), el
perdón de todas las faltas y la condonación de todas las deudas que el libro
mayor de la historia acumula en la columna del “debe” y, por tanto, a exhortar
a todo el mundo el abandono de sus afanes y sus tareas, del "pago y el
cobro de sus deudas (de su “yo”), de su actividad histórica de “labrarse un porvenir”
o de “forjarse un destino” ( es decir, una identidad narrativa) (pàg. 303).
Ha venido a liberar a los hombres del peso del futuro sobre sus vidas y de
la obligación de sacrificar su carácter y su felicidad al tiránico desenlace, a
invitarles a dejar su casa, su estirpe, su trabajo o su profesión para
liberarse del baldón que para sus existencias supone el tener que cargar con un
“sentido” que las orienta y vampiriza (pàg. 303).
Y nada es, en efecto, más revolucionario y antisocial –más rigurosamente:
anti-histórico- que esa actitud, pues esta felicidad graciosa, inocente,
significa cabalmente una interrupción de
la historia. Ésta es la causa de que Nietzsche
tenga que hablar, a este propósito, de “superhombre”, puesto que aquellos que
serían capaces de recibir ese “alegre mensaje”, de soportar la terrible y
asombrosa revelación del sinsentido de la historia y de sentirla como gracia,
como fortuna, como liberación, aquellos que serían capaces de reír a carcajadas
ante semejante descubrimiento –que todos los desvelos y bregas de los hombres,
todo ese “trabajar” en el cual Marx
creía haber hallado el origen del valor, todo eso era … ¡pura nada!-, aquellos
que serían aptos para resistir ese anuncio, aquellos aún no han nacido (pàg.
303).
L’abolició de la història. El cumplimiento de toda esta secuencia, en cada
una de cuyas etapas se ha pretendido justificar la historia y encontrarle un
sentido y un final que la dotase de coherencia es, según Nietzsche, lo que ha terminado por poner de manifiesto que esa
supuesta “realidad” no era más que “ficción”, y lo que ha producido el
crepúsculo de los ídolos, es decir, la caída de su pedestal de esa ficción que
se quiso hacer pasar durante tanto tiempo por la única verosímil o incluso por
la única que no era ficción (pàgs. 340-341).
Puesto que nada podrá librarnos del pasado -porque ha pasado y, no habiendo futuro que pueda borrarlo, ya no podrá
dejar de pasar, de retornar-, ni por tanto del dolor, hemos de aprender a llorarlo, pues el llanto es una suerte
de “descargo” o desahogo estético del sufrimiento; y claro está, también a reírlo, a reírnos de los disparates de
la historia. Y por eso no tenemos más recurso que convertirlo en ficción, (…)
hacer de ello un espectáculo (…) en donde misteriosamente el dolor de los
personajes se convierte en el placer de los espectadores (que no es,
obviamente, el placer sádico de ver sufrir a otros, sino el de poder llorar sus
padecimientos como si fueran nuestros, el de convertirnos en usuarios de su lamento y hacerlo propio)
(pàgs. 341-342).
Ante todo es preciso notar que quienes se resisten a que se haga cualquier
ficción o dramatización del dolor (quienes insisten en su carácter
irrepresentable, inimaginable) podrían estar (…) alimentando ese dolor sordo,
mudo, oclusivo, que carcome por dentro y empuja a la represalia, como si se
tratase de monopolizar el valor (de
futuro), la deuda cuyo cobro puede exigirse una y otra vez, de atesorar un
“capital moral” de victimismo capaz de justificar la peor atrocidad, de tal
manera que esa machacona obstinación en la “inverosimilitud” o en la
“inimaginabilidad” del dolor podría ser una prueba de que quienes la patrocinan
permanecen aún asidos a la estampa moderna de la historia y, por tanto, se
sienten portavoces y heraldos del destino (pues son ellos quienes están
“instrumentalizando” a las víctimas) (pàg. 342).
La “obstrucción” nietzscheana de la acción ( y su sustitución por la
“imitación”) tiene dos funciones: una la de impedir que el mundo se llene de
“víctimas de las víctimas”, la otra es la de retrotraer la injusticia que da
nacimiento al héroe de destino hacia lo que podríamos llamar una “justicia
originaria” que no tiene autor ni, por tanto, culpables (una vez más, aquello
que Kant decía a propósito de la
incongruencia entre las leyes de la libertad y las de la prosperidad y el
infortunio) y que en consecuencia no e susceptible de reparación alguna (“Dios
ha muerto”, y Él es único capaz de proporcionar esa reparación), lo cual habría
de persuadir a los “héroes” de la necesidad de estilizar su dolor (convertirlo
en espectáculo incluso para sí mismos) antes que pretender curarlo con menos
daños infligidos a terceros (pàg. 343).
A este respecto, podría decirse que ya en su origen la imitación es
inversión (como un reflejo especular) de la acción o, aún mejor, que la ficción es el revés de la realidad o
la acción puesta al revés, la historia patas arriba (…), el otro lado del espejo
(pàg. 343).
La historia –la que comenzó con Platón
y Aristóteles, tuvo a Leibniz y a Hegel en su mitad y acabó con los utilitaristas y darwinistas de
izquierdas y de derechas- ha terminado, el platonismo se ha “revelado” como
nihilismo gracias a Leibniz, Hegel y a sus epígonos utilitaristas y
darwinistas, el sentido de la historia se ha puesto involuntariamente al
descubierto como nada y, por lo
tanto, ya sólo queda su revés, su sombra (…), ya que sólo puede haber ficción
(pàgs. 343-344).
Así como la “realidad” –la historia, la acción- era lo que surgía
inevitablemente cuando se acababa la función del teatro, ahora es el teatro
mismo lo único que queda cuando se acaban la acción y la historia que ella
hace. (…) Ahora la ficción (…) ha secuestrado
la realidad, se ha llevado (…) a la esencia sin necesidad de “realizarse” (…),
ha suspendido eternamente la acción y ha interrumpido para siempre la historia
dejando únicamente la página en blanco, es decir, el escenario (pàg. 344).
Este es el sentido en el que tenemos que comprender la tesis deleuzeana de
que Nietzsche (y no Marx) es el verdadero antídoto de Hegel: este último, no menos que Marx, quería convertir el teatro en el
mundo, realizar la ficción y eliminar para siempre las ficciones, imitaciones; Nietzsche, justo al revés, convierte el mundo en un teatro, “ficcionaliza” la
realidad mudándola en mascarada (“sólo como fenómeno estético se justifican la
existencia y el mundo”). (…) De este modo cobra consistencia la tantas veces
citada afirmación nietzscheana de que “no hay hechos, sino interpretaciones”;
al dejar, como sugiere Deleuze, que
los simulacros suban a la superficie, desaparece la acción y ya sólo hay
actuación, performance (ejecución de
textos), todo es interpretación (en el sentido dramático y musical del
término), todo es imitación (pàgs. 344-345).
Pero ¿no es esto mismo lo que Hegel
hace con la historia, convertirla en texto? La cuestión es que Hegel se mantiene fiel a la noción
clásica de poesía (“imitación de la acción”): su “poesía” imita tan bien la
acción que se convierte en acción
histórica, trata tan perfectamente de lo posible que se realiza en el mundo en forma de Grandes Hechos de la Historia
Universal (pasa, por así decirlo, del texto a la acción) (pàg. 345).
Al contrario, la poesía nietzscheana no puede ser imitación de la acción
puesto que ha suprimido de entrada la acción, ya que toda (aparente) acción es
ya originariamente imitación, actuación, interpretación, teatro, ficción sin
primera vez, sin después, sin porvenir (y, por tanto, sin posibilidad de
convertirse en historia, de realizarse en el mundo “verdadero”) (pàg. 345).
En lugar de oponerse a la “poetización” de la historia –la que se empeña en
narrarnos las cosas sucedidas en ella “unas a consecuencia de las otras” y
conforme a un fin- y, por tanto, de devolverle a la historia su condición
inconsecuente, en lugar de restaurar la acción derogando esos “hechos” que
acaban convirtiéndose en “valores” del destino, Nietzsche decide suprimir la
acción misma (la praxis, la khrêsis, la elección) y, por tanto, la
historia, el “unas cosas después de otras” (nota 1,pàg. 345).
Si se aniquila la acción (sustituyéndola por la simple actuación, por la
ficción), ésta ya no podrá tener consecuencias históricas (como no las tiene
una interpretación teatral) y, por tanto, los hechos quedarán inmediatamente
abolidos (todo pasa, por así decirlo, de la acción al texto) (pàgs. 345-346).
Allí donde todo es teatro no hay peligro de que la ficción desemboque en la
realidad o se realice en la historia, que ha quedado definitivamente “superada”
y “abolida” por ella (pàg. 346).
José Luis Pardo, Esto no es
música, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, Barna 2007
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