Nietzsche contra l'estampa moderna de la història (José Luis Pardo).

Nietzsche

Valor. “Creación de valor” no significa para Nietzsche valoración o evaluación, significa creación de valor de los valores, es decir, creación de aquello que hace valor a lo que vale y que Kant llamaba “ley” (pàg. 296).

La formulación de juicios de valor es siempre para Nietzsche una actividad servil en la medida en que se atiene a una “validez” previamente establecida, la de la ley (…), mientras que la creación de valor es legislación originaria, es creación sin reglas porque es creación de reglas. (…) Nietzsche no pertenece menos que Hume, Kant, Hegel o Marx a la era del “giro copernicano” y, por tanto, se apresta como ellos (y hasta se diría que aún más que ellos) a denunciar todas esas “falacias naturalistas” que pretender deducir el valor a partir de los hechos y a mostrar el origen subjetivo de todo ese “valor” atribuido a lo objetivo, sin embargo, si las críticas de sus “predecesores” le parecen tibias y timoratas es porque todos ellos acaban encontrando algún hecho en el origen del valor, aunque sea un hecho psicológico (los sentimientos morales y estéticos en Hume), un hecho moral (el factum de la libertad en Kant), un hecho histórico-metafísico (el “trabajo de lo negativo” en Hegel) o un hecho social (el trabajo en cuanto creador de plus-valor en Marx); así como Marx se había aprovechado de la labor de Smith y Ricardo (…) para alumbrar el concepto de “fuerza de trabajo” (…), Nietzsche se sirve de la obra de Schopenhauer para determinar la noción pura de una “fuerza de valorar” igualmente abstracta, indiferenciada y descualificada (la voluntad de poder): en el origen del valor no hay “hecho” alguno (…) más que el simple y mero querer y arbitrario (por eso no hay hechos, sino interpretaciones). La “voluntad de poder” (que es quien legisla y crea) es por tanto (para Nietzsche) el nombre propio de la cosa-en-si cuando esta se rebela contra (y se emancipa de) todo intento de “racionalizarla” (pàgs. 296-297).

El “hombre”, como resultado de la historia, efectivamente acontecida, es precisamente producto de la inhibición de la pregunta por el origen del valor y del sentido, primero bajo la forma de un Dios que, al parecer anticipadamente como fuente inagotable de sentido y valor y como respuesta definitiva a cualquier pregunta, impide su formulación, y después bajo la forma de una “restricción crítica” (la que aparta a la “cosa-en-si” del orden regular de los fenómenos o la que prohíbe todo conocimiento empírico o teórico de la libertad) que conserva la religión y la poesía como formas residuales de consuelo ante lo inescrutable precisamente porque no soportaría de ningún modo hacer frente al sinsentido (y, en consecuencia de esa inhibición, los hombres siguen atados como bueyes al carro del sentido de la historia a pesar de todas las evidencias contra la existencia de tal sentido, a pesar de la “inverosimilitud” de la trama conspiratoria denunciada por Spinoza (pàgs. 303-304).

Etern retorn. Para poder escuchar la palabra de Zaratustra, para que la noticia de la muerte de Dios surta efecto, hace falta que el hombre nazca más allá de esos límites y que abandone lo que Kant había llamado su “culpable minoría de edad”, que alcance la estatura suficiente como para ponerse a la altura del secreto que la “cosa-en-si” está dispuesto a revelarle, el secreto de la total falta de sentido de la historia y de la total falta de valor de los valores (…). “Eterno retorno” designa, pues, una experiencia de la temporalidad sin futuro, sin desenlace, sin libro mayor ni cuenta de resultados, una experiencia en la cual el dolor no puede ser justificado como una inversión a largo plazo (pàg. 304).

Sería sencillo decir que el procedimiento de Nietzsche para librar a los hombres del peso del destino es simplista: el “eterno retorno” es una experiencia del tiempo sin futuro porque en ella todo es pasado, todo ha pasado ya y se limita a retornar lo cual convierte la “diversión” en algo mortalmente aburrido (pàg. 307).

La “repetición” aquí involucrada no remite a una “primera vez”. Ahora bien, ¿de qué clase de cosas puede decirse que carecen de primera vez y que se dan siempre como ya repetidas, como si ya en su principio hubiesen sido imitaciones y como si a propósito de ellas no hubiese un “original” ni tuviera sentido hablar de “primera vez”? Tiene que tratarse de ese tipo de cosas que dicen “siempre lo mismo”, en palabras de Platón, de esas cosas que son originariamente mímêsis, artificio, imagen o simulacro. “Ficciones”, sí. Todo lo que queda de ese modo liberado del peso del futuro pierde el espesor de lo real y adquiere el ligerísimo estatuto de la ficción, del simulacro, de la imitación o del texto (pàgs. 307-308).

La fórmula magistral  de Nietzsche para “curar” al hombre de esa adicción (sanar a los hombres de la enfermedad de la historia) es la supresión del futuro. Y un mundo sin futuro es un mundo en el cual el dolor no puede ser compensado, en donde el sufrimiento de los inocentes no puede alcanzar reparación, en donde hay un antes que ningún después podrá justificar o indemnizar, del cual jamás podremos librarnos y que volverá eternamente. Para consolarles de ese cruel destino, Zaratustra prometió a los hombres una lección: enseñar a la voluntad a querer hacia atrás (…) (pàgs. 341-342).

Contra Hegel. Deleuze sostiene que el verdadero enemigo de Nietzsche, aunque apenas lo nombre en sus escritos, es Hegel, y que es contra él contra quien principalmente va dirigida, aún más que contra Platón, la operación de “inversión del platonismo”. Esto, sin embargo, nos crea inmediatamente una perplejidad: ¿no era Marx quien se había propuesto “darle la vuelta a Hegel”? Ciertamente, pero “este darle la vuelta a Hegel” que defendía Marx significaba poner Hegel al derecho, enderezar lo que en él estaba originariamente invertido. Y lo poco que Marx escribió sobre esto nos sugiere que en su caso se trataba de convertir en causa aquello (la realidad histórica material) que Hegel consideraba como efecto del “espíritu”, haciendo de este “espíritu” la consecuencia de la realidad histórica (o, mejor, de la producción histórica de realidad social humana). Mas (…) la filosofía de la historia de Hegel ya es en sí misma una subversión, pues se propone hacer algo que hemos resumido como “realizar el teatro en el mundo”, sacar a Edipo y a Hamlet de los escenarios (y convertirlos) en personajes históricos reales, haciendo realidad la ficción del destino, convirtiendo la trama de las fábulas en el sentido de la historia. Y su desenlace en la finalidad del mundo (pàgs. 331-332).

Lo que Deleuze –con mayor o menor razón en lo que se refiere a Platón- llama platonismo es, por tanto, la persistencia de esa fábula del sentido de la historia como coartada para mantener a los simulacros enterrados en los sótanos de la representación y como justificación inmunda del sufrimiento inútil (pàgs. 339-340).

Lo que Nietzsche llama “platonismo” (y con él Deleuze) –aunque está por ver que tenga algo que ver con Platón- designa la peor de todas las ficciones (…), a saber, aquella que mantiene que hay algo más (y mejor) que la ficción, algo con respecto a lo cual la ficción debe ser juzgada (y valorada como “verosímil” o como “fantástica”) (pàg. 352).

Según Deleuze, la “ilusión” platónica consiste en la creencia de que se puede progresar desde la condición de proletario hasta la de propietario, que a fuerza de trabajar esforzadamente y sacrificadamente pueden alcanzarse la dignidad y la felicidad; y esa nueva “ilusión” es la que hace que –por así decirlo- los mismos proletarios se hagan burgueses (…), la que selecciona, de entre ellos, a quienes se someten dócilmente a la regla de la nueva alianza y excluye a aquellos que se resisten obstinadamente a ella, que son propiamente hablando los simulacros, los que jamás se asemejarán a los verdaderos trabajadores (es decir, los burgueses) (pàg. 352).

Lo que le interesa a Deleuze es la distinción “micropolítica” entre la izquierda de izquierdas –la izquierda “fantástica” o fantasmal, que pide lo imposible, lo inverosímil, y que por tanto es incompatible con el sistema y verdaderamente rebelde frente a él- y la izquierda de derechas –el proletariado enclasado y moralizado, la izquierda posibilista y integrada que no pide más que lo posible, lo verosímil, y que en consecuencia desempeña un papel de legitimación drel “sistema (pàgs. 352-353).

Deleuze está llamando “platonismo” a la causa profunda de que el pensamiento occidental (a su modo de ver) no ha conseguido ser, a lo largo de toda su historia, suficientemente radical, suficientemente revolucionario (pàg. 353).

Mort de Déu. Lo que Nietzsche llama “la muerte de Dios” no es un acontecimiento susceptible de ser fechado en la historia. Y no porque no haya sucedido nunca, sino al contrario, porque no ha dejado de suceder a lo largo de los tiempos. La muerte de Dios ocurre cada vez que en el mundo sufren los inocentes, porque en ese mismo momento la fábula de que un Dios bueno gobierna el curso de los hechos se torna insostenible y el propio Dios se convierte en inverosímil. Pero si, como observaba Spinoza, esta fábula se ha mantenido en cartel durante tantos años a pesar de las constantes críticas de los doctos contra su vulgaridad y su carácter increíble (…), si esta incoherencia no ha impedido a los hombres refugiarse una y otra vez en el “asilo de la ignorancia” (que es como Spinoza denomina a la superstición de la existencia de un “plan de Dios” que gobierna la historia) y el propio Dios no ha dejado de resurgir de cada una de sus muertes, es porque la idea de que el sufrimiento de los inocentes ha sido para nada, de que el dolor inmerecido no encontrará ninguna compensación futura es una idea humanamente insoportable (para soportarla haría falta ser más que un hombre, superar lo humano) (pàg. 337).

Superhome. De hecho, el principal motivo de la desconfianza, la náusea y el hastío que Nietzsche dice sentir hacia el “hombre” (y, por tanto, también el principal motivo de su recurso al superhombre) se debe a que el “yo” del hombre, su ipse o su “identidad narrativa”, se ha constituido hasta hoy por el procedimiento de atribuir al dolor un sentido y un valor: canje del dolor por el valor (futuro), sacrificio que exige resarcimiento y, por tanto, demanda de un porvenir en el cual cobrar su recompensa, para que cuadren las cuentas y cada uno reciba y “coma” lo que merece según su “trabajo”, la satisfacción completa del hombre y la sed de justicia, ni un céntimo más ni uno menos; transformación del sufrimiento en sentido al modo de una deuda que pueda saldarse, siendo ese saldo el “fin” que tira de la narración y confiere a la historia un argumento significativo y lo que corroe la propia narratividad con la enfermedad que Nietzsche consideraba producida por “el … de la venganza”, que da derecho a “continuar la historia” de los hechos de sangre hasta obtener una satisfacción plena (que acabará siendo la más plena nada); sentido y valor que el yo hereda día tras día de sí mismo y transmite a sus descendientes en forma de identidad narrativa, de continuidad de linaje, de ipse o de “destino” que marca su servicio al futuro como la señal de pertenencia a la famiglia marca la obligación marca la obligación de persistir en la rueda de la vendetta para la mafia siciliana (pàgs. 337-338).

Seleccionar a los pretendientes es algo semejante a distinguir a quienes se mueven al son del pulso fundamental de la historia de aquellos otros que improvisan en los márgenes del acento rítmico. Cuando la hija se rebela “contra el padre”, se está rebelando contra su linaje y contra su herencia, está rechazando su identidad narrativa, se está negando a continuar la estirpe, a dedicar su vida a la misión de justificar el sufrimiento de sus antepasados, está apostando por detener la historia (pues, como diría bien Hegel, solamente esas páginas en blanco que la historia no registra contienen la felicidad, solamente deteniendo la historia es posible la “diversión”) (pàg. 338).

Si esta “felicidad” parece reservada al superhombre es porque implica la capacidad sobrehumana de soportar el sufrimiento sin la esperanza de una compensación futura, la fuerza de aceptar que el dolor no tiene sentido ni valor alguno y que nada nos librará de él (…) (pàg. 338).

¿Cómo podemos soportar ese dolor irremediable sin que nuestras almas sean carcomidas por el bando de la venganza, sin que se convierta en resentimiento que busque un culpable dejando un nuevo rastro de sangre y de afrentas, sin que se torne mala conciencia que encuentre esa culpa en sí misma (…) o se transforme en ideal ascético que haga de él un valor que nos otorgue un derecho, una legitimidad para prolongar la siguiente pelea de las venganzas? (pàgs. 338-339).

El dolor i el “món verdader” dels filòsofs. El dolor ha sido, en la historia, el bajo continuo que, al no poder ser eliminado, se utilizaba como combustible para que la narración continuase su marcha hacia el balance final, para que los hombres se atasen gustosamente al carro del destino y sacrificasen en su ara todo rasgo de carácter, pero que se ha procurado por todos los medios embellecer y amortiguar con la (…) promesa de un futuro de plenitud y satisfacción de las deudas (y el dinero no es más que la forma moderna que adopta la “indemnización”, razón por la cual, no computa cuál sea su cuantía, nunca es suficiente para cerrar las llagas, como ninguna venganza real sobre los enemigos es comparable a la que el resentimiento ha dibujado en la imaginación durante el tiempo de espera) (pàg. 339).

Lo que anima a la filosofía de la historia de Hegel: la promesa de que todo el dolor de la historia del mundo, toda “la masa concreta del mal”, serán redimidos, compensados, justificados.

Lo que anima a la filosofía de la historia de Marx: la esperanza de que todos los sufrimientos del proletariado habrán tenido finalmente un sentido, un valor, un provecho como etapas hacia la sociedad sin clases (pàg. 340).

Nietzsche “comprende” que los hombres hayan tenido que inventar la fábula de una sucesión consecuente de hechos ordenados hacia un final feliz y justo, equilibrado y bien cuadrado, como un narcótico capaz de hacerles olvidar el horror de ese “conocimiento trágico” (que la historia carece por completo de sentido y justificación). Lo único que Nietzsche no “perdona” a los hombres es que hayan declarado esa fábula como la única ficción verosímil, aquella en la que obligatoriamente hay que creer, y que incluso le hayan otorgado el pomposo título de “realidad” o de “mundo verdadero” (pàg. 340).

A ese “mundo verdadero” es, según Nietzsche, a lo que Platón y Aristóteles llamaban “el bien”, a lo que Leibniz llamaba “mundo real” (el mejor de los mundos, por contraposición a los demás posibles y a los imposibles), a lo que Hegel y darwinistas de derechas y de izquierdas consagraron en términos de “sociedad” (la sociedad moderna o industrial considerada como etapa final de la evolución histórica de la humanidad) (pàg. 340).

Nietzsche, como buen helenista, sabe perfectamente que los “hechos” –las consecuencias de la acción en las cuales ésta queda (…) traducida al saldo de su valor para el progreso histórico hacia el destino final- son el veneno con el cual los teólogos modernos han intoxicado la existencia de los hombres, creándoles constantemente deudas para cuya satisfacción no puedan dejar de trabajar y sacrificarse (pàg. 345).

José Luis Pardo, Esto no es música, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, Barna 2007

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