Benjamin, mites i fantasmagories.
Monument en memòria de Benjamin a Pot Bou |
No creo que haya ensayo filosófico más famoso, complejo, influyente y poco leído que la así llamada Obra de los pasajes, de Walter Benjamin.
Su nombre obedece a que ni siquiera puede llamarse “libro”: es un
montón de papeles que acabaron guardados en una maleta, en cuyas páginas
hay kilómetros de citas (ajenas) y comentarios (de Benjamin). ¿Un
conjunto de ruinas? Así lo describe Giorgio Agamben: es la visión de un
superviviente cuando pasea la mirada por los cadáveres y ruinas que se
extienden a su alrededor tras un bombardeo.
La editorial Abada acaba
de publicar una nueva versión de este clásico dentro de la ambiciosa
obra completa del autor, y tiene como garantía la solvencia de su
traductor, el poeta Juan Barja. La desventaja es que hasta dentro de
unos meses no aparecerá el segundo volumen. En cualquier caso, es un
acontecimiento editorial. Mientras tanto, siempre nos queda la edición
de hace algunos años en Akal.
¿Qué andaba buscando Benjamin con tan abrumadora acumulación de
documentos fragmentarios? Es casi imposible contestar a esta pregunta.
El editor alemán, Rolf Tiedemann, cree que la ambición de Benjamin era
escribir una filosofía de la historia que superara la herencia de Hegel y Marx.
Otros opinan que es el más sofisticado análisis de los orígenes del
capitalismo industrial. También los hay que no la tienen por obra de
filosofía, sino de literatura, un prodigioso experimento comparable al
de Joyce, que usa aquellas técnicas cinematográficas de montaje sobre
las que tanto escribió Benjamin. Y no falta quien cree que, por lo menos
en su primera parte, es un poema surrealista.
Porque en realidad hay dos partes y mantienen grandes diferencias la
una con la otra. Nuestro pensador trabajó en su obra de 1927 a 1940. En
la primera etapa, de 1927 a 1929, es indudable que quería reconstruir el
auge del capitalismo nacido de la Revolución Francesa,
haciendo uso de un método sorprendente: vivificando las ruinas que han
quedado de aquel primer momento explosivo. Así, por ejemplo, los
pasajes, los panoramas, los grandes almacenes de París, pero también la
publicidad o la prostitución. Estos restos arqueológicos aparecen ante
nuestro entendimiento como cadáveres devueltos a la vida (Benjamin usó
la palabra “fantasmagoría” para su proyecto) y con capacidad para
“despertarnos” del sueño capitalista.
En esta primera parte, Benjamin explora un mundo compuesto por mitos
eternos que se vuelven a activar en cada etapa de la historia y que como
tales mitos son invisibles en el presente, pero pueden intuirse en el
pasado. El método no es muy distinto al de algunos surrealistas (en este
caso Aragon) cuando
describen un surtidor de gasolina como si fuera un tótem salvaje de los
tiempos modernos. “El capitalismo es un producto natural junto con el
cual le sobrevino a Europa un nuevo sueño en cuyo interior las fuerzas
míticas se vieron nuevamente reactivadas”, escribe. Y este fue el
problema. Su mentor y protector, el filósofo Th. W. Adorno,
marxista ortodoxo y simpatizante del partido comunista, no podía
admitir que Benjamin pusiera en modo onírico lo que para los creyentes
era una superestructura racionalmente deducible de la infraestructura
material. Benjamin tenía que cambiar de método si quería mantener la
protección de Adorno.
Así que, a partir de 1929, Benjamin interrumpió su obra y se puso a
estudiar la de Marx. Tanta humildad no se vería recompensada porque
nunca alcanzó a ser un comunista aceptable y aun en la actualidad solo
los muy conservadores lo siguen presentando como filósofo marxista. El
caso es que no reemprendió su obra hasta 1934 y ya no la abandonaría
hasta 1940, cuando la persecución nazi le obligó a escapar de París.
Como es sabido, acabaría suicidándose en Portbou.
En su segunda parte, la música tiene otro programa, otra armonía, y
aunque continúa siendo palmariamente benjaminiana sopla en ella un
fuerte viento materialista que impone al texto nuevos mitos y
fantasmagorías sin por ello disminuir la fuerza analítica. Son ahora los fantasmas de la Comuna, del París de Haussmann, de la Bolsa, de los ferrocarriles, de la gran banca.
Y es también el fantasma de Baudelaire, luminoso aparecido lírico,
primer poeta de la ciudad industrial que insufla sentido a la
acumulación de mercancías, con gran irritación de Adorno.
Baudelaire
será una obsesión de Benjamin y logrará arrancar al poeta del Olimpo
francés, donde mueren los grandes, para devolverlo a la vida verdadera.
He aquí una iluminación perfecta: Benjamin dio vida nueva a una poesía
que había sido condenada a gloriosa ruina y languidecía convertida en
mármol. La misma editorial Abada acaba de publicar, dentro de sus obras
completas, el conjunto de ensayos que Benjamin dedicó a Baudelaire. Una
edición imprescindible.
En su segunda parte, el concepto clave de los pasajes será
el fetichismo de la mercancía, noción que tomó de Lukács, no de Marx, y
que ha ido adquiriendo fuerza a medida que el capitalismo se ha ido
haciendo cada vez más agresivamente fetichista. Las “imágenes del deseo”
que se ocultan en las mercancías eran de nuevo, para Benjamin,
espectros míticos que se filtraban desde el pasado en la vida del
presente para hacernos caer en un sueño. Iluminarlos conducía a nuestro
despertar. A nosotros, que no solo vivimos el fetichismo de las
mercancías de un modo absoluto, sino que lo aceptamos como lo propio de
“la Naturaleza”, es decir, que ya no queremos despertar, esta segunda
parte nos puede parecer casi melancólica. Lo que Benjamin intuía en 1935
se ha convertido en un monstruo colosal que cubre con su sueño
narcótico el globo entero y contra el que carecemos de herramientas
críticas decisivas tras el hundimiento de la izquierda en su propio
sopor arcaico.
Eso no hace menos interesante la segunda parte, en la que asistimos
al ascenso de la mercancía (el fantasma por antonomasia) desde las
catacumbas (los pasajes) hasta los palacios (los grandes almacenes) y
finalmente a los templos (las exposiciones universales). La mercancía y
su deseo fantasmagórico nace enterrada en los subterráneos iluminados
por gas del Paris ochocentista, sube impetuosa a los escaparates lujosos
de los grandes bulevares y acaba por asentarse en un pedestal parecido
al trono de san Pedro a partir de las exposiciones universales. Esta
segunda parte requerirá, seguramente, un nuevo comentario cuando
aparezca el segundo volumen de Abada.
La grandeza de esta obra catastrófica permite tantas interpretaciones
que los comentaristas siempre nos quedamos cortos, pero no quiero dejar
pasar un elemento de cierta importancia para algunos lectores.
Indirectamente, en esta obra se encuentra oculta o sumergida una defensa
romántica del arte, tan original como oscura. Es evidente que Benjamin
luchaba contra la filosofía de la historia “progresista”, la de Hegel,
la de Marx, pero también la del cristianismo. Él no creía en la
continuidad temporal y escatológica que permite deducir leyes y sentido a
los acontecimientos, como si el tiempo se dirigiera hacia algún lugar.
Aun cuando simuló ser un materialista dialéctico tenía demasiada
inteligencia para someterse a un dogma. Veía el curso de la historia
como una secuencia siempre interrumpida, un cataclismo enigmático que
amontona cadáveres y que a veces se ilumina con el relámpago de un
“acontecimiento”. Sin embargo, en ese momento de iluminación, lo que
aparece a nuestro entendimiento es un mito que regresa en un
renacimiento perpetuo. Lo que vemos durante los escasos momentos en que
despertamos de nuestra ensoñación son arquetipos originarios que dan
brevemente sentido a una existencia banal mediante la unión perfecta de
presente y pasado. Esos momentos de iluminación no los producen las
guerras, las revoluciones, los inventos o las luchas sociales, lo
producen las obras de arte.
En nuestro firmamento brillan miríadas de estrellas, pero muchas de
ellas sabemos que ya han muerto y hasta nosotros solo llega su fantasma.
Lo mismo sucede con las obras de arte, con la particularidad de que
incluso las muertas y fantasmagóricas permiten a los buenos marineros
navegar por el mar de la existencia.
Félix de Azúa, Las catacumbas y el firmamento de Walter Benjamin, El País, 22/01/2014
Breve biografía
Walter Benjamin nació en Berlín en 1892, en cuya universidad estudió, así como en las de Friburgo y Berna, donde se doctoró con una tesis sobre el romanticismo alemán.
A su vuelta a Berlín y una vez truncada su carrera académica, trabajó como crítico literario y traductor. Influido por Bloch y Luckács, asumió posturas marxistas.
Desde 1933 vivió exiliado en París, adonde se había mudado ante el empuje del nazismo en Alemania. Huyó de la ciudad a mediados de junio de 1940.
Se trasladó a España con idea de embarcar hacia EE UU. En Portbou, se suicidó con morfina. Un monumento recuerda su paso por la localidad gerundense.
La primera parte de la Obra de los pasajes es el séptimo de los 11 volúmenes de las obras completas, cuya edición está llevando a cabo Abada a partir de la publicada en Alemania por la prestigiosa Suhrkamp Verlag, en edición de Rolf Tiedemann y Hermann Schweppenhäuser (con la colaboración de Theodor W. Adorno y Gerhom Scholem).
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