Mefistòfil, segle XXI.
Más allá de la literatura, el Renacimiento había dibujado los
perfiles fáusticos a través de múltiples de sus impulsores decisivos.
Basta recordar, por ejemplo, los nombres de Leonardo da Vinci, Paracelso
o Giordano Bruno, el inspirador real, para algunos, del personaje que
aparece en la obra de Marlowe. De un modo más general asociamos estos
nombres a los ímpetus desatados por la revolución renacentista: un afán
de conocimiento y una ambición sin límites para explorar tanto las
fronteras del mundo como las de la condición humana. Frente al escenario
centrípeto medieval, vertebrado por la física aristotélica y la
teología cristiana, tan admirablemente expuesto por Dante en La divina comedia,
las escenografías renacentistas son centrífugas, con el ser humano
lanzado a una carrera, incierta y apasionante, en busca de sí mismo a
través del cosmos. Fausto es, por excelencia, el mito que refleja la
psicología del hombre europeo empeñado en aventurarse en paisajes
ignotos y en transformar las imágenes de su propia condición. Alguien
que hubiera vivido en el arco cronológico de Leonardo da Vinci (Leonardo
mismo), entre mediados del siglo XV y 1520 —únicamente 70 años, por
tanto— habría sido testigo de metamorfosis mucho más contundentes de las
que estamos viviendo en la actualidad.
Este coetáneo de Leonardo habría sido espectador privilegiado de una
triple destrucción del mundo tradicional cuyas consecuencias se expanden
hasta nuestros días. De un lado, gracias a los descubrimientos
geográficos, observaría la primera gran globalización del planeta, con
el hombre habitando un “mundo conocido” diametralmente distinto al que
había regido en Europa durante 15 siglos. De otro lado, como
consecuencia de las transformaciones astronómicas, este contemporáneo de
Leonardo habría nacido en un universo cuyo centro era la Tierra, habría
crecido en otro universo que tenía al Sol como núcleo, y moriría con la
sospecha de que, en realidad, el universo no tenía centro alguno, ni la
Tierra ni el Sol, siendo ilimitado y acaso infinito. Pero si este
hombre dirigía la mirada, no hacia el exterior, sino hacia el interior
del cuerpo humano, se encontraría que cirujanos y artistas trataban la
anatomía como si se tratase de la astronomía y buscaban en nuestro
organismo estrellas en forma de músculos, nervios y vísceras. El genial
cirujano-artista Andrea Vesalius (otro candidato para inspirar el
personaje Fausto) trazará, por esos años, un atlas general de nuestra
anatomía: La fábrica del cuerpo humano.
El coetáneo de Leonardo capaz de enfrentarse a todos esos nuevos
prodigios se vería acompañado por poderosas armas de transmisión de los
conocimientos. La imprenta, fulminantemente extendida por toda Europa en
poco más de dos décadas, suscita furibundos debates mientras contribuye
a la comunicación masiva de los recientes hallazgos, en una dinámica
que tiene similitudes con nuestro Internet. Junto a la imprenta, la
pintura renacentista, guiada por la innovadora composición en
perspectiva, se ofrece como ventana abierta al mundo que va a exigir a
la retina la contemplación sin prejuicios de la existencia. Este es el
paisaje en el que toma forma Fausto y, también, como no podía ser de
otro modo, su inseparable Mefistófeles. De hecho, desde el
principio, Mefistófeles es tan inseparable de Fausto que forma parte de
este, siendo al tiempo, como tentador, su afirmación desmesurada y su
negación irónica. Fausto necesita a Mefistófeles porque este se erige en
el espejo de sus aspiraciones y limitaciones, que son, a su vez, las
aspiraciones y limitaciones del hombre moderno.
Así lo entendieron, en los siglos posteriores al Renacimiento, todos
los autores que hicieron suyo el mito de Fausto, empezando por el más
influyente de todos, Goethe, quien prefiguró con lúcida nitidez los
afanes y angustias de la condición moderna. Goethe dedicó 60 años de su
larga vida creativa a la escritura de su Fausto, y aunque en
este prolongado periodo cambió varias veces el punto de vista, no se
alejó nunca totalmente de los postulados renacentistas: Fausto como el
hombre que busca con ansiedad aquello que, sabe de antemano,
difícilmente encontrará. Los múltiples continuadores de la tarea de
Goethe en el siglo XX —Paul Valéry, Fernando Pessoa, Thomas Mann, entre
ellos—, sin romper con la tradición fáustica anterior, acentúan un clima
de impotencia y absurdo que difuminan la claridad temeraria de las
aspiraciones de Fausto. El Fausto de Valéry es el más irónico de cuantos
se han escrito; el de Pessoa, el más rodeado por un halo de absurdidad y
diseminación; el de Mann, el más trágicamente impotente para hacer
frente conjuntamente a la creatividad y a la vida. No obstante, cada uno
a su modo, son piezas valiosas para comprender en qué ha consistido la
condición humana en el siglo XX.
Si me refiero a todas esas máscaras de Fausto es porque,
recientemente, quedaron integradas en un curso que realicé en la
universidad y que, al menos para mí, resultó de lo más aleccionador.
Participaban en el curso estudiantes de media docena de nacionalidades
distintas y de edades comprendidas entre los 25 y los 40 años. Después
de seguir la trayectoria del mito de Fausto desde el Renacimiento hasta
el siglo pasado se suscitó la cuestión, probablemente, más importante:
¿cómo sería Fausto en la actualidad, es decir, cómo es el arquetipo de
nuestra época? Esta pregunta iba, naturalmente, acompañada por otra:
¿quién es, o qué es, Mefistófeles en nuestro tiempo?
Por las respuestas de los estudiantes, que en general poseían una
gran capacidad autocrítica, podía deducirse que el Fausto de hoy día es
un ser vacilante, ambiguo, que se balancea entre pesos contrapuestos. En
el platillo de la positividad pesaba la flexibilidad, la falta de
dogmatismo, la libertad en la toma de posiciones sin un adoctrinamiento
previo, ni ideológico, ni religioso, ni político; en el platillo de la
negatividad, por el contrario, pesaba un exceso de pragmatismo, una
apatía difícil de superar, un agobiante utilitarismo de las sensaciones.
De hacer caso a estas opiniones, el Fausto de hoy, el Fausto que somos,
sería un ser inmerso en la contradicción, notablemente preparado para
actuar libremente, pero imbuido de un espíritu apático que le hace
desinteresarse por todo aquello que excede a lo inmediato.
¿Y quién o qué es Mefistófeles? ¿Quién o qué excita a poseer las
sensaciones mientras aprisiona en la indiferencia pasional? Las
respuestas divergían: el capitalismo consumista, o el totalitarismo de
las nuevas tecnologías, o el hartazgo de los idealismos utópicos. Hubo
una respuesta más sutil y misteriosa: Mefistófeles somos nosotros cuando
renunciamos al conocimiento por la comodidad de la posesión.
Rafael Argullol, Fausto, siglo XXI, El País, 19/01/2014
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