El valor de les humanitats.
Las humanidades no se transforman con facilidad ni en tecnología ni en rentas. Pero puede que en esa misma limitación radique el valor de la educación humanística. No viene ésta a poner remedio a falta de conocimiento alguna, pues no es la falta de conocimientos lo que le hace a uno peor: en efecto, al no tener el conocimiento humanístico ninguna salida tecnológica, el no poseer determinados conocimientos humanísticos no nos incapacita para ir llevando una vida, aunque no sea buena. Se trata, en cambio, de que esa clase de educación mira a la corrección de la actitud que se encuentra en el origen de la falta de conocimientos. No nos dice: “tienes que saber esto”, sino que nos aclara que el ignorar ciertas cosas no es algo que dependa de nuestra inteligencia, sino que depende de nuestra actitud frente al mundo y frente a la humanidad que forma parte de él. La educación humanística no trataría de colmar ninguna laguna específica del conocimiento ―algo que, por otra parte, sería un esfuerzo inane, vista la imposibilidad de colmarlas todas, al punto que cabría preguntarse: “¿por qué hemos de colmar ésta y no otra cualquiera?”― sino que viene a corregir una actitud de desentendimiento del hombre con respecto a los hombres, pues lo que nos hace malos no es la ignorancia sino el no querer ver, el no querer saber.
La más radical indexación negativa de la actitud del ciego que no quiere
ver fue expresada con claridad por nuestros antiguos: homo sum, humani nil a me alienum puto…
Cabría preguntarse, todavía, por qué las humanidades estarían en mejores
condiciones que otros saberes para inocular en los individuos esa actitud de
implicación descrita por Terencio. La respuesta podría adoptar una de estas
tres formas.
Primera: Que los saberes humanísticos no pueden no interpelar nuestra
urdimbre moral. Éstos no observan los
objetos inertes de las ciencias naturales (que con frecuencia son o demasiado
dúctiles o demasiado refractarios a la observación), sino que estudian objetos
que genuinamente “objetan”, que tienen su propia visión, su propia conciencia y
su propia teoría de la situación (una teoría que suele incluir al observador),
y que, en la medida en que no se dejarán dar un nombre con facilidad,
inevitablemente reconducirán todo aprendizaje humanístico hacia el problema
fundamental de las relaciones humanas, que no es otro que el del
reconocimiento: el de las relaciones entre hombres que observan y son
observados, que comprenden o no comprenden, y que son comprendidos o
incomprendidos.
Segunda: A tenor de lo dicho, habríamos situado a las humanidades como el
vestíbulo de todo programa. En la medida en que la trama de la interacción social
no está urdida con material cognitivo sino con actitudes morales, podemos
afirmar que no hay posibilidad de comprender el mundo, y de actuar en él como
sujetos reconocibles, sin haber incorporado a nuestra propia comprensión la
radical objetividad de la perspectiva del otro.
Tercera: Cosificar al otro es algo más que la manifestación de un déficit
educativo o de una deformidad moral: equivale a olvidarse de reconocer que el
otro, en la medida en que es sujeto de fines, ha de encontrarse siempre entre
los fines ―y no entre los medios― de nuestra propia acción en el mundo. Y esa
es ―precisamente― la tarea de educación moral que las humanidades llevan a
cabo.
Si el hombre es el fin de la educación, la educación no puede ser más que
un medio al servicio del hombre. Ahora
bien, el hombre contemporáneo, que hizo de la educación un medio para otros
fines más crematísticos, descubre ahora que el propio sistema educativo ha
hecho del hombre un medio que tiene al hombre en cuenta más que como mercancía…
El papel del hombre en los sistemas educativos no es muy distinto del que
desempeña en las otras redes sociales:
creíamos que éramos los usuarios de un servicio, cuando en realidad no somos
más que las mercancías. He ahí nuestra tragedia. Igual que en los mercados de
trabajo o en las otras redes sociales, en las que el valor de cada individuo no
depende de lo que éste hace sino de lo que éste es, en la educación, también,
cuenta sólo el conocimiento aplicable a la rentabilidad, aunque el ser humano
quede convertido en una pieza sustituible del engranaje productivo. Ese modelo
asiático ―llamémoslo de mercado sin
democracia― es en realidad un viejo sueño liberal conservador: no pienso,
luego no me rebelo. Bajo un régimen así, con todos sus súbditos demasiado
ocupados en, simplemente, sobrevivir, ¿quién necesita ciudadanos críticos?
Ávidos de dinero, los gobiernos de todas las latitudes desprecian los saberes
no tecnológicos sin reparar en la diferencia entre información, conocimiento y
sabiduría; y, peor aún, sin darse cuenta de que las aptitudes que se adquieren
con la enseñanza humanística se transforman en actitudes esenciales para la
supervivencia de la democracia.
Mientras las políticas públicas cortocircuitan esta conexión, universidades
y centros educativos pierden (como vienen repitiendo Martha Nussbaum, o Jordi
Llovet) una de sus funciones fundamentales... que era la de fomentar el
debate público sobre lo que concierne a todos, la de procurar la crítica de la
tradición y del statu quo. Pero no;
la política es cada vez más invisible en los medios (que, en su lugar, sirven a
los ciudadanos dosis variables de sensacionalismo, miedo y deporte televisado)
y cada vez más el coto cerrado de unos pocos que, de añadidura, buscan
presentarse como non-partisan. Caemos
en la cuenta de lo mismo cuando observamos cómo el estudio de las humanidades
está siendo abandonado de forma abierta o encubierta en todos los niveles
educativos de casi todos los países del mundo. Se promueven las destrezas
técnicas a expensas de las humanidades creyendo que así se dota a los alumnos
de capacidades rentables y prácticas,
al tiempo que se les priva de las habilidades necesarias para el pensamiento
crítico. Se pierde así de vista que las humanidades ―al tiempo que cruciales
para la educación ciudadana en un estado democrático― son también la llave
hacia un porvenir de valores esenciales compartidos y de bienestar material.
Cuando el sistema educativo descuida el pensamiento crítico, la empatía y la
comprensión de la injusticia, estamos socavando los cimientos de la sociedad
democrática. La comprensión de la experiencia del otro es clave, pues en la
incapacidad, o en la negativa, a entender a los otros como seres humanos se
encuentra uno de los orígenes del totalitarismo.
Ciertos enfoques muy populares
buscan hoy suprimir las humanidades. No se buscan ciudadanos capaces de pensar
sino expertos que cumplan con los
recados que las elites les encomienden. Incluido, naturalmente, el encargo de
mantener en la ignorancia o en la conmoción al grueso de la ciudadanía. Una
prueba indirecta de ello bien podría ser que el deterioro de nuestros sistemas
educativos parece correr parejo a la renuncia ―que se exhibe de forma cada vez
más descocada― por parte de las autoridades a que el sistema educativo tenga
por objetivo que los ciudadanos comprendan realmente el funcionamiento del
sistema económico, político y social. Eso es mucho peor que simplemente
“desinvertir” en educación, porque implica asumir que no es ni “práctico” ni
“útil” que los ciudadanos entiendan el funcionamiento del sistema: que es mejor
que se desentiendan de cuanto no puedan comprender.
A muchos ciudadanos nos parece importante, en cambio, defender que nadie se
desentienda de lo común; reivindicar que si los grandes problemas nos
conciernen a todos, entonces todos debemos ver reconocido nuestro derecho a
participar en la discusión sobre cómo hemos de resolverlos, en lugar de dejar
el asunto en manos de una oscura comisión de expertos. ¿No es eso la
democracia? Pero la democracia estará contra la pared si no somos capaces de
transmitir a los jóvenes los valores de la responsabilidad, el reconocimiento
del otro, y el compromiso con el bienestar de todos, con lo común. Nunca el
futuro de las sociedades democráticas dependió tanto como hoy del futuro de la
educación.
Leopoldo Moscoso, Agnotología
y educación ciudadana, Ediciones Contratiempo, Febrero 2014
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