La prova cosmològica de l'existència de Déu.

 



“Afirmaciones extraordinarias requieren pruebas extraordinarias” (David Hume)
Un hombre entra en una habitación. Sobre la mesa hay un plato de comida. ¿Cuál será probablemente su primera deducción? Pensará que alguien ha puesto el plato allí, porque que el plato no ha podido llegar a la habitación por sus propios medios. La presencia del plato indica necesariamente otra presencia, quizá no visible, pero no por ello menos cierta: la presencia de la persona que colocó el plato sobre la mesa.

Esta sencilla deducción ejemplifica, a grandes rasgos, el argumento filosófico del que vamos a hablar aquí. Al igual que el plato que está en la mesa ha sido puesto allí por alguien, el argumento cosmológico expresa la idea de que si el universo existe, necesariamente ha sido llevado a la existencia por alguien o algo externo a él. Tradicionalmente se ha asumido que ese alguien o ese algo es un ente divino (inmaterial, intemporal, omnipotente y capaz de existir por sí mismo) ya que un ente no-divino no poseería las características necesarias que le permitieran realizar una tarea semejante.

Obviamente, en el ejemplo del plato sobre la mesa hay una pista clara para el hombre que entra en la habitación, una pista que le permite deducir que alguien ha puesto el plato allí. Esa pista es el carácter evidentemente artificial del propio plato: un objeto que sabemos ha sido fabricado por manos humanas con la intención de colocar comida en él. Lo sabemos porque todos y cada uno de los platos que hemos observado en el universo tienen origen artificial. Pero, ¿qué ocurre si el hombre entra en la habitación y encuentra sobre la mesa todo un universo en miniatura? Su perplejidad sería comprensible.

Esa misma perplejidad es la que siempre hemos sentido los seres humanos al observar no sólo nuestra propia existencia, sino la del mismo universo que habitamos. En un primer momento nos hacemos  la misma pregunta que el individuo que encontró el plato sobre la mesa  —“¿quién ha colocado esto aquí?”— pero ya no disponemos de ninguna pista sobre un posible origen artificial del universo (bueno, hay quien piensa que sí existen tales pistas, pero eso daría pie a otra discusión totalmente distinta que será motivo de otro artículo). Y durante una segunda reflexión, podemos hacernos una nueva pregunta: “¿de verdad es necesario que alguien lo haya colocado aquí, o podría haber aparecido por sí mismo?”. Para estas preguntas básicas, hasta hoy, no existe una respuesta enteramente satisfactoria. Sin embargo, sí se han manejado ciertos argumentos que defienden la idea de que, como en el caso del plato de comida, la existencia del universo demostraría la existencia de quien lo ha puesto aquí.

Para quienes no somos filósofos, y supongo que incluso para quienes sí lo son, la cuestión terminológica es a veces como una selva impenetrable. No todos los filósofos llaman a las cosas del mismo modo y no siempre las etiquetas significan lo que instintivamente podríamos deducir. Así, en frío, un “argumento cosmológico” sería cualquier argumento que trate cuestiones relacionadas con el universo, pero en la práctica lo usamos para referirnos a una hipótesis muy determinada: la de que la existencia del universo demuestra la existencia de Dios. Así, no siempre ha resultado fácil separar la cosmología de la “apologética”, o sea la doctrina que trata de demostrar esa existencia de Dios. Cuando hablamos de “el argumento cosmológico”, nos referimos generalmente a uno de los argumentos apologéticos por excelencia.

¿Por qué? Pues porque, aunque a lo largo de la historia no todas las ideas sobre el origen del universo manejadas por la cosmología han tenido carácter religioso, el “argumento cosmológico” sí lo tiene. Es un argumento apologético, esto es, pro-religioso. No porque los apologistas hayan deducido de él que existe Dios tal y como lo retratan sus respectivas religiones, sino porque han deducido la existencia de algo que tiene algunas características similares a las que esas religiones han atribuido a sus dioses.

De todos modos, el objetivo de este artículo no es debatir o no la existencia de Dios, lo cual debería hacerse a muchos otros niveles y usando muchos otros argumentos. El único objetivo es diseccionar —por el placer de hacerlo, como se haría con una partida de ajedrez— la posible validez de ese argumento cosmológico. Ni refutar el argumento cosmológico serviría para concluir que Dios no existe, ni demostrarlo serviría para demostrar que Dios sí existe. De hecho, el argumento cosmológico es sólo uno de los grandes argumentos tradicionales para intentar demostrar la existencia de Dios, pero ni mucho menos el único.


Los argumentos tradicionales sobre la existencia de Dios
“Cuestionad con atrevimiento incluso la propia existencia de Dios. Porque, si Dios existe, debe apreciar más el homenaje que nace desde la razón que el homenaje que nace de un miedo ciego” (Thomas Jefferson)
Las ideas principales que manejaba la antigua apologética eran argumentos meramente racionales, con un fuerte componente lógico pero con una base empírica más bien endeble. Dado que la ciencia del momento —y para ser justos, tampoco la de hoy— podía responder con seguridad cuestiones como “¿de dónde surgió el Universo” o “¿existe Dios?”, y la información proporcionada por la evidencia empírica a favor o en contra era muy escasa, se buscaba en el ejercicio de la razón una vía para encontrar esas respuestas.
Leibniz
Leibniz

Los argumentos tradicionales para probar la existencia de Dios pasaron por muchas manos y muchas mentes a lo largo de los siglos, adoptando muy diversas formulaciones e incluso distintos nombres. Pero podríamos quizá agruparlos en tres fundamentales:

— El argumento cosmológico, el cual afirma que la existencia del universo prueba la existencia de Dios, ya que el universo necesita una causa para explicar el por qué de su existencia (si el plato está sobre la mesa, es porque alguien lo puso allí).

— El argumento teleológico, el cual afirma que las propiedades del universo y no sólo su mera existencia prueban a Dios, porque en dichas propiedades puede percibirse la intencionalidad de un diseñador (si el plato es un objeto con una forma determinada, alguien debió diseñarlo de ese modo).

— El argumento ontológico, el cual afirma que Dios debe necesariamente existir debido a las propias cualidades que atribuimos a ese Dios y que su inexistencia, una vez hemos sido capaces de pensar en él, sería un absurdo (el hecho de que consigamos imaginar que alguien puso el plato sobre la mesa, demuestra por sí mismo la existencia de ese alguien).
Este último, el argumento ontológico, que viene a decir “pienso en Dios luego Dios existe” es el más abstruso y está demasiado basado en meras construcciones metafísicas como para seguir teniendo cierto sentido en la actualidad. Fue expresado por algunos filósofos —como el musulmán Avicena— pero refinado hasta su máximo esplendor por San Anselmo, quien pretendía lograr una demostración puramente intelectual de Dios, en la que usando solamente la razón y prescindiendo de toda consideración observacional y empírica sobre la naturaleza del cosmos, se llegase a la conclusión de que Dios existe. San Anselmo buscaba una “fórmula apriorística de Dios”. Pero la demostración de que Dios existe solamente porque somos capaces de pensar en él y porque podemos definirlo como concepto, es un ejercicio tan rebuscado que no solamente los actuales apologistas lo ignoran como argumento firme, sino que ya hubo —incluso en épocas pasadas— algunos eminentes teólogos que lo consideraron un mero ejercicio vacuo. Hay que decir que entre los filósofos posteriores a San Anselmo ha habido posturas de todo tipo: desde la abierta defensa que hizo Spinoza y el aprecio que mostró Descartes, al abierto rechazo de Hume y sobre todo de Kant. Pero en resumen podría decirse que a partir del siglo XVIII el argumento ontológico yace clínicamente muerto, aunque quizá algunos de sus razonamientos aún pueden ser usados —aisladamente— con cierto éxito intelectual. Pero, como decimos, el conjunto del argumento ontológico ha sido básicamente desestimado por la Historia.

Por el contrario, los argumentos cosmológico y teleológico, aunque nacieron también como construcciones casi totalmente lógicas, sí tenían y tienen bastantes conexiones con la realidad empírica y gracias a ello han sobrevivido —mejor o peor—a lo largo del tiempo. Decir que “han sobrevivido” no implica afirmar su validez, pero sí implica reconocer que han seguido siendo objeto de debate y que no están formalmente extintos. Es más, han sido activamente rescatados por los apologistas actuales, sobre todo porque se han asociado algunas de sus premisas a los más recientes descubrimientos científicos. A menudo se han hecho esas asociaciones de manera muy ligera, todo hay que decirlo, pero no quisiera adoptar una postura apriorística en contra del argumento sin pasar a analizarlo antes. Esto, en realidad, no es más que una excusa para realizar un ejercicio intelectual —que a algunos nos podrá parecer más o menos falaz y que otros sin duda analizarán con mayor acierto que quien suscribe— pero que nunca ha dejado de resultar interesante. La filosofía, como el ajedrez, fascina incluso a aquellos que somos legos, meros aficionados en la materia. A partir de este momento, el presente artículo se centra únicamente en el argumento cosmológico. El teleológico, también interesante, quedará para una futura ocasión.


El argumento cosmológico clásico
“¿Por qué hay algo en lugar de nada?” (Gottfried Leibniz)
Este argumento, en su forma clásica, es una de las hipótesis más sencillas sobre la existencia de Dios. Ha tenido diversos nombres, aunque en la actualidad se lo denomina mayoritariamente como en este artículo, y a veces “argumento cosmológico Kalam”. Esta última denominación (“Kalam”) se ha puesto de moda porque una de sus formulaciones básicas podía encontrarse en textos del kalam, una rama teológica medieval de la religión musulmana. La idea de que el universo requiere necesariamente una causa sobrenatural es muy antigua y bajo diversas formas la habían tratado los más importantes filósofos desde Aristóteles y Platón, por lo menos. Pero fue en la Edad Media cuando las exposiciones de este argumento adquirieron su forma clásica, ya fuese en los textos cristianos de San Buenaventura como, muy especialmente, de Santo Tomás de Aquino —el principal y más popular impulsor del argumento cosmológico en occidente— o en los textos del erudito musulmán Al Ghazali, por citar un buen ejemplo en el ámbito del Islam. El auge de las religiones monoteístas produjo una proliferación de grandes apologistas preocupados por demostrar la existencia del ente divino al que rendían culto. Pero, entrando ya en materia, la formulación más sencilla e intuitiva del argumento teológico reza como sigue:
1. Todo lo que existe tiene una causa.
2. El universo existe.
3. Por lo tanto, el universo tiene una causa.

De lo cual también se deducía que dicha causa de la existencia del universo podía identificarse con Dios. ¿Por qué? Porque la causa del universo debe ser necesariamente ajena al universo mismo. Si el universo es material y temporal, su causa ha de ser inmaterial (espiritual) e intemporal (eterna). Ha de ser además omnipotente, ya que ha creado u originado todo cuanto existe en dicho universo. Estas características, inmaterialidad, intemporalidad y omnipotencia son las que atribuimos a Dios. Así que la conclusión “el universo necesita una causa que se parece mucho a Dios” les pareció suficientemente satisfactoria a los apologistas que empleaban esta formulación clásica. Naturalmente, habrá quien pueda plantear algunas objeciones a esta identificación entre causa del universo y Dios. Pero de momento admitamos que es una identificación por aproximación lo bastante satisfactoria (si existe algo que es Dios, necesariamente se parecerá a esa primera causa) como para dar un paso adelante y afirmar que… ¡problema resuelto! Hemos demostrado la existencia de Dios… ¿o no?

En principio, esta formulación del argumento cosmológico sí parece intuitivamente cierta. Es muy “lógica” y hubo grandes pensadores que la consideraron irrefutable. El problema es que cuando vamos más allá de la primera impresión, lo que debería servir para demostrar la existencia del Creador en realidad provoca un bucle lógico sin solución posible:

1. Todo lo que existe tiene una causa.
2. El universo existe.
3. Por lo tanto, el universo tiene una causa, que es Dios.
…por lo tanto:
4. Dios existe.
5. Si Dios existe, entonces, según la premisa 1, Dios tiene una causa.
6. Si Dios necesita tener una causa, ya no podemos considerarlo como Dios.
Con lo cual el argumento entra en un círculo sin solución. El universo existe, por tanto necesita una causa. Pero esa causa también existe, así que necesita a su vez otra causa. O dicho de otro modo: si el Creador existe, a su vez fue producto de otro creador, llamémoslo Dios II. Pero entonces, si ese Dios II existe, también necesita una causa, que sería Dios III. Que a su vez también necesitaría una causa. Y así con Dios IV, Dios V, Dios VI… hasta el infinito.

El hecho de que cada causa necesite a su vez otra causa nos conduce obviamente a una serie infinita de causas. Pero esta noción de causalidad infinita ha sido desestimada por prácticamente todos los filósofos importantes dedicados a la cuestión, ya que plantea un absurdo lógico indefendible. En una serie infinita de causalidades nunca podría señalarse a una Primera Causa, y los apologistas rechazaban la idea de que no exista una Primera Causa. Tomás de Aquino, por ejemplo, se opuso firmemente a la idea de una cadena causal infinita, considerándola algo sin sentido alguno. Lo mismo hicieron tiempo después nombres como Leibniz, otro decidido defensor del argumento cosmológico (al cual enunció como “principio de razón suficiente”). Leibniz defendía la idea de que algo no puede emerger a la existencia por las buenas desde la nada, ya que la nada, por definición, carece de propiedades. Y se necesitan propiedades —como mínimo la capacidad de crear— para llevar algo a la existencia.

[Conclusión: el argumento cosmológico en su forma más simple conduce a un absurdo lógico]

Pero si el argumento cosmológico clásico nos lleva a una cadena de causalidad infinita y los apologistas niegan la posibilidad de una causalidad infinita, ¿por qué siguieron usando el argumento cosmológico, si parece tratarse de un callejón sin salida?


¿Existencia o comienzo de la existencia?
“La única razón para que el tiempo exista es para que no ocurra todo a la vez” (Albert Einstein)
Para salvar este considerable escollo en el argumento cosmológico se hizo una nueva formulación, en la que la estructura del argumento permanecía aparentemente idéntica, pero la modificación de sus premisas cambiaba radicalmente la naturaleza del argumento, añadiendo más implicaciones para poder facilitar la misma conclusión:
1. Todo lo que ha comenzado a existir tiene una causa.
2. El universo comenzó a existir.
3. Por lo tanto, el universo tiene una causa.
Como se ve, la modificación parece mínima (se sustituye “existir” por “comenzar a existir”) pero el cambio es realmente sustancial y no se responden las preguntas suscitadas, sino que se trasladan a otro nivel. Por un lado la reformulación logra el objetivo inmediato de evitar caer en la trampa de la causalidad infinita, ya que se puede afirmar que “Dios existe” sin que sea necesaria una causa: si Dios nunca comenzó a existir y sencillamente ha existido siempre, ya no se requiere una causa que explique a Dios. Esto se concilia perfectamente con la idea de que una cadena infinita de causas carece de sentido, y por tanto existe una Causa Primera, esto es, Dios.

Y claro, aparentemente se resuelve la cuestión de la cadena de causalidades infinitas, pero al precio de provocar nuevos interrogantes sobre la validez de las propias premisas, algo que trataremos más adelante.

Para empezar, antes de afrontar esas preguntas sobre la validez inicial de las premisas, existen algunas alegaciones que hacer a la consistencia misma del argumento. En primer lugar se podría acusar a esta formulación de cometer la falacia lógica conocida como petitio principii (“petición de principio”) que consiste en incluir la conclusión que se pretende obtener dentro de las premisas que se supone deben demostrar esa misma conclusión. Esto ocurriría porque la premisa “todo lo que comienza a existir tiene una causa” se da por válida solamente porque así lo observamos en la naturaleza, en la que efectivamente nada sucede sin un motivo. Pero la naturaleza, de donde obtenemos esa ley de causa-efecto, forma parte del universo. Observamos que todo lo que comienza a existir tiene una causa, pero lo observamos dentro del propio universo, ya que no podemos observar nada que esté fuera del universo. Veamos el argumento cosmológico expresado de esta otra manera:

1. Todo lo que ha comenzado a existir tiene una causa (pero el universo contiene todo lo que ha comenzado a existir, por lo tanto podríamos decir que universo es igual a todo lo que ha comenzado a existir)
2. El universo comenzó a existir.
3. Por lo tanto, el universo tiene una causa.
Lo cual, en el fondo, podría resumirse en:
1. El universo tiene una causa, por lo tanto
2. El universo tiene una causa.
Como puede verse, en esta formulación del argumento cosmológico la primera premisa y la conclusión están diciendo básicamente lo mismo, lo cual invalida el razonamiento. Es aquí cuando comienzan los problemas tanto terminológicos como conceptuales para debatir sobre el argumento cosmológico. Alguien podría decir que el argumento no comete este petitio principii porque no se puede confundir continente (universo) con contenido (todo lo que ha comenzado a existir). Observamos la premisa 1 en aquello que el universo contiene, pero eso no significa que podamos considerar que el universo es igual a todo lo que contiene. Del mismo modo que la botella de cristal no es igual a la leche que contiene. O, por usar otro paralelismo más apropiado, las propiedades del océano como continente no son iguales a las propiedades del agua como contenido. El océano como un todo tiene unas propiedades, pero las gotas —o moléculas— de agua que lo conforman tienen otras.

Pero si esto es cierto, y si continente y contenido son distintos, ¿con qué validez el argumento cosmológico atribuye al continente una cualidad (comenzar a existir) que hemos observado únicamente en el contenido? ¿Y con qué validez se somete al universo como continente a una ley (todo cuando comienza a existir tiene una causa) que hemos observado únicamente en el contenido? Si la botella y la leche no comparten todas las propiedades, si el océano y la gota de agua no comparten todas las propiedades, ¿cómo demostramos que el universo y aquello cuanto contiene sí han de compartir todas las propiedades? ¿De dónde proviene la supuesta validez de la premisa 2?
Si decimos:
— Que la leche que la botella contiene sea blanca, no implica que la botella sea también blanca.
Decimos también:
— Que todo aquello que el universo contiene haya empezado a existir, no implica que el universo haya comenzado a existir.
— Que todo aquello que el universo contiene haya necesitado una causa para empezar a existir, no implica que el universo haya necesitado una causa si es que ha comenzado a existir.
[Conclusión: para dar por bueno el argumento cosmológico, necesitamos demostrar que el universo ha comenzado a existir surgiendo desde la nada]

Como se ve se plantea otro problema importante para la validez del argumento cosmológico. Pero, ¿con qué versión nos quedamos? ¿Es el universo igual a lo que contiene, o hemos de tratarlo como un continente de características distintas?


Intentando convertir la botella en leche
“Lo que se recibe en algo, se recibe al modo del recipiente” (Santo Tomás de Aquino)
En principio, decir que “todo lo que ha comenzado a existir” tiene una causa parece razonable. Es más, está perfectamente apoyado por la observación e incluso por la ciencia, salvo que nos metamos en terrenos de física cuántica —que la mayoría de nosotros no entendemos e incluso algunos físicos cuánticos aseguran no terminar de entender— pero, por el bien de la discusión, demos por bueno que en nuestra experiencia sensorial conocemos esta verdad: nada aparece sin una causa. Más allá de las sorpresas que tenga que darnos el oscuro campo de lo cuántico, digamos que no hay nada en la naturaleza de lo que sepamos que ha surgido por las buenas sin una “razón suficiente”, como diría Leibniz. Volvamos a ver el argumento, formulándolo esta vez de una nueva forma:
1. Todo cuanto hemos observado comenzar a existir tiene una causa.
2. El universo comenzó a existir.
3. Por lo tanto, el universo tiene una causa.
Pero como decíamos, el primer problema es que estamos atribuyendo al continente (universo) las propiedades del contenido (lo que observamos dentro del universo), ya que la premisa 1 proviene de la observación, pero nunca hemos observado nada que no pertenezca al universo o no esté dentro de él. Es cierto que todo lo que observamos en el universo y de cuya existencia conocemos un principio, ha tenido una causa siempre y en cada caso. Pero de ello no podemos deducir que —si el propio universo hubiera comenzado a existir— se le pudieren aplicar los mismos parámetros causales que a su contenido. Sólo porque la leche es blanca, no podemos extender las propiedades a aquello que la contiene. Esto es, no podemos decir que la botella también es blanca… aunque debido a la transparencia del vidrio nos pueda dar la impresión de que sí lo es.

Para sortear esta salvedad habría que demostrar en primer lugar que el universo sí comparte las mismas características de todo aquello que contiene, de “las cosas”: uno, que comenzó a existir, y dos, que dicho comienzo precisó de una causa. ¿Hemos observado que el universo comenzó a existir? Hasta la época moderna, el argumento cosmológico naufragaba en este mismo punto. No, no habíamos observado al universo comenzar a existir, así que el argumento cosmológico terminaba necesariamente siendo inválido.
Pero, por paradójico que nos parezca, esto mismo ha servido para que apologistas actuales revivan el argumento cosmológico, ya que —según afirman— modernas teorías como la del Big Bang vendrían a demostrar que el universo tuvo un comienzo. Esto ha llevado con frecuencia a la mala utilización del propio concepto de Big Bang (o del concepto de “singularidad”, el punto ideal que se expandió para dar lugar al universo tal y como lo conocemos). Así, algunos modernos defensores del argumento lo formularían de este modo:
1. Todo lo que ha comenzado a existir tiene una causa.
2. El universo comenzó a existir, porque así lo prueba que conozcamos su principio, el Big Bang.
3. Por lo tanto, el universo tiene una causa.
Pero dado que la teoría científica no afirma que el Big Bang o la singularidad fuesen el principio “de todo”, sino sencillamente el inicio del estado actual de nuestro universo, usar el Big Bang como demostración de la segunda premisa del argumento cosmológico constituye una incorrección. No sabemos qué hubo antes del Big Bang y tampoco conocemos la verdadera naturaleza y origen de esa “singularidad” (más allá de su concepto matemático), así que no se puede hablar del Big Bang como de un verdadero inicio de todo lo que existe, sino como una expansión de algo que ya existía pero que no sabemos exactamente qué era. Así pues, nos encontramos con un problema tanto terminológico [¿qué entendemos como “universo”, a) el cosmos tal y como lo conocemos ahora o b) también cualquier cosa que hubiese antes del Big Bang?] como epistemológico (¿realmente puede demostrarse que el universo, incluso entendido como “todo lo que alguna vez ha existido incluso antes del Big Bang”, haya tenido un comienzo?). Para salvar la validez del argumento cosmológico, la cuestión terminológica podríamos arreglarla llegando a un consenso sobre qué significa exactamente cada término. Sería así:
1. Todo lo que ha comenzado a existir tiene una causa.
2. El universo tal y como lo conocemos hoy comenzó a existir, porque así lo prueba que conozcamos su principio, el Big Bang.
3. Por lo tanto, el universo tal y como lo conocemos hoy tiene una causa.
Sin embargo, esta formulación puede prescindir de la idea de una causa sobrenatural, ya que existen posibles explicaciones naturales para el fenómeno del Big Bang (por ejemplo, el colapso de un universo anterior y otras que se manejan). Así pues, la causa primero del universo podría haber sido, por ejemplo, otro universo. El concepto de Dios no entra necesariamente en la ecuación.

Y si por el contrario entendemos por “universo” cualquier cosa que haya existido, se parezca a nuestro universo actual o no, el problema epistemológico es terminante: no conocemos un principio de “todo” y quien afirme conocerlo está equivocado, o está faltando a la verdad. Si retrocedemos en el tiempo más allá del Big Bang, no encontramos la nada como afirman los apologistas, sino sencillamente un misterio que tal vez nunca podamos resolver… pero no necesariamente un principio de todo. Así, el conocimiento argüido por los defensores del argumento cosmológico sobre el supuesto origen de todo lo que existe basándose en el Big Bang, sería un falso conocimiento, una mala interpretación de las afirmaciones de la ciencia. Por lo que sabemos, podría no haber habido ningún principio, sino por ejemplo una sucesión infinita de Big Bangs que generan universos que colapsan y dan lugar a su vez a nuevos Big Bangs. Por qué no.

Los apologistas que aún defienden el argumento cosmológico suelen señalar la necesidad de un inicio en la existencia del universo (o de la singularidad, o de fuera lo que fuese lo que existió en primer lugar) porque nunca puede surgir algo “desde la nada”. Sin embargo, el concepto de “nada” —como el de “infinito”— es algo de lo que no existe demostración empírica alguna, y por lo que sabemos sólo existe como construcción intelectual, ya que no se conoce ninguna región del universo —ni por descontado fuera de él— donde haya la nada. Volviendo al ejemplo de la botella, nunca hemos podido decir que una botella esté verdaderamente “vacía”, porque eso que llamamos “vacío” no lo es, si hacemos caso a lo que nos dicen los científicos. Por lo que sabemos, la nada no existe, sólo existe el algo, y repetimos que afirmar que la teoría del Big Bang prueba que el universo surgió “de la nada” es completamente falso.

[Conclusión: no podemos probar el argumento cosmológico porque no podemos probar que el universo surgiera desde la nada]

Sin embargo, una vez más, y de nuevo por el bien de la discusión, demos un salto en el vacío y asumamos que el universo, el todo, sí tuvo un principio, que surgió de la nada y de que dicha “nada” es posible. Sólo haciendo estos voluntariosos ejercicios de asunción de premisas no comprobadas podemos mantener en pie el argumento cosmológico, para evitar que caiga sobre el peso de su propia falta de justificaciones empíricas suficientes. Es lo justo, dado que para algunas de las preguntas planteadas no existen respuestas seguras por parte de la ciencia, que, puestos a movernos en el terreno de lo no probado, podemos ejercer como “abogados del diablo” o, en este caso, como apologistas o “abogados de Dios”.

Así pues, tomemos una de las objeciones principales que los apologistas modernos hacen a este tipo de teorías sobre procesos que se han repetido eternamente: es necesario un principio. Sea lo que sea aquello que existió antes del Big Bang, no puede ser eterno porque el propio concepto de un pasado eterno carece de sentido.


¿Qué es la eternidad?
“Aristóteles y Newton creían en el tiempo absoluto. Es decir, ambos pensaban que se podía afirmar inequívocamente la posibilidad de medir el intervalo de tiempo entre dos sucesos sin ambigüedad, y que dicho intervalo sería el mismo para todos los que lo midieran, con tal que usaran un buen reloj. El tiempo estaba totalmente separado y era independiente del espacio. Esto es, de hecho, lo que la mayoría de la gente consideraría como de sentido común. Sin embargo, hemos tenido que cambiar nuestras ideas acerca del espacio y del tiempo” (Stephen Hawking)
Si saltándonos todas las posibles objeciones damos por bueno que la nada existió alguna vez, que el universo surgió de la nada, que por lo tanto tuvo un principio y que dicho principio necesitó una causa, podemos intentar asumir —por los motivos que enumeramos más arriba— que dicha causa es necesariamente inmaterial, intemporal y omnipotente. Así pues, tenemos una causa eterna (Dios) y un efecto temporal (el universo). Pero de nuevo nos encontramos con una falacia lógica, la del “alegato especial”, en la que uno de los elementos involucrados en el razonamiento está exento de las características que forzosamente atribuimos a los demás elementos. Es decir: si atribuimos al universo la necesidad de un principio, ¿por qué no se la atribuimos también a Dios? Y ciertamente el argumento cosmológico necesita de este alegato especial para mantenerse en pie, así que la justificación de que Dios sí puede ser eterno mientras que el universo no puede, se convierte en un punto clave cuando consideramos la cuestión.

La respuesta de algunos apologistas a esta cuestión consiste en un cierto non sequitur, una asunción de la validez de ciertas premisas basada nuevamente en la mala interpretación —o al menos en la interpretación parcial— de ciertos conceptos científicos. Esta respuesta está apoyada en la noción de que, con el inicio del universo que conocemos, nació el espacio-tiempo. Esto es, el tiempo tuvo un inicio y no existió siempre.

Esta idea es importante, ya que los modernos defensores del argumento cosmológico defienden precisamente la tesis de que el tiempo no pudo haber existido siempre, entre otras cosas por la idea de que el infinito es solamente un concepto matemático sin base real (y por tanto no pudo haber existido una serie infinita de momentos) o recurriendo a conocidas paradojas que expresan la imposibilidad de que en el pasado haya transcurrido una cantidad infinita de tiempo. Por ejemplo, se suele argumentar que se hubiese requerido recorrer una sucesión infinita de eventos pasados para llegar al presente, pero que una sucesión infinita de eventos no puede llegar a recorrerse jamás, así que el momento presente nunca hubiese llegado a suceder si el tiempo nunca tuvo un comienzo. En cierto modo, este razonamiento es otra forma de rechazo a la causalidad infinita, como el de Tomás de Aquino y Leibniz, pero expresado con ejemplos más modernos, como la metáfora del Hotel Infinito de Hilbert (un hotel con un número infinito de habitaciones que sirve para ilustrar las extrañas y contradictorias propiedades del concepto de infinito si fuese algo real).

La principal objeción a esta idea de que una existencia eterna del universo es imposible y de que por tanto necesitó un principio (y por tanto una causa) es el concepto mismo de “tiempo” que se maneja. Es decir, un concepto tradicional del tiempo como una dimensión lineal parecida a un río. Esa es la percepción intuitiva del tiempo que todos tenemos en nuestras vidas: el tiempo es como una característica inmanente a la realidad, como el río inmutable sobre el que la realidad navega, un río que nunca se detiene. Si desapareciese la materia, el río del tiempo seguiría fluyendo, pensamos intuitivamente. Pero esto es algo que, como hoy sabemos, no necesariamente se ajusta a la realidad. La idea del tiempo como un gran río es útil en nuestra vida cotidiana pero inexacta, y desde luego no sirve como herramienta para descartar la idea de un universo que —en la forma presente o en otro estado de existencia— haya estado ahí desde siempre. La sucesión infinita de eventos que “impediría” llegar al momento presente no se produce si consideramos el tiempo no como un río en que navega la realidad, sino como una dimensión elaborada que nos hemos inventado, una dimensión que deducimos del movimiento. Dicho de otro modo: que percibamos un río no significa que el río esté ahí.

Ejemplificado de otro modo, para no liar más el asunto: el tiempo como lo experimentamos en nuestra vida no existe aisladamente, sino que es algo que deducimos del movimiento de las cosas. De hecho, no conocemos ningún método de medición del tiempo que no se base en el movimiento. Ya sea el movimiento regular de los astros (relojes de sol), el movimiento mecánico de piezas de metal (relojes clásicos), el movimiento de impulsos eléctricos (relojes digitales) o los movimientos de partículas elementales (relojes atómicos). El tiempo es una expresión del movimiento, no una magnitud absoluta que existe por sí misma. De hecho, sabemos que el río del tiempo no “transcurre” al mismo ritmo en todos los lugares del universo (“el tiempo es relativo”) y por lo tanto no hay un único río del tiempo. Es imposible que lo haya. Por decirlo de una manera quizá algo más inexacta pero rotunda: el tiempo no existe.

Si el tiempo no es, pues, una única magnitud lineal sino una dimensión construida por nosotros a partir de lo que observamos en otras dimensiones, ya no se produce una “infinita sucesión de eventos pasados” que haga impensable una existencia eterna del universo o de universos anteriores. De hecho, el concepto mismo de “inicio” resulta innecesario en un sentido absoluto, ya que no habría un inicio ni un final, propiamente hablando. Sólo habría distintos estados de existencia de “lo que hay”.

[Conclusión: si el tiempo no es una única dimensión lineal, no necesitamos pensar en la necesidad de un inicio del universo y el universo pudo estar “siempre ahí”]


¿Por qué Dios y cuál Dios?
“La idea de que Dios es un enorme hombre de raza blanca con una larga barba que está sentado en el cielo y llevando la cuenta de la muerte de hasta el último gorrión, es ridícula. Pero si por Dios uno se refiere al conjunto de leyes físicas que gobiernan el universo, entonces claramente ese Dios existe. Aunque es un Dios emocionalmente insatisfactorio… no tiene mucho sentido rezarle a la ley de la gravedad” (Carl Sagan)
Pero sigamos ejerciendo como “abogados de Dios”. Supongamos que nos estamos equivocando en el análisis, lo cual es siempre muy posible, y supongamos que el tiempo sí existe, que las objeciones al argumento cosmológico que hemos hecho hasta ahora son inválidas y que el universo tuvo efectivamente una causa sobrenatural completamente ajena a él. ¿Por qué llamarla Dios?

De hecho, como decíamos antes, no se puede considerar la refutación intelectual del argumento cosmológico como una refutación de la existencia de Dios, como tampoco se puede considerar la demostración intelectual del argumento cosmológico como una demostración de la existencia de Dios. De hecho, los apologistas más sofisticados y sinceros reconocen que el argumento cosmológico —si fuera cierto— no es una demostración de Dios suficiente en sí misma, sino en todo caso un argumento más en favor de dicha existencia, pero sin valor probatorio intrínseco. Jugando con las mismas cartas tendremos que considerar que, de ser incierto, eso tampoco tiene valor refutatorio intrínseco.

De todos modos, nos hemos saltado un paso: si el argumento cosmológico fuera cierto y demostrase la existencia de una Causa Primera, ¿por qué asumir que esa causa tiene propiedades divinas? Más aún, ¿por qué asumir que esa causa puede identificarse con el Dios personal e intencionado del que hablan las grandes religiones?

Naturalmente, una parte de los apologistas defiende que el argumento cosmológico sí conduce a la existencia de ese Dios personal, pero hay otra parte, especialmente entre los apologistas más cercanos a la ciencia (no son muchos, pero los hay, y algunos muy brillantes), que admite que el argumento cosmológico podría conducir a la idea de una Causa Primera, pero que las características de esa Causa deberán deducirse de otro tipo de argumentos, como el teleológico, de otras evidencias que exceden lo que el argumento cosmológico trata, y que entrarían sobre todo dentro del argumento teleológico. Y entre los no apologistas, por descontado, es prácticamente unánime la idea de que —aun siendo cierto el argumento cosmológico— no podría deducirse la existencia de una Causa identificable con el Dios de las grandes religiones.

Para explicar por qué el argumento cosmológico no puede conducir por sí mismo a la idea de un Dios personal como lo puedan ser el del cristianismo, el judaísmo o el islamismo, volvamos al punto en que dábamos por bueno que el universo tuvo una causa y que dicha causa debió ser inmaterial, intemporal y omnipotente.

La clave aquí está en el término “omnipotente”. Obviamente, un ser omnipotente sería capaz de tener voluntad, amar, etc. Así que sería muy similar al modo en que presentan las religiones monoteístas al Dios personal. Pero pongamos que un Ente creó el universo, ¿realmente necesitaría  ser omnipotente para hacerlo?

En primer lugar, aparece una cuestión peliaguda: ¿es posible la omnipotencia? Aunque existen argumentos lógicos en contra de la idea de omnipotencia en sí, obviémoslos para no alargar el asunto y digamos además que al ser argumentos puramente lógicos tienen poca relación con la realidad, provocarían una discusión lógica eterna y no nos interesan demasiado en este punto (entre esos argumentos está el de que un ser omnipotente sería capaz de cosas contradictorias, como existir y no existir a la vez, puesto que lo puede todo). Así pues, para obviar ese otro juego lógico, asumamos que la omnipotencia sí es posible y volvamos a la cuestión de si sería necesaria. Imaginemos una alternativa a Dios como creador del universo, otra clase de ente llamado Alfa que dio lugar a dicho universo, pero que lo hizo de forma automática e inconsciente. Este Ente no tendría personalidad ni intenciones, como las tiene Dios. No hubiese creado el universo por propia voluntad, como lo hizo Dios.

Alfa tampoco sería omnipotente, sino que tendría solamente dos capacidades, o dos potencias. Una, la capacidad de existir por sí mismo, y dos, la capacidad de crear un universo a partir de la nada. Por lo demás, no sería un Dios personal: no tendría consciencia de sí mismo, ni voluntad, ni preocupación por su creación o por lo que haya en ella (incluyéndonos a nosotros, los humanos). No se comunicaría con nosotros, no interferiría en nuestras vidas, no habría hecho revelaciones a profetas e incluso, si queremos, podría haber desaparecido tras crear el universo (lo cual añadiría una tercera capacidad, la de desaparecer). Su acto de crear el universo y su capacidad para existir sin una causa serían las únicas características comunes con el Dios personal. Pero no sería omnipotente.

¿Estamos atribuyendo a Alfa las características correctas? En el presente caso, creo que estaríamos atribuyendo a Alfa las dos únicas capacidades realmente necesarias para crear el universo, entre las que no está la omnipotencia. Estaríamos atribuyéndole las dos únicas características de las que podríamos estar seguros si el argumento cosmológico fuese cierto: inmaterialidad e intemporalidad. Un Dios personal, sin embargo, tendría esas características que sí pueden deducirse del argumento cosmológico pero también la omnipotencia, que no se sigue de la consecución exitosa del argumento cosmológico. Una posible objeción, y una importante, a la existencia de Alfa frente a la de Dios sería: si Alfa carece de voluntad, ¿por qué crea el universo automáticamente, quién o qué lo programó para ello? Es una buena pregunta y pone el dedo sobre la llaga. Alguien podría decir que Alfa necesita también la capacidad de querer crear el universo, pero ahí ya estaríamos entrando en un sesgo personalista que contradice nuestro conocimiento surgido de la observación. Continuamente observamos que unas cosas dan lugar a otras sin que exista algo que podemos calificar como intención. Así que, ¿por qué necesitaría Alfa una intención? Naturalmente, esto responde a una visión —la mía— del universo como un todo no intencional. Hay otra visión —por ejemplo, la de los apologistas— que sí atribuye una intencionalidad a la existencia del universo. De nuevo, el explicar por qué existen dos tipos de visiones o decidir cuál es la más correcta nos llevaría a una discusión más propia del argumento teleológico.

Pero según una visión no intencional del universo, Alfa estaría “programado” para existir y crear el universo, pero estaría “programado” de manera no intencional, como están programados los objetos hechos de materia para atraerse entre sí. Nadie habría programado a Alfa, sino que el programa formaría parte de su misma esencia. Un apologista podría perfectamente objetar que esta idea de que Alfa funciona con un programa para el que no hubo programador es una idea sesgada, pero no es menos sesgada la idea de que Dios es omnipotente sin que nadie lo haya programado para ser omnipotente (¿o en su omnipotencia estaría la capacidad de programarse a sí mismo para ser omnipotente…? Eso nos llevaría a otro callejón sin salida lógica). Además, que Dios haya podido crear “todo lo que ahora existe” no implica necesariamente que es capaz de “todo”, porque para empezar hay cosas que no ha creado. Por lo que sabemos, en el universo no hay cualquier cosa. Hay un número aparentemente finito de variedades de elementos, y un número finito de esos elementos dentro de cada una de las variedades finitas. Eso significa que existen cosas que nunca fueron creadas. Lo cual, en sí mismo, no prueba que Dios no tiene omnipotencia (un apologista diría que Dios sencillamente decidió no crear las cosas que no han sido creadas) pero sí impide probar que sí la tiene, porque para probarla de verdad, Dios tendría que haber creado todo lo que se puede crear. Así pues, la omnipotencia de Dios no quedaría probada por la propia existencia del universo, de lo cual deducimos que el argumento cosmológico, por sí solo, podría como mucho probar a Origen (por ejemplo) pero no prueba, ni mucho menos, al Dios tradicional de las grandes religiones.

[Conclusión: el argumento cosmológico no es cierto, pero aunque lo fuera, no podría probar la existencia de Dios]

Para probar esta idea tradicional de Dios habría que recurrir —y como digo se recurre— a otro tipo de razonamientos. Especialmente, como digo, todo lo relacionado con el argumento teleológico, en el que las características del universo demostrarían que había un plan detrás de su creación y por tanto que ese Dios sería intencional, pero eso —además de haber sido un tema candente en los últimos tiempos, especialmente en Estados Unidos, donde en cierto modo ha llegado hasta a los tribunales— ya sería motivo de otra reflexión en otro momento.

E. J. Rodríguez, ¿Existe Dios? El argumento cosmológico, jot down, 16/01/2012

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