Ningú no vol ser l´últim.
Josep Pla |
Una de las características definitorias del gran escritor catalán Josep Pla es su agudísima sensibilidad para captar la realidad de las relaciones humanas que suele esconderse tras múltiples velos culturales o ideológicos. Sus cuadernos de notas aparecen así trufados de observaciones acerca de lo que, en principio, podría pensarse que no son sino pequeños detalles, mínimos aspectos del mundo de los hombres, pero que, cuando alguien como Pla nos hace caer en la cuenta, resultan ser de importancia para entenderlo y orientarse en él. Un ejemplo de “pequeña” observación, que aparece en sus Notas dispersas, es la siguiente:
“Una de las cosas más curiosas de este país es la enorme cantidad de pobres que tiene la misma alma que los ricos —que desprecian a los demás pobres como los desprecian los ricos—”.
Y antes de seguir hay que advertir que no hay que llamarse a engaño
con la referencia a “este país” porque si bien Pla gusta de referirse de
modo explícito al microcosmos que conforman los pueblos de la Cataluña
rural, sus observaciones aspiran las más de las veces a tener un alcance
universal. Que es lo que pasaría, en mi opinión, en este caso. El
desprecio de muchos de los pobres por los de su condición no sería una
anomalía, algo exclusivo de los payeses del Ampurdán, de los catalanes o
de los españoles, sino que, para los que pensamos que Pla anda en lo
cierto, estaría siempre presente en mayor o menor grado en el modo de
proceder de los pobres entre sí en toda sociedad estructurada
posicionalmente siguiendo un criterio económico: el de tanto tienes,
tanto vales. Y el asunto no es baladí, pues frente a la supuesta
“solidaridad de clase” que tantos políticos y analistas suponen que la
mayoría de los pobres se guardan siempre entre sí y que debería regir su
comportamiento político en las urnas, lo que se sigue de una
apreciación como la de Pla apuntaría a que tal cosa, cuando se da, no
sería ni habitual ni mayoritaria, sino en todo caso fruto de un
“trabajo” educativo o político que buscase crearla modificando esa
propensión al desprecio entre los de abajo.
Pues bien, puede que sea “normal” o “explicable” que los individuos
de estatus económicamente inferior tengan una deferencia con los de
clase superior. De igual manera, también puede parecer “normal” que los
de estatus superior “minusvaloren” a los de estatus inferior. Son
comportamientos que es incluso posible que estén insertos en nuestro
código genético, como parecería seguirse de la observación de que son
formas de actuar que compartimos con nuestros “primos” biológicos, tal y
como aparecen repetidamente en ese ejemplo de ciencia social que es la Política de los chimpancés
de Frans de Waal. Pero lo que parecería ser exclusivamente humano,
demasiado humano, sería ese desaprecio que muchos de los de abajo se
guardan entre sí, y del que no es infrecuente encontrar manifestaciones
por doquier.
Una posible explicación a ese desprecio podría venir de la mano de
una reflexión de Rafael Sánchez Ferlosio, quien hace algunos años
señalaba cómo el comportamiento en el consumo de bienes conspicuos por
parte de los pobres estaba dirigido por la imperiosa necesidad que cada
uno de ellos sentía por mantener una distancia posicional con el resto,
ya que, en los estratos sociales más bajos el “no ser menos” equivale a
“no ser menos que los últimos”, pues por debajo no queda, socialmente,
más que el suelo: “no ser nadie”, “ser un muerto de hambre” (La mano visible,
EL PAÍS, 26-10-1992). Anhelo este de distinción de los pobres entre sí
que, condenado inevitablemente al fracaso para la mayoría y más en una
situación de crisis económica, llevaría a muchos de ellos, como modo de
compensar psicológicamente ese fracaso, al desprecio de los de que están
en igual o parecida situación.
Uno de los ejemplos que validan la tesis de Pla es el experimento ya
clásico de la Psicología Social llevado a cabo por A. N. Doob y A. E.
Gross en 1968 en el que analizaban la reacción de unos conductores ante
un anodino hecho cotidiano: la tardanza en arrancar del vehículo que se
encontraba delante de ellos en un semáforo en rojo. Lo que constataron
fue que la habitual respuesta de algunos de los conductores que se
encontraban retenidos —tocar el claxon, comportamiento que se usó como
indicador de agresividad—, sucedía de modo distinto si el coche que se
demoraba en arrancar era de alta o de baja gama. Si era de baja gama,
viejo o destartalado, los bocinazos empezaban al poco de cambiar a verde
el semáforo, en tanto que si el coche era de alta gama, los demás
conductores demostraban su deferencia ante el estatus superior de su
propietario no haciendo sonar sus cláxones o dejando pasar mucho más
tiempo antes de ponerse a hacerlo. El experimento se ha repetido
alterando las condiciones del mismo, estudiando por ejemplo cuán
diferente era el comportamiento agresivo de los conductores retenidos en
función de su propio estatus socioeconómico. Por lo general, los
vehículos de estatus más bajo siempre suelen estimular reacciones más
rápidas (y, por tanto, más agresivas) que los vehículos de estatus más
alto, si bien suele observarse que los conductores de vehículos de más
estatus reaccionan más agresivamente cuando se ven frustrados que los de
más baja gama.
En una línea similar puede citarse otro experimento más reciente de
Nathan Pettit y Robert Lount en el que se muestra que la gente suele
esforzarse más en derrotar a los rivales más débiles que en desbancar a
los más fuertes. Se trataba en este caso de un equipo de estudiantes de
la universidad de Cornell al que se le dijo —falsamente— que estaban
compitiendo haciendo distintas tareas contra otro equipo de otra
universidad que ocupaba un ranking más alto (o más bajo) que
Cornell. Pues bien, se observó que cuando los estudiantes pensaban que
se estaban enfrentando a una universidad de menor rango, lo hicieron
mucho mejor que cuando pensaban que se enfrentaban a una universidad de
más alto rango.
No es difícil poner este tipo de comportamientos con otros de
relevancia social y política. Los juicios mucho más duros que los de
abajo suelen hacer de las modestas triquiñuelas de sobrevivencia que
hacen sus semejantes en estos tiempos de crisis en comparación con las
evaluaciones más leves de las enormes corruptelas, patrimonio de los de
arriba o la infundada creencia de que la actual plutocracia es una
meritocracia merecedora de respeto, no serían sino muestras de esa
transformación del otrora orgulloso proletariado en el actual y
melindroso “precariado” al que solo le alcanzan las fuerzas para
menospreciar a los que aún están más abajo, los “poligoneros”, como tan
bien ha descrito Owen Jones para el caso británico en su obra Chavs.
Y si ello es así, si la observación de Pla es ahora quizás más real
que nunca, fácil es comprender las dificultades que hoy afrontan en las
urnas quienes propugnan políticas económicas de corte igualitario o
redistributivo. Porque bien lo tienen los pocos ricos en su sempiterno
enfrentamiento con los muchos pobres cuando pueden contar a su favor con
que en los cuerpos de muchos de estos anidan reflejos de su propia
alma, de alma de rico.
Fernando Esteve Mora, El alma de los pobres, El País, 02/01/2014
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