La prova teleològica de l'existència de Déu.
“Camino a través de un parque. Supongamos que, de repente, piso una piedra. Alguien me pregunta cómo llegó la piedra allí. Yo podría quizá responder: por lo que sé, la piedra ha estado ahí desde siempre. Y no resultaría demasiado fácil demostrar lo absurdo de esta respuesta. Pero supongamos que he encontrado un reloj sobre el suelo y se me pide que explique cómo el reloj ha llegado allí. Difícilmente diría que, por lo que sé, el reloj pudo haber estado ahí desde siempre. ¿Por qué esta misma respuesta no sirve para el reloj como sí servía para la piedra? ¿Por qué no es tan admisible en el segundo caso como en el primero? Pues porque cuando inspeccionamos el reloj percibimos (y no podíamos descubrirlo en la piedra) que sus diferentes partes tienen una determinada forma y han sido puestas juntas con un propósito. Al observar este mecanismo, la inferencia es inevitable: el reloj debió tener un hacedor. Debe haber existido, en algún momento y en algún lugar, uno o más relojeros, quienes conformaron el reloj con el propósito del que hablábamos en nuestra respuesta, quienes comprendieron su construcción y diseñaron su uso”
La metáfora del relojero de William Paley
es una de las más utilizadas para ejemplificar en qué consiste, a
grandes rasgos, el argumento teleológico para la demostración de la
existencia de Dios. Cuando en la primera parte hablábamos del argumento cosmológico,
podíamos definir ese argumento cosmológico como una fórmula lógica: 1)
Todo lo que existe tiene una causa, 2) El universo existe, 3) Por lo
tanto el universo tiene una causa. Una formulación que, con algunas
pocas modificaciones, ha pervivido durante siglos.
El argumento teleológico, en cambio, no
tiene el formato de una fórmula lógica. Es más un principio general que
engloba muchísimas fórmulas y razonamientos diferentes. Pero, ¿cuál es
ese principio general? Según el argumento teleológico se pueden observar
en el universo características que demostrarían la existencia de una
inteligencia creadora responsable de su diseño. ¿Qué características?
Tradicionalmente se manejan dos: 1) que el universo parezca albergar un
propósito [el griego τέλος, o “télos”, significa “finalidad”, de ahí
procede el término “teleología”] y 2) que el universo resulte demasiado
complejo y sus distintas partes estén demasiado bien acopladas entre sí
como para haber surgido del puro azar [entendiendo “azar” como ausencia
de un diseño consciente]. Así pues, la finalidad y la complejidad del
universo, supuestamente inexplicables sin la existencia de una
inteligencia diseñadora, son los dos principales conceptos manejados por
el argumento teleológico. Volviendo al ejemplo del reloj: ¿podría un
reloj haber surgido del azar? No. ¿Podemos afirmar que el reloj fue
construido con un propósito por un diseñador? Sí. Pero ¿podemos
trasladar los atributos del reloj al propio universo? Esta es la gran
cuestión, discutible hoy en día, aunque durante muchos siglos se pensó
que sí.
Cabe señalar que el significado de
“finalidad” o “complejidad” ha variado considerablemente a lo largo de
la Historia. Podría parecer que la premisa “el universo es complejo” no
necesita mayor explicación, basta con observarlo y comprobamos que
efectivamente es complejo. Como un reloj. Sin embargo, lo que en otros
tiempos se consideraba una complejidad misteriosa e inexplicable, hoy a
menudo es un fenómeno natural de causas perfectamente descritas (por
ejemplo, el movimiento de los astros). Del mismo modo, lo que hoy nos
parece una complejidad inexplicable podría dejar de parecérnoslo en un
futuro, cuando la ciencia avance todavía más y proporcione nuevas
explicaciones naturales. Un reloj moderno podía parecer un artilugio
mágico e inexplicable hace seis mil años, si un habitante del antiguo
Egipto lo hubiese descubierto mientras paseaba por la ribera del Nilo.
Pero hoy incluso un niño sabe que un reloj no es más que un artilugio
fabricado por el hombre. Nuestros conocimientos sobre el mundo han ido
incrementándose y la idea de “complejidad inexplicable” ha de ser
modificada con cada nuevo gran descubrimiento científico. Ello convierte
el argumento teleológico en un argumento “a la defensiva” que por lo
general se limita a buscar posibles grietas en esos avances de la
ciencia que van desentrañando complejidad tras complejidad. Tras el
despegue de la ciencia occidental en los últimos trescientos años,
especialmente, la inmensa mayoría de las argumentaciones teleológicas
perdieron todo su sentido, aunque los defensores del argumento las
fueron sustituyendo por otras argumentaciones más rebuscadas y sutiles.
“Las consideraciones teleológicas no pueden llevar más allá de la creencia y la esperanza. No proporcionan certeza” (Christian Lange)
En cuanto al segundo concepto, el de una
posible finalidad del universo, no se puede intentar probar que el
cosmos tiene un propósito sin primero teorizar cuál es ese propósito. Si
decimos que un reloj tiene una finalidad pero no especificamos qué
finalidad es esa, ¿cómo podemos demostrar entonces que efectivamente fue
construido para cumplirla? Pero una vez decimos que el reloj sirve para
señalar la hora, ya podemos ponernos a comprobar si sus distintas
partes sirven o no a esa función que le hemos supuesto. Lo mismo ocurre
en cuanto al universo. La mayoría de los apologistas suele afirmar —o al
menos sugerir— que la finalidad del cosmos sería la de proporcionar un
hábitat al ser humano. ¿Para qué? Desde una perspectiva cristiana, por
ejemplo, ese hábitat serviría para que el ser humano pueda existir por
sí mismo independientemente de Dios, y así poder relacionarse con Dios
desde una posición de separación. Sin un hábitat externo a Dios en el
que existir por sí mismo, el ser humano no gozaría de libre albedrío y
sería una mera parte más de la divinidad, una parte indistinta sin
voluntad propia. Así pues, el cosmos existe para que el hombre exista,
esa sería su teleología. Esta es la finalidad más comúnmente manejada
porque es la que mejor se ajusta a las respectivas teologías de muchas
religiones (prácticamente todas ellas de orientación antropocéntrica),
pero es solamente una de las posibles finalidades universales que se
podrían manejar. Otra podría ser, por citar alguna alternativa, la de
que Dios hubiese creado el universo para mitigar su propia soledad, o
sencillamente para recrearse en su propia obra. En fin, los posibles
propósitos de la creación pueden ser muchos y variados, el problema
estaría en cómo ajustarlos a la evidencia observable, cosa que el
argumento teleológico intenta hacer.
Decíamos que esta teleología de la
Creación empezó a perder vigencia con la aparición de los nuevos
paradigmas científicos. Al menos perdió vigencia en las corrientes
filosóficas laicas, porque no la ha perdido en la filosofía religiosa
(evidentemente, renunciar al concepto de una Creación producto de una
voluntad significaría renunciar a la necesidad de la existencia de Dios…
un lujo que la teología no puede permitirse sin autodestruirse como
disciplina). El argumento teleológico sigue, pues, de actualidad. Ocupa
incluso un cierto espacio en los medios de comunicación, sobre todo
cuando es manejado desde las teologías mayoritarias, como por ejemplo
las cristianas y las musulmanas. El argumento teleológico está incluso
más vivo que el cosmológico, ya que ha adquirido considerable eco
popular en algunas partes del mundo y de hecho ha suscitado polémicas
mediáticas muy sonadas, como las ocurridas en los Estados Unidos de
América en torno al “creacionismo” y el “diseño inteligente”. Pero eso
no significa que el teleológico sea un argumento más simple que el
cosmológico. No lo es. El argumento teleológico puede relacionarse con
prácticamente cualquier rama del saber que sirva para describir la
realidad natural. Su popularidad proviene precisamente de su (supuesto)
ajuste a hechos científicos, mientras que el argumento cosmológico tiene
mucho más de ejercicio lógico-metafísico.
Eso sí, dominar todas las ramificaciones
del argumento teleológico implicaría un conocimiento de casi todas las
disciplinas científicas que podamos imaginar, lo cual hace difícil —por
no decir imposible— que un único individuo pueda abarcarlo por completo,
ya sea para defenderlo o para atacarlo. Quizá por ello, sólo se suele
abordar desde dos grandes disciplinas científicas: la física (en la
antigüedad, la astronomía) y la biología. Históricamente, el argumento
teleológico ha descansado prácticamente siempre en estos dos pilares.
Pero lo mejor, como siempre, es comenzar desde el principio.
”Cuando él, sea cual fuera de los dioses, hubo puesto orden en aquella masa caótica y la hubo reducido a partes cósmicas, empezó a moldear la Tierra como una gran esfera para que su forma fuera la misma por todos lados. Y para que ninguna región careciera de formas propias de vida, las estrellas y las formas divinas ocuparon el firmamento, el mar correspondió a los peces relucientes para que fuera su hogar, la tierra recibió a los animales y el aire recibió a los pájaros” (Ovidio, “Metamorfosis”)”En el comienzo estuvo el gran huevo cósmico. Dentro del huevo había el caos, y flotando en el caos estaba Pan Gu, el embrión divino. Y Pan Gu rompió el huevo y salió, sosteniendo un martillo y un cincel con los cuales dio forma al mundo” (Mitología china)“Al principio Dios creó el cielo y la tierra. La tierra estaba vacía y en desorden, las tinieblas cubrían el abismo y el espíritu de Dios volaba sobre las aguas. Y dijo Dios: hágase la luz, y la luz se hizo. Vio Dios que la luz era buena, y la separó de las tinieblas. Llamó a la luz día, y a las tinieblas, noche” (Génesis bíblico)
Como vemos, la mayor parte de las
mitologías sobre la Creación han considerado que el acto de la Creación
consistió en imponer orden en el caos, más que en hacer surgir “algo
desde la nada”. Esas mitologías suelen ser, pues, mitologías
teleológicas más que estrictamente cosmológicas. Son mitos que suponen
la existencia de creadores porque observan que el universo está en
orden, no porque creyeran que antes del universo presente estaba la nada,
como sostiene el argumento cosmológico más propio de pensadores
eruditos. El orden es la clave. Para cualquier civilización primitiva,
una de las mayores fuentes de fascinación era la jerarquía sistemática
que parece imperar en muchos ámbitos de la naturaleza. Llamaba la
atención, por ejemplo, el curso regular que siguen casi todos los astros
a través del firmamento. Por un lado el sol, que establece los ciclos
del día y de la noche, así como las estaciones y en general la mayor
parte de los ciclos de la vida. Por otro lado la luna, que condiciona
muchos otros ciclos naturales bien conocidos desde tiempos remotos, como
las mareas, y que se podía relacionar íntimamente con procesos
biológicos humanos tan importantes como la fertilidad y la menstruación.
También las estrellas y los planetas siguen un patrón de movimientos
que, a primera vista, parece concienzudamente diseñado por un
planificador inteligente. De hecho, lo raro era ver cuerpos celestes que
no siguieran la norma (meteoritos, cometas) porque la práctica
totalidad de la bóveda celeste se conduce según una cuidadísima
coreografía. Hasta el siglo XVII no existía una explicación
satisfactoria para justificar el fenómeno de estos ciclos celestes, al
menos no una explicación que se ciñera exclusivamente a causas
naturales. A muchos les resultaba imposible concebir que detrás de ese
orden celestial no hubiese un poder sobrenatural, un ordenador o
artífice de naturaleza divina. Incluso quienes se resistían a aceptar la
idea de la existencia de un creador —ateos siempre los hubo, en todas
las épocas, si bien no en abundancia— lo tenían bastante difícil para
justificar por qué los astros siguen unos cursos tan regulares en el
firmamento sin recurrir a una causa sobrenatural. Es más, cuanto más
profundizaba un estudioso en el mundo de la astronomía, más intrincado y
delicado le parecía el baile cósmico y más necesaria, por tanto, se le
antojaba la necesidad de un Dios inteligente que lo hubiese programado
todo. Esta fue probablemente la más temprana idea que podríamos englobar
en el argumento teleológico: el orden de los cielos demuestra que una
inteligencia ha establecido los patrones que rigen los movimientos de
los astros. Posteriormente, se descubrieron otro tipo de patrones en la
naturaleza —como el número áureo o “proporción divina”, una supuesta
“firma” de Dios en la creación— pero fueron principalmente los cielos el
“reloj” que indicaba la presencia de un relojero.
Otro gran enigma sin explicación que
asombraba a los seres humanos era el perfecto orden jerárquico que se da
entre los seres vivos, así como entre las diferentes partes que
conforman un único organismo. Para cualquier observador despierto
parecía evidente que animales y plantas formaban parte de un conjunto
tan armónicamente dispuesto (cadenas tróficas, simbiosis, parasitismos,
colaboraciones, etc.), y que sus organismos estaban tan armónicamente
construidos, que también resultaba prácticamente inevitable deducir que
un creador había establecido un plan previo, que los seres vivos habían
sido cuidadosamente diseñados para interactuar los unos con los otros,
por muy diferentes que pudieran parecer. Además, esos seres vivos
estaban perfectamente integrados con un entorno que parecía
especialmente pensado para su comodidad, un escenario que facilitaba sus
vidas proporcionando los recursos y el hábitat necesario en cada caso,
para lo cual tampoco existía una explicación natural satisfactoria.
Así pues, desde tiempos muy remotos
—probablemente desde los inicios de la humanidad— tenemos establecidas
las dos principales áreas en que se desarrollará el argumento
teleológico: el orden astronómico y el orden biológico. Ambos, además,
íntimamente relacionados entre sí: el orden de los cielos es necesario
para mantener el orden en el reino de la vida. Así pues, la deducción
lógica de que el universo tenía el propósito de preservar un orden donde
pudiese surgir y mantenerse la vida, resultaba difícilmente discutible.
Considerando que el hombre parecía ser, además, la forma más elevada de
vida natural, se podía considerar el centro de la Creación. Se podía
afirmar que la finalidad última del universo era, efectivamente, que los
hombres y mujeres lo habitasen.
Situándonos en la piel de un ciudadano
medio de cualquiera de aquellas épocas anteriores a la revolución
científica, no nos debe extrañar que considerasen este orden natural
como una justificación más que suficiente para dar por probada la
existencia de Dios. No disponían de más información, así que el sentido
común dictaba esta conclusión y muchos de los individuos más
inteligentes de diferentes épocas fueron religiosos, sin cuestionarse en
lo más mínimo la validez de su creencia en lo sobrenatural. Lograron
defender su respectiva fe con argumentos que, en su momento, resultaban
prácticamente inatacables. Por ejemplo, ¿cómo era posible que los astros
girasen unos en torno a otros en armonía si no era con la intervención
divina? Imaginemos que alguien lanza un puñado de guijarros al aire,
¿qué sucederá? Pues que estos guijarros vuelven a caer desordenadamente
al suelo, no se quedan orbitando unos en torno a otros armónicamente.
Sin embargo, lo astros no caían; la Luna no se precipitaba sobre la
Tierra sino que seguía una órbita inexplicable por causas naturales.
Parecía necesitarse la intervención de una inteligencia que garantizase
la existencia de esas órbitas regulares y “antinaturales”. De lo
contrario, los astros se comportarían como guijarros, caerían todos y el
universo quedaría sumido nuevamente en el caos.
“Yo era como un niño jugando en la orilla del mar, distraído mientras encontraba un guijarro más redondeado o una concha más bonita de lo habitual, mientras el gran océano de la verdad se extendía inexplorado ante mí” (Isaac Newton)
Sería curiosamente uno de aquellos hombres profundamente religiosos
quien puso la primera carga de dinamita en los cimientos del argumento
teleológico. Isaac Newton fue, para muchos, el mayor
científico de la historia. Y lo fue porque aportó una explicación
natural a lo que entonces parecía inexplicable: el perfecto orden de los
astros. Una explicación que después se haría extensiva a otros muchos
fenómenos, permitiendo desarrollar otras muchas explicaciones
subsiguientes. Newton proporcionó la llave para abrir muchas puertas en
la ciencia. Puertas que, hasta entonces, habían permanecido cerradas.
Isaac Newton |
Antes de Newton, la mayor discusión en
torno al movimiento de los astros radicaba en si la Tierra era el centro
del universo (geocentrismo) o si el sol era el centro (heliocentrismo).
El heliocentrismo no era, ni mucho menos, una idea nueva cuando le
causó tantos problemas a Galileo Galilei. Hubo pensadores heliocentristas al menos desde la Grecia clásica —Aristarco de Samos— y la idea había circulado entre grandes nombres de la astronomía antes de Galileo, desde Nicolás Copérnico a Tycho Brahe, pasando por Giordano Bruno.
Sin embargo, el concepto de que la Tierra no fuese el centro del
universo tenía serias implicaciones religiosas (y teleológicas), porque
abría ciertos interrogantes acerca de la finalidad última de dicho
universo. Si el universo había sido creado para el hombre, ¿no debería
la Tierra estar en el centro? Aun así, el heliocentrismo —pese a los
reparos de la Iglesia— podía poner en solfa algunos dogmas religiosos
pero, en esencia, no ponía en duda la existencia de Dios. La teoría
heliocéntrica despertó cierta polémica pero no fue un factor
determinante en la erosión del argumento teleológico. En realidad, Dios
podría haber creado un universo en el que el Sol fuese el centro;
cambiaba el orden de las órbitas, pero lo importante es que ese orden
seguía estando allí y resultaba imposible explicarlo sin Dios. El
universo seguía mostrando características que mostraban que había sido
diseñado. El debate en torno al heliocentrismo se zanjaba sin
consecuencias teleológicas a largo plazo.
Pero la aportación de Isaac Newton
tendría implicaciones muy diferentes. Ya no discutía qué astros giraban
en torno a qué otros astros. Newton se preguntó directamente por la
causa natural de que esos astros girasen, y pese a ser un hombre
religioso, no se conformó con la explicación sobrenatural imperante.
Tras experimentar una súbita revelación —no le cayó una manzana en la
cabeza, pero sí se hacía preguntas cuando veía los objetos caer— Isaac
Newton se presentó con la idea de que una misma fuerza (la atracción
gravitatoria) hace que los guijarros caigan desordenadamente al suelo,
pero también hace que los astros giren unos en torno a otros en el
cielo. Dos fenómenos visiblemente incompatibles estaban de repente
unidos por una misma causa natural… que los convertía, en realidad, en
dos versiones diferentes de un único fenómeno. Por ejemplo: la Luna sí
estaba cayendo sobre la Tierra… sólo que nunca terminaba de caer del
todo debido a la inercia de su órbita circular. Aquella fue
probablemente la mayor revolución teórica en la historia de la ciencia.
Una idea que parecía ir contra el sentido común, pero que una vez
sometida a reflexión, observación y cálculo, parecía ser capaz de
desvelar muchos de los misterios del cosmos. Sin embargo, Newton
consideró esta fuerza universal —cuyo mecanismo no entendía y hoy, según
creo, seguimos sin entender del todo— que bautizó como “gravedad”, una
demostración más de la existencia de una voluntad divina responsable del
diseño del universo y sus leyes. Isaac Newton, el hombre, no renunció a
Dios a causa de la gravitación universal.
Sin embargo, pese a su interpretación
religiosa de dicha gravitación, su explicación natural de por qué los
astros se mueven ordenadamente cuestionaba la necesidad de que existiera
un creador que confiriese orden a la naturaleza. Gracias a Newton
supimos que la naturaleza puede ordenarse a sí misma sin intervención
exterior, al menos en un gran número de ámbitos. La idea de la
gravitación universal abrió la puerta a muchos otras teorías que
englobasen toda la naturaleza dentro de principios universales.
Principios que permitiesen explicar fenómenos de lo más dispar, siempre
recurriendo a causas naturales. Nacía un nuevo concepto de ciencia y
gracias a Newton las leyes divinas ya no eran las únicas candidatas a
proporcionar una explicación del universo. De hecho, las leyes divinas
empezaban a perder rápidamente terreno frente a las leyes naturales como
hipótesis favorita de los pensadores.
La teoría de la evolución de las especies por selección natural
“Puedo decir que la imposibilidad de concebir que este gran y maravilloso universo, así como nuestras propias consciencias, hayan surgido a través del azar, me parece el principal argumento en favor de la existencia de Dios. Pero si este argumento tiene realmente algún valor… eso nunca he sido capaz de decidirlo” (Charles Darwin)
A mediados del siglo XIX quedaban
órdenes naturales a los que la gravitación de Newton —y sus derivados—
todavía no podían dar una respuesta. Sobre todo el orden biológico,
extraordinariamente rico, complejo, intrincado y basado en equilibrios
tan sutiles que para la mayor parte de la gente no existía otra
explicación posible que la del diseño divino. El creacionismo, la idea
de que la vida existía tal y como había sido concebida por Dios en el
momento de la Creación, con muy pocas modificaciones posteriores (y de
origen artificial casi todas ellas) era todavía el pensamiento
imperante. No es que por entonces no existiera ya una corriente de
ateísmo y/o agnosticismo filosófico propiciada por los nuevos avances
científicos, o que no existiesen ya hipótesis que barajaban el que la
vida fuese producto de procesos exclusivamente naturales. Simplemente no
había una respuesta satisfactoria para la pregunta “si Dios no creó la
diversidad de la vida, ¿cómo llegó la vida a ser tan diversa por sí
misma?”
Lo cierto es que desde tiempo atrás hubo
pensadores que intentaban describir la vida como algo más que el
producto de un mero milagro, tanto en el momento de la “generación
espontánea” del primer ser vivo, como en el momento de la concepción de
nuevos individuos de una especie. Ya en el siglo XVII, William Harvey
acuñó el término “epigénesis” para defender que el feto no crecía como
la mera expansión de un organismo diminuto ya totalmente conformado (que
estaría presente en el esperma según algunos y el en óvulo según
otros), sino que se desarrollaba a partir de materiales orgánicos
básicos, los cuales —en sí mismos— no constituían un organismo vivo. Es
decir, la epigénesis sostenía que el feto era algo que aparecía y evolucionaba,
que atravesaba una serie de etapas y se iba haciendo más complejo en el
seno materno hasta convertirse en un individuo completo de su especie.
Por paralelismo entre la evolución del feto y la de toda una especie,
podía sospecharse atrevidamente que el feto reproducía en su crecimiento
una serie de etapas ya cubiertas por su especie a lo largo de dicha
evolución. Un proceso natural del que el hombre no sería ajeno, desde
que Carl Linneo incluyó a la especie humana dentro de
su clasificación del reino animal: esto sugería la posibilidad de que el
ser humano no hubiera sido creado en su forma presente por Dios. Otros
eminentes naturalistas, como Buffon, se preguntaron
sobre las características de esa materia orgánica básica de la que,
según él, surgía un feto y que conformaba la vida en general. Pensó que
dicha materia podría componerse de partes independientes o “moléculas”.
En resumen, parecía defender la idea de que, al menos a nivel fetal, la
vida evoluciona y cambia de forma. Por otro lado, como producto de las
excavaciones paleontológicas, observó que los fósiles constituían
“familias” y que las sucesivas capas geológicas mostraban distintas
formas de vida que no fueron siempre las mismas en diferentes épocas
pasadas. Es decir: las especies habían evolucionado. Pero Buffon,
todavía con una visión de la vieja escuela y quizá también influido por
un entorno hostil a la idea, no fue capaz de asumir la certeza que unas
especies pudieran surgir a partir de otras. Terminó rechazando el
concepto de evolución de las especies y adujo motivos de peso como, por
ejemplo, la infertilidad de los híbridos.
Pero era cuestión de tiempo que alguien
se atreviese a formular una teoría de la evolución de las especies en
toda regla. Desde una perspectiva meramente funcional, Jean-Baptiste Lamarck
propuso una hipótesis en la que cada especie evolucionaba gracias a la
capacidad de sus individuos para sufrir mutaciones que les permitían
adaptarse al ambiente, y gracias también a que esas mutaciones
funcionales podían ser heredadas por su descendencia. Aquel era un
primer paso hacia una explicación satisfactoria de la diversidad de la
vida, en una disciplina que el propio Lamarck bautizó como “biología”.
Aunque su aportación fue mayoritariamente ignorada y hoy sabemos que se
basaba en mecanismos erróneos (su famoso principio de “la función crea
el órgano” estaba equivocado), lo cierto es que tuvo una importancia
capital. Sentó las bases que se necesitaban para una nueva y más certera
teoría de la evolución.
Fue Charles Darwin quien dio finalmente en el clavo. Dedujo que la adaptación de los organismos al entorno no se producía a causa de mutaciones ad hoc como
había pensado Lamarck, sino mediante un proceso de selección en que
aquellos individuos con mutaciones más ventajosas , sobrevivían con
mayor facilidad (fuera cual fuese el mecanismo que producía las
mutaciones, mecanismoque Darwin no describió, pero que sí empezaron a
describir autores como Mendel). Ese proceso de
“selección natural” explicó por primera vez de manera convincente cómo
podía haber llegado la vida a resultar tan diversa, sin la mediación
directa de un creador o diseñador. De hecho, Darwin, que había recibido
educación religiosa, terminó dudando de su fe, y admitió que el
evolucionismo tenía buena parte de culpa. La vida ya no era un milagro
divino y la existencia del hombre ya no representaba el efecto de un
acto amoroso de Dios, sino el resultado de un largo proceso de selección
natural. La existencia de un creador se le antojaba, pues, innecesaria.
Pese a la polémica que su teoría despertó en su momento entre sectores
conservadores —por la esencia herética de la misma y por el detalle de
emparentar al hombre con los simios—, la selección natural de Darwin
terminó ajustándose a la evidencia proporcionada por muchas otras
disciplinas científicas, desde la geología y paleontología hasta la
genética. Así como Newton había explicado el orden de los cielos, Darwin
explicó el orden de la vida.
Abiogénesis
“Uno ha de contemplar la magnitud de esta tarea para conceder que la generación espontánea de un organismo vivo es imposible. Y sin embargo estamos aquí, creo yo, como resultado de la generación espontánea. Ayudaría el detenernos un momento a preguntar a qué se refiere uno cuando dice que algo es imposible” (George Wald)
Desde el punto de vista de la comunidad
científica, el asunto de la evolución de las especies mediante selección
natural puede considerarse finiquitado desde hace mucho tiempo. La
teoría de la selección natural es la respuesta que se ajusta a las
pruebas obtenidas por toda clase de ramas del saber —incluso ramas que
no se conocían en tiempos de Darwin— y sin ir más lejos ha sido aceptada
incluso por la Iglesia Católica, por más que desde algunos ámbitos
cristianos (especialmente protestantes, aunque también hay
representantes del catolicismo) hayan surgido supuestas alternativas
“científicamente viables” a la selección natural, como la del “diseño
inteligente”. El diseño inteligente una actualización refinada de la
metáfora del relojero de Paley, que no es tomada en serio por la
comunidad científica, aunque haya sectores del público que la defienden,
así como algunos notorios apologistas mediáticos. Según esa idea, la
mera selección natural no podría explicar la “complejidad irreducible”
de ciertos mecanismos biológicos. Quizá algunos recuerden aquel célebre
juicio en EEUU donde se pretendía autorizar la inclusión del “diseño
inteligente” como teoría científica en el temario escolar: se adujo
entonces que el flagelo que utilizan algunas células para impulsarse era
un ejemplo de mecanismo que no podría funcionar sino como la suma
completa de todas sus piezas, al modo de un reloj, y que no podría haber
surgido mediante la evolución por selección natural. Otro ejemplo
similar que se presentó es el de la supuesta complejidad irreducible del
ojo humano, pese a que Darwin ya consideró en su día esta idea:
“Suponer que el ojo —con todos sus inimitables mecanismos para ajustar la visión a diferentes distancias, para admitir diferentes cantidades de luz, para corregir la aberración cromática y esférica— pudo haberse formado por selección natural parece, lo confieso abiertamente, totalmente absurdo. Y aun así la razón me dice que, si se puede demostrar la existencia de numerosas gradaciones desde un ojo complejo hasta otro muy imperfecto y simple, siendo cada gradación útil a su poseedor; y si las variaciones pueden ser heredadas, cual es ciertamente el caso; y si cada modificación puede ser útil al animal bajo condiciones cambiantes de vida, entonces ya no se puede considerar que sea difícil creer que un ojo complejo y perfecto se haya formado por selección natural, aunque resulte insuperable para nuestra imaginación. El cómo un nervio puede volverse sensible a la luz difícilmente nos preocupa más que el cómo se originó la vida en sí misma, pero debo hacer constar que diversos hechos me hacen sospechar que cualquier nervio sensible puede volverse sensible a la luz, y de modo similar sensible a esas vibraciones más gruesas del aire que producen el sonido”
El propio Darwin resumía en este párrafo
dos de las principales características de su teoría: una, que es una
teoría altamente contra-intuitiva y que resulta difícil entenderla
empleando solamente el sentido común. Y dos, que su teoría sólo explica
cómo las especies pudieron evolucionar desde antepasados
extraordinariamente simples, pero que no explica de dónde vinieron esos
antepasados, de dónde y cómo surgió la vida misma. La aparición de seres
vivos a partir de materia inerte (o “abiogénesis”) es una de las
grandes preguntas que la ciencia aún no ha respondido. Sabemos que la
materia orgánica básica —los ladrillos para construir la vida— surge con
facilidad en el universo. Lo demostró el famoso experimento de Miller
en los años cincuenta y por lo que sabemos, la materia orgánica básica
podría ser muy abundante incluso más allá de la Tierra y el sistema
solar. El problema es que no se sabe cómo esos ladrillos, que aparecen
por sí solos en la naturarelza, formaron la primera casa. No sabemos
cómo esa materia orgánica se transformó en vida. Y hemos podido fabricar
ladrillos en laboratorio, pero no hemos podido fabricar una casa desde
cero.
¿Cómo se relaciona la abiogénesis con el
argumento teleológico? Aquí es donde entra en juego el concepto del
“Dios de las grietas”. Es decir: allá donde el conocimiento científico
muestra una grieta que aún no ha sido explicada —y que en ciertos casos
no sabemos si se llegará a explicar algún día— existen apologistas que
proponen como alternativa una explicación sobrenatural. La por ahora
inexplicable abiogénesis no probaría por sí misma la existencia de Dios,
pero sería un indicio más de que el universo fue creado con un
propósito, el propósito de que exista la vida, y de que esa chispa
inicial de la vida podría haber requerido una intervención divina, ya
que no hemos sido capaces ni de reproducirla ni de explicarla mediante
causas naturales. Naturalmente, esto es una desviación del cauce honesto
del argumento teleológico. El problema de esta forma de proceder es el
siguiente: ¿resulta lícito presentar como válida una alternativa
sobrenatural para la que no existen pruebas sólo porque no somos capaces
de obtener una respuesta natural satisfactoria? Veámoslo así:
1) Hacemos una pregunta y discutimos qué respuesta es la correcta, si la A o la B.
2) La premisa A no se puede probar de ninguna manera como cierta.
3) Por lo tanto, B tiene que ser cierta.
Salta a la vista lo falaz del
razonamiento. Sin embargo, el argumento del “Dios de las grietas” es
utilizado con frecuencia, normalmente bajo el contexto de un discurso
maniqueo (y por qué no decirlo, populista) destinado más a sembrar la
duda sobre la ciencia —para presentar la alternativa sobrenatural bajo
una nueva luz— que realmente a dilucidar la cuestión. Se asume que
señalando las grietas del conocimiento científico la población creyente o
dubitativa tenderá a considerar que una respuesta natural resulta
improbable y que, por lo tanto, la respuesta probable ha de ser
sobrenatural. Así, cada vez que la ciencia reconoce su ignorancia
respecto a una gran pregunta sobre el origen de la vida (o sobre
cualquier otro misterio universal), los apologistas del “Dios de las
grietas” inciden en esa ignorancia porque saben que, de manera
incorrecta pero automática, un buen número de creyentes se sentirán
reforzados en su fe.
A esta falacia básica se suele añadir
otro razonamiento, la afirmación de que la hipótesis divina no puede ser
probada pero tampoco refutada, y que por tanto debe aceptarse como
admisible. Pero esto constituye también una falacia lógica. Se trata del
argumento ad ignorantiam, que pretende demostrar la validez de una premisa sólo porque no se puede demostrar su invalidez:
1) No puede probarse que A es verdadero.
2) pero tampoco puede probarse que A es falso,
3) por tanto, A puede ser admitido como verdadero.
Esto es, desde luego, incorrecto. De ser
correcto podríamos dar por válida prácticamente cualquier afirmación
que sea imposible de refutar, por ejemplo: las cuevas de Altamira fueron
decoradas por Superman. Probablemente nunca lleguemos a ser capaces de
demostrar lo contrario, en cuyo caso —si argumentáramos ad ignorantiam—
podríamos considerar que la hipótesis de que Superman fue el autor de
las célebres pinturas es una hipótesis aceptable que debería ser tenida
en cuenta en la discusión. Pero no consideramos que razonar de este modo
sea aceptable; de lo contrario, nuestro cuerpo de conocimientos sería
un cúmulo de caóticas posibilidades sin distinción entre lo veraz y lo
absurdo. La conclusión de todo esto es que el misterio en torno al
fenómeno de la abiogénesis no debería ser utilizado como indicio para
reforzar una visión teleológica del cosmos.
La afinación precisa del universo
“Si el universo no hubiese sido creado con la más exacta precisión, nunca podríamos haber llegado a existir” (John O’Keefe)
Según algunos físicos, las
características de nuestro universo vendrían determinadas por una serie
de números, los cuales expresan el equilibrio existente entre las
diversas fuerzas que operan desde el momento mismo del Big Bang. Si en
ese momento inicial el valor de esas fuerzas hubiese sido distinto, el
universo podría ser completamente diferente al que conocemos ahora.
Podría haberse convertido en un universo completamente caótico, sin la
más remota posibilidad de que surgieran estrellas y planetas, no digamos
ya de que surgiera la propia vida. Hay incluso quien afirma que la
relación entre estos números es muy delicada y que la menor modificación
en esas proporciones numéricas hubiera impedido que se formase el
cosmos en que vivimos. ¿Hasta qué punto es esto cierto? Queda para los
físicos discutir cuál es el alcance de todo ello y cuál era el margen de
modificación de esas fuerzas en el momento del Big Bang. En todo caso,
el asunto ha generado una discusión teleológica interesante: la de si el
universo está perfectamente “afinado” para que pueda existir la vida.
De ser así, ¿constituiría esto una prueba de que hay una inteligencia
que confirió al cosmos las características exactas que permitían la
aparición de la vida y el hombre?
Veamos los problemas que conlleva esta
idea. Uno, que partimos de la base de que, modificando la relación de
fuerzas que imperaba en el momento del Big Bang, el resultado hubiese
sido un universo muy diferente. Dicho así, parece lógico. Pero no
sabemos si esa modificación fue siquiera factible en algún momento. No
sabemos si esta relación de fuerzas podría haberse producido de algún
otro modo y si otro universo hubiera sido posible. Sólo conocemos un
universo posible —el nuestro— y plantearse que podría haber
existido uno alternativo no va más allá del terreno de la mera
especulación. Empleando un símil musical: sabemos que el universo está
afinado en una determinada nota, pero ¿fue alguna vez siquiera posible
haberlo afinado en otra nota distinta? Quizá el universo que existe es
el único que podría haber existido, y mientras contemplemos esta idea,
el concepto de la “afinación precisa” es una interpretación que hacemos a posteriori del
único universo que conocemos. Dicho de otro modo: no fue el universo el
que surgió ajustado a las necesidades de nuestra futura aparición, sino
que fue nuestra aparición la que se produjo ajustándose a las
condiciones preexistentes del universo. Esta explicación tiene más
sentido, se ajusta más a nuestros conocimientos y resulta más verosímil
que la “afinación precisa”.
Por otra parte, la noción misma de que
el universo está diseñado para la vida es bastante dudosa. Ciertamente
puede surgir la vida en nuestro universo —o este artículo no estaría
siendo escrito ni usted, amigo lector, lo estaría leyendo— pero, que
sepamos, la vida es un accidente raro. Por ahora y que nos conste, en
todo el sistema solar sólo ha aparecido vida sobre la Tierra. En el
resto de planetas y satélites no hemos encontrado ni rastro, aunque bien
es cierto que la posibilidad de encontrar vida extraterrestre en
nuestro propio vecindario solar no resulta irrazonable; es una
posibilidad que no ha sido descartada todavía. Pero ciñámonos a lo que
sabemos y pensemos en el universo como conjunto: el cosmos es un inmenso
“vacío” (no está vacío, pero digámoslo así para entendernos) que no
puede albergar vida, en el que ocasionalmente flotan estrellas donde
tampoco puede existir la vida (de hecho, las estrellas son auténticos
infiernos nucleares) y planetas que, en su mayor, parte tampoco podrían
albergar vida. Casi todo el cosmos es un entorno hostil a la vida. De
hecho, sólo conocemos un planeta habitable —el nuestro— e incluso en
nuestro propio planeta hay entornos bastante hostiles. ¿Tiene sentido
pensar que una inteligencia creadora afinó las fuerzas del Big Bang para
que existiera la vida sólo en lugares muy, muy determinados del
universo? ¿Previó Dios que bajo las condiciones físicas universales
determinadas en el Big Bang, aparecería el hombre sobre la faz de un
diminuto planeta azul en torno a una pequeña estrella de los confines de
la Via Láctea? En tal caso, en vez de crear directamente nuestro Jardín
del Edén, Dios decidió establecer un juego matemático que terminara
dando lugar a la existencia de dicho jardín —y de nosotros sus
habitantes— como resultado de una enorme carambola cósmica. Una vez más,
es el “Dios de las grietas” que propone una alternativa rebuscada a las
explicaciones naturales.
Porque el que sobre la Tierra haya
aparecido vida inteligente es realmente una carambola, algo que pudo no
haber sucedido jamás. Nuestro planeta ha conocido extinciones masivas,
que quizá hicieron retroceder en millones de años la carrera evolutiva
hasta la inteligencia (de no haberse producido esas extinciones, este
artículo, en vez de estar escrito por un primate evolucionado —les cedo
gratuitamente el calificativo para el firmante— pudo haber sido escrito
por un dinosaurio con corbata hace varios millones de años). De hecho
podrían haberse producido otras extinciones, si algún gran meteorito
hubiese caído sobre nuestro planeta cuando el hombre estaba
evolucionando hacia lo que es hoy, en cuyo caso quizá no hubiese
aparecido nunca el homo sapiens. También se considera que la
existencia de la luna ha jugado un papel importante en la aparición de
vida inteligente, porque sin ella la Tierra no hubiese sido lo bastante
estable magnética y climáticamente como para que hubiesen surgido formas
demasiado complejas de vida. Podemos decir que hemos tenido suerte,
porque la Tierra podría haberse convertido en un infierno a causa del
efecto invernadero, como Venus, o en un páramo frío y estéril, como
Marte. No sucedió así y no estamos seguros de por qué. La Tierra reúne
una afortunada conjunción de características favorables para la vida,
eso es evidente. Quizá la Tierra es especial, pero ¿lo es porque alguien
lo decidió así? ¿Realmente tiene tanta importancia que haya podido
aparecer el ser humano sobre la faz de la Tierra, o sólo le concedemos
esa importancia porque nosotros somos los protagonistas de tan
afortunada casualidad? Si existen criaturas inteligentes en algún otro
planeta, probablemente se consideren también especiales. Esto incide en
uno de los principales defectos del argumento teleológico: el
antropocentrismo.
Un argumento antropocéntrico
“Ya conocéis el argumento del diseño: todo en el mundo está hecho para que nosotros podamos habitarlo, y si el mundo fuera un poco diferente, no podríamos seguir habitando en él. Eso es el argumento del diseño. A veces toma formas más bien curiosas. Por ejemplo, se dice que los conejos tienen la cola blanca y eso hace que resulte más fácil disparar sobre ellos. Así que no sé qué opinarán los conejos sobre este diseño” (Bertrand Russell)
Tomando perspectiva y contemplando el
universo como un todo, la existencia de la humanidad resulta
intrascendente. No hemos podido dejar huella en el universo que nos
rodea ni cambiar su naturaleza; nuestra capacidad de influencia está
limitada a nuestro propio planeta y únicamente a nivel muy superficial
(porque, en realidad, a escala astronómica somos sólo el equivalente de
unos microorganismos que habitan la superficie de una inmensa bola de
hierro). Como mucho, también hacemos pequeños e inapreciables arañazos
en la superficie de otros mundos, como la Luna, o Marte, o Venus;
planetas a donde hemos enviado minúsculas sondas. Pero la verdad es que
nuestra presencia tiene una nula incidencia en el universo como
conjunto, por tanto difícilmente podemos considerar que esa presencia
resulte “importante”. Esta idea resulta tanto más evidente cuanto más
reflexionamos sobre las dimensiones del cosmos y el lugar que ocupamos
en él.
Pero un argumento teleológico sobre la
existencia de Dios sólo tiene sentido si se considera que la existencia
de la especie humana reviste una importancia universal en sentido
absoluto. Que nuestra existencia sea lo bastante importante como para
que el universo haya sido diseñado a nuestra conveniencia. Esta es una
idea difícil de defender. Uno, por cuestiones de tamaño: el cosmos es
inmenso y nosotros apenas ocupamos una fracción infinitesimal de uno de
sus innumerables rincones. Dos, por cuestiones de causa-efecto: el que
existamos o no tiene, como decíamos, un nulo efecto sobre el conjunto
del universo. Tres, por cuestiones conceptuales: no hay motivo alguno
para pensar que constituimos un elemento cualitativamente diferente del
resto de los elementos que componen el cosmos. Estamos formados de la
misma materia, sometidos a las mismas leyes físicas universales. Así
pues, ¿por qué nos creemos diferentes? Evidentemente, a nivel
puramente individual, pensamos que nuestra inteligencia, nuestra
autoconsciencia y nuestra capacidad de asombro constituyen fenómenos
notables, de los que disfrutamos en nuestra vida. Características que
nos gustan en nosotros mismos y que consideramos debemos conservar.
Hacen que nos confiramos una importancia como individuos que se expresa
en nuestra filosofía: no nos da igual el no existir. Aquí no discutimos
esa idea. No debería darnos igual el no existir y parece positivo que
nos tomemos nuestra propia existencia muy en serio. Eso a nivel
individual. Porque, como especie, tenemos que admitir la idea de que al
universo sí le da igual que existamos. Esto impide que el argumento
teleológico se sostenga por sí mismo, ya que se convierte en un
razonamiento circular:
1) Creemos que el universo hubo de ser hecho a nuestra medida porque somos importantes.
2) Nos consideramos importantes porque vemos que el universo fue hecho a nuestra medida.
Por lo general el argumento teleológico
se centra en los detalles científicos, buscando en nuestro conocimiento
sobre el cosmos los rastros de esa voluntad diseñadora que le dio origen
conun propósito determinado. Pero el argumento pocas veces hace frente a
la pregunta: ¿por qué querría una voluntad creadora diseñar un universo
en el que pueda vivir el hombre? O dicho de otro modo, ¿por qué iba a
molestarse un Dios en crearnos? La respuesta, naturalmente, sólo puede
residir en argumentos antropocéntricos: Dios nos creó “para amarnos”,
“para que lo amemos”, “para que le rindamos culto”, “para que le hagamos
compañía”… existen quizá tantas respuestas distintas como teologías y
mitologías religiosas hay en el mundo. Pero todas podrían resumirse en
un “Dios nos creó porque somos importantes”. Esto es, finalmente, la
clave de todo el asunto. Hemos citado ejemplos como el de la abiogénesis
o la afinación precisa del universo como formas modernas de
argumentación teleológica. Podríamos citar muchas más, pero por grande
que fuera el número de hipótesis presentadas sobre un supuesto carácter
teleológico del cosmos, seguiría sin responderse la cuestión básica: ¿de
verdad resulta razonable intentar explicar el universo en función del
simple hecho de que nosotros estemos aquí y sepamos que estamos aquí?
¿De verdad el que seamos capaces de pensar en nosotros mismos nos hace
tan especiales que se requirió construir todo un inmenso universo con el
propósito final de que nosotros habitemos una minúscula porción de él?
¿Es el ser humano, sólo porque puede concebir estas ideas, realmente tan
importante?
“Todavía está por probar que la inteligencia tenga algún valor para la supervivencia” (Arthur C. Clarke)
E. J. Rodríguez, ¿Existe Dios? (II) El argumento teleológico, jot down, 13/04/2012
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