Història o mitologia nacional.
A José María Castellet, in memoriam
“La monarquía española nace de una violencia: la que los Reyes
Católicos y sus sucesores imponen a la diversidad de pueblos y naciones
sometidos a su dominio. La unidad española fue, y sigue siendo, fruto de
la voluntad política del Estado, ajena a la de los demás elementos que
la componen”. Esta cita entrecomillada no es la de alguno de los
historiadores que participaron el pasado mes de diciembre en el ciclo de
conferencias que con el título España contra Cataluña se
celebró en el antiguo mercado del Born sobre las ruinas de la Barcelona
sitiada hace tres siglos por las tropas de la dinastía borbónica sino de
alguien tan poco sospechoso de parcialidad como Octavio Paz, y la
formula en un homenaje que matiza hasta cierto punto el contenido de su
declaración: “Mi gran libro es Diccionario Etimológico de la Lengua Española
de Corominas. Es obra de un catalán. Una buena lección para los
castellanos, una lección más de la gran Cataluña a la orgullosa
Castilla”. Subrayo aquí lo de “gran Cataluña” como referencia a la
universalidad de su cultura, más allá de los estrechos límites políticos
y administrativos que conocemos hoy: la de la ósmosis transmediterránea
del impulso creador de Ramon Llull y la del genio visionario de Gaudí,
como una indicación de que en lugar de centrarse en las mimadas esencias
nacionales ambos supieron extender su curiosidad, como Corominas, a
otras culturas y lenguas. Es lo que el mismo Paz, en otro ensayo, llama
el derecho a reclamar “la propia historia, toda ella y la de todos, como
propiedad común y no botín de guerra, sino como techo compartido y no
una trinchera o banderín de enganche para nada ni nadie”.
La manipulación de las historias nacionales, ya sean grandes o
chicas, centrípetas o centrífugas, es algo demasiado conocido como para
que exija una demostración: el prólogo a la de Historia de España
por Menéndez Pidal es un buen ejemplo. Hay lo nuestro y lo ajeno, un
nosotros y un ellos, y la historia concebida en estos términos se
identifica con el ideal patrio y se defiende con uñas y dientes. Más que
de historias cabe hablar de mitologías y dichas mitologías nacionales y
crónicas supuestamente verídicas, sujetas siempre a una interesada
manipulación, fueron escritas, tachadas, reescritas y expurgadas al hilo
del tiempo de forma que una vez asumido tal apriorismo lo opuesto a una
leyenda no es una tentativa de aproximación a una verdad siempre
relativa sino una nueva manipulación o refrito. En el contexto de la
“historia nacional” no prevalece el afán de conocer sino el de
protegerse al revés de él, en la medida que no se ajusta al
enfervorecido relato patriótico.
Sería instructivo contrastar los manuales vigentes en las aulas de la
Península, tanto a nivel estatal como de las distintas autonomías, para
comprobar los estragos causados por lo que Sánchez Ferlosio denomina
onfaloscopia o contemplación arrobada del propio ombligo. Se estudia lo
propio con exclusión de todo lo demás y ese propio es un bloque
granítico sin elementos extraños que empañen su pureza pristina.
Obviando el hecho de que toda cultura, excepto la de los pueblos
aborígenes, es resultado de la superposición de las influencias y
aportes exteriores recibidos a lo largo de su historia y de que cuanto
mayores sean estos más rica será, se procede a la poda de cuantos
elementos son juzgados foráneos respecto a la entelequia del alma
nacional y se acalla la voz de cuantos disienten de ello. En vez de
sumar se resta y se niega la riqueza de la diversidad. Escuchar las
presuntas verdades macizas de los voceros de la FAES y de su simétrico
contrapunto de algunas de las conferencia auspiciadas por la Generalitat
resulta penoso en la medida en que se sacrifica en una caso la verdad
de una larga opresión cultural y en el otro una no menos significativa
convivencia. Tener dos lenguas como Cataluña es mejor que tener una y
tener tres sería mejor que tener dos. La lección de Corominas como la de
Llull y Gaudí rebasa los límites del amor propio herido y ejemplariza
el valor de la diversidad.
La voluntad demostrativa de una tesis histórica toma solo en
consideración aquellos hechos y datos que la confortan. No cabe la menor
duda de que la lengua y cultura catalanas fueron oprimidas (en el siglo
XVIII las únicas obras publicadas en catalán aparecieron en Menorca,
entonces bajo el dominio inglés), y una historia que abarque los
distintos componentes de la Península no puede soslayarlo sin faltar a
la verdad. Basándome en mi propia experiencia, la cultura catalana que
me correspondía por herencia de la rama materna de mi familia me fue
escamoteada en los años de vertical saludo e imperial lenguaje y no la
recobré sino mucho más tarde durante mi voluntario exilio de una Sefarad
en las antípodas de la invocada por Espriu.
Sí, la unidad española fue fruto de la voluntad política del Estado y
escasamente receptiva por tanto a la variedad de elementos que la
integran —incluida los de la Castilla de los comuneros cuyas libertades y
derechos muy próximos a los de un Estado moderno fueron violentamente
confiscados también— y corresponde a todos, catalanes, vascos, gallegos y
españoles sin más plantearse una historia compartida y abierta sin
incurrir en el didactismo autoritario de unos ni en el victimismo y
memorial de agravios de los otros. La lectura del lamentablemente
preterido Pi y Margall con su crítica del paticojo centralismo jacobino
imitado de Francia por nuestros liberales decimonónicos y la del
memorable discurso de Manuel Azaña sobre el Estatuto de Cataluña en las
Cortes del 27 de mayo de 1932 puede ser muy útil frente al monólogo a
dos voces que escuchamos. Para ello habrá que desprenderse del
ombliguismo identitario y del relato histórico de los apóstoles del
nacionalismo.
Juan Goytisolo, Contra el monólogo a dos voces, El País, 19/01/2013
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