Una història natural de les al.lucinacions.


 

Sobre los diversos tipos de alucinaciones hay investigaciones notables desde el siglo XIX, especialmente en el XX, aunque aún hay literatura y gente que habla de ello con los ojos en blanco, afirmando que ciertas personas en trance de muerte o muerte clínica han pasado el umbral de la vida, visto a Dios o conversado realmente con los muertos. Todo esto tiene una explicación científica bastante razonable: Olaf Blande demostró que las experiencias extracorpóreas pueden provocarse estimulando algunas áreas determinadas de las circunvolución angular derecha del cerebro; el “túnel oscuro” tiene relación, según Kevin Nelson, con la falta de riego sanguíneo en las retinas, y el mismo científico explica la famosa “luz brillante” (según nos explica Sacks) con “un flujo de excitación neuronal que se desplaza de una parte del tallo cerebral (el pons) a las estaciones repetidoras visuales subcorticales y de ahí a la corteza occipital”. Y así podríamos seguir con las voces (ah, Moisés), las apariciones de vírgenes (ay, Nuestra Señora de Lourdes) y otros muchos fenómenos totalmente producidos en nuestro cuerpo y que o bien han servido para crear eremitas y seguidores de la fe o para perseguir a herejes y quemarlos en la plaza pública (Loudum no me dejará por alucinado). Todo esto es de mi cosecha, pero es fácilmente deducible, y creo que Sacks ni siquiera se molesta en usarlo para desmitologizar las creencias de puro evidente. Pero me parece necesario, porque ver cuesta; ver, a veces, duele, y es comprensible, muy humano, ceder a lo que nos impresiona y otorgarle un sentido. Es increíble la necesidad que tiene el ser humano de atribuir sentido a todo. Con la excepción de gente como Samuel Beckett o Albert Camus, podríamos argüir, capaces de aguantar la mirada.

Oliver Sacks (Alucinaciones, Anagrama, Barna 2013)destaca que la alucinación “es una categoría única y especial de la conciencia y la vida mental”. Dejando a un lado el tipo de alucinaciones que se pueden dar en la esquizofrenia, se centra en las que son propias de las psicosis orgánicas, las psicosis transitorias, a veces asociadas a delirios, la epilepsia, las propiciadas por el uso de drogas y alguna que otra enfermedad orgánica. Sacks lo dice con exactitud: “Considero este libro una suerte de historia natural de las alucinaciones”. Y no olvida las que han padecido (y a veces disfrutado) muchos escritores, como Maupassant, que, aquejado de neurosífilis veía su doble (el famoso doppelgänger); Dostoievski, que sufrió epilepsia y atribuyó a ciertas alucinaciones rasgos trascendentes; a Edgar Allan Poe, que estaba encantado con sus alucinaciones hipnagógicas; Nabokov, que habla de ellas en sus memorias; Lewis Carroll, cuyas migrañas posiblemente desencadenaron visiones de personajes que cambiaban de tamaño en Alicia en el país de las maravillas, algo que ha testimoniado la escritora norteamericana Siri Hustvedt, que padece migrañas y alguna vez ha pasado por la consulta de Sacks, además de ser ella misma investigadora, como evidencian La mujer temblorosa y Vivir, pensar, mirar (ambos en Anagrama), y un largo etcétera que nos hace pensar en la importancia de estas alteraciones en la configuración del imaginario literario y pictórico. En este sentido, toda la obra de Sacks es una ventana que abre puertas a la interpretación de numerosas obras de ficción, no para reducirlas a un fenómeno de química y fisiología cerebral, sino para comprender mejor nuestras extraordinaria imaginación y la complejidad de nuestro cuerpo. Y cuando digo cuerpo hablo de esa indisociable unidad de cuerpo-cerebro-mente. Las alucinaciones no son la imaginación, ni en el orden creativo ni tampoco en psicología, pero es evidente que la imaginación se apoya en todo lo que hay, incluso en lo que no hay.

Hay alucinaciones de colores, de olores, visiones en general, y sonidos. La monotonía puede producir una alucinación: los ancianos escasos en movimientos, o los presos, a veces las padecen. Como en otras investigaciones de Sacks, se incide en la plasticidad cerebral, en cómo ante una pérdida, de la visión, del olfato (anosmia), o de otro orden, el cuerpo responde tratando de compensar, a veces de manera estrafalaria (“el hombre que confundió a su mujer con un sombrero”). Como recoge Sacks, y publicó Science, en en 1973 David Rosenhan, psicólogo de Stanford, y siete “pseudopacientes” fueron a diversos hospitales afirmando que oían voces, que no distinguían bien, pero que oían las palabras “vacío”, “hueco” y “choque”. El resto de su comportamiento y salud eran correctos. Fueron ingresados en clínicas mentales durante varias semanas, incluso tres meses en algún caso: se les diagnosticaron “psicosis maniaco-depresiva” y esquizofrenia, y como vieron que tomaban notas durante horas (estaban, obviamente, trabajando) calificaron su caso como “conducta de escribir”. Sólo algún paciente –tal vez, sí, enfermo– dijo: “Usted no está loco, es periodista o profesor”. Es decir, que hasta hace muy poco, oír voces era sinónimo de locura, producto de un grave desorden mental. Y aunque puede ocasionar (por miedo, obsesión, etc) problemas psíquicos, Sacks, y otros con él, piensa que este tipo de alucinaciones no supone ninguna psicopatía. Nuestros mundos tan rotundos están sujetos a alteraciones cognitivas múltiples, pero si algo las “trastoca, nuestras certezas aparentemente irrefutables acerca del cuerpo y el yo pueden desvanecerse en un instante”. 

Juan Malpartida, Alucinación y imaginación, Letras Libres, Enero 2014

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