Enemics.

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by Jeff Christensen
Se sospecha de la amistad, pero en principio cuesta más cuestionar una enemistad. Parecería que esta tiene más crédito de autenticidad y de verdad. Suele decirse que también hay que procurar elegir a los enemigos. Tampoco es improbable que sean ellos quienes le eligen a uno. En cualquier caso, es llamativa la facilidad con que algunos generan enemigos, o así los consideran, y no tanto por la animadversión que provocan sino por la que ellos mismos sienten.

Algunos necesitan poco para procurarse enemigos. Otro tanto les ocurre para decir que son amigos. Pronto se presentan como tales, y eso no siempre obedece a su natural bonhomía, sino a su concepción fatua, trivial o interesada de las relaciones. En cualquier caso, en general, no deja de ser agradable desear ser amigo o que otros deseen serlo de uno. Ello no evita la sorpresa por la celeridad de la declaración de amistad.

Hay quienes en principio son amigos. Otros, sin embargo, ya de entrada son enemigos. Y no como resultado displicente de alguna indiferencia, sino como simple expresión de diferencia. Si los demás no son similares, incluso idénticos, cabe decir que llevan en su diversidad el germen de una distancia, ya que, como muestran, solo pueden ser amigos de quienes piensan y son como ellos. Llevado hasta cierto punto, con este planteamiento encuentran dificultades incluso para ser amigos de sí mismos.

Pero la enemistad no es una simple sensación, ni un mero sentimiento, algo que va y viene en el juego de las consabidas rupturas y reconciliaciones, aproximaciones y distancias. Kant señala en una nota de La paz perpetua que la enemistad es una verdadera ruptura del pacto social. Es su quebranto. Podríamos decir entonces que no asumir las propias tareas y responsabilidades, tratar de imponer los propios criterios, creerse en posesión de la verdad, no contribuir a generar espacios de posibilidades compartidas, oponerse a una tarea conjunta, tales serían las vías de una enemistad que en última instancia sería indignidad. Ser enemigo no es solo estar contra alguien, es asimismo el trabajo insistente por ignorarlo. Para serlo, no es precisa una declaración de enemistad.

No faltan quienes consideran que generar enemistad es sencillamente cuestionar la opinión ajena. No solo todo contrincante sería enemigo, basta con que fuera otro u otra. La indignación se sostendría en su mera existencia. Incómodos porque alguien desee, busque o persiga, esto resultaría suficiente para combatirlo. Toda la estrategia iría encaminada a lograr su reducción, su asimilación y, más o menos explícitamente, su rendición. La prevención y la precaución funcionarían permanentemente como temor. La confianza sería ingenuo descuido. Siempre a la defensiva ante cualquier presunto o posible invasor de la voluntad propia, su vida consistiría, siquiera preventivamente, en un constante combate contra los demás. Vencer y derrotar serían la máxima expresión de eficacia y de realismo.
Mientras tanto, no cesarían de aconsejar, de hacer ostentación de cautela y de suspicacia. Y lo que en principio podría presentarse como sensata caución no haría sino minar la viabilidad de cualquier trabajo o decisión compartidos. De este modo, pronto no tardaríamos en dudar de nosotros mismos. Y, en cierta medida, de eso se trataría. No sería la consecuencia, sino la causa. La desconfianza hostil hacia los otros no vendría sino a confirmar la inseguridad propia.

Incapacitados para crecer conjuntamente, desde la impotencia o falta de disponibilidad para hacerlo, hay quienes aconsejan no fiarse. A las consabidas precauciones de Maquiavelo sobre el peligro de confiar en los demás, salvo en caso de amistad contrastada, las notas de Napoleón a su Príncipe apostillan: “ni siquiera en ese caso”. Lo contrario, por lo visto, sería ingenuidad.

Invitados gentilmente a tantos cuidados, la experiencia parecería esgrimirse como argumento para no simplemente evitar los riesgos, sino para hacérselos correr a los otros. Todo tipo de trampas y de artimañas generadas para apaciguar la virginal inocencia buscarían preparar para las dificultades de la vida mediante un único procedimiento. Hay que derrotar al resto porque, desengañémonos, son nuestros enemigos. Quieren lo mismo, quieren lo nuestro.

La competitividad no sería entonces la razonable contienda de valores y de competencias, a fin de lograr lo mejor de sí y obtener buenos resultados. Se trataría de entronizarlos y de lograrlos a cualquier precio. Contra los demás, sobre los demás. Sin cooperación, las víctimas no serían sino enemigos derrotados. Era cosa de ellos o nosotros. Nada de distraerse eludiendo los obstáculos, lo importante consistía en considerar quiénes podrían llegar a serlo y eliminarlos. Ni siquiera la conclusión de semejante guerra supondría el fin de la contienda. Habría de velarse por la irrupción de cualquier indicio de alteridad irreductible, es decir, de atender pormenorizadamente los modos en que el enemigo aún pervive. Y vigilar y eliminar cualquier atisbo de su existencia.

Efectivamente, hay enemistades. Y enemigos. Y caben, por lo menos, dos maneras de hacerlos crecer: o no tenerlos en cuenta, u obsesionarse con ellos. Y lo son, no porque piensen diferente, sino porque actúan contra lo que uno mismo considera decisivo. Y hasta contra lo que alguien puede ser o llegar a ser. Pero eso no justifica elevar a la categoría de tales a aquellos con quienes no coincidimos o tenemos cualquier disensión. Hemos de ser exigentes incluso para considerar a alguien enemigo y para algunos resulta singularmente difícil tener a alguien como tal. No se trata de eludir la lucha en que consiste vivir, ni de evitar la necesidad de esgrimir argumentos, ni de hacer valer las razones, ni dejar de defender determinadas convicciones o posiciones. La proclamación de la enemistad universal se parece demasiado al cántico abstracto de una amistad preestablecida. Sin embargo, mientras este se mira con displicencia, y hasta con conmiseración, se encuentra razonable dar por contrastado que somos enemigos.

De proceder así, la cuestión no se reduce a la mera clasificación de los demás y de su actitud, sino que comporta toda una concepción de las relaciones humanas y sociales. La gestión y la legislación darían buena cuenta de ello. No bastaría la prevención. Ni siquiera la sanción. Un cierto aire de amenaza, a veces bien explícita, se equipararía con la que cada quien habría de sentir ante la presencia de los otros. En un clima general de desconfianza, todo proceso colectivo no pasaría de ser una sucesión de estados de ánimo, cada vez, entonces, más decisivos.

A la proliferación de enemistades le correspondería un sinfín de hostilidades. La paranoia de suponerse cercado aconseja mal las decisiones. La vida no sería sino un pasillo de intrigas y las relaciones humanas conspiraciones palaciegas. Cada institución, cada hogar, cada persona nos veríamos afectados por esta visión. Nada de confiar, nada de concordar, nada de conversar. En su lugar, la palabra justa habría de comportarse como un ángel exterminador. Pero conviene no precipitarse. Ni para declarar amistad, ni para presuponer enemistad, que así consideradas no pasan de ser coartadas para evitar la efectiva relación. Y entregados a ella ya no valen los estereotipos.

Ángel Gabilondo, Enemistades, El salto del Ángel, 24/01/2014

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