La violència, un fenomen quasi purament masculi?
Una de las noticias más esperanzadoras del año 2014 es la apertura de negociaciones con el régimen iraní en torno a su programa nuclear.
Con razón, a la comunidad internacional le preocupa la proliferación de
estas armas, de ahí que, de forma excepcional, al otro lado de la mesa
nos encontremos actuando unidos a EE UU, Rusia, China y la Unión
Europea. Pero pese a la increíble capacidad de destrucción de estas
armas, hay quienes sostienen que no tienen tanto de excepcional; son,
dicen, nada más que muchas toneladas de explosivos juntas. Algo de razón
no les falta: el genocidio más importante de la historia, el cometido
contra el pueblo judío, no requirió de armas nucleares, como tampoco
fueron necesarios más que unas decenas de miles de machetes de
fabricación china para terminar con los 800.000 tutsis que fallecieron
en el genocidio ruandés. Las aproximadamente 135.000 víctimas de Hiroshima desafían nuestra comprensión, pero también lo hacen los casi 300.000 muertos en la batalla por Verdún.
La cruda realidad es que, desde la noche de los tiempos, el ser humano
ha mostrado una increíble capacidad de matar, y de hacerlo en masa y
sostenidamente, y para ello se ha servido de cualquier cosa a su
alcance: un machete, un AK-47, explosivos convencionales o bombas
atómicas.
Un momento: “¿el ser humano?”. No exactamente. La práctica totalidad
de todas estas muertes tienen en común un hecho tan relevante como
invisible en el debate público: que fueron varones los que los
cometieron. La historia militar no deja lugar a ninguna duda: los
ejércitos han estado formados por varones, que han sido los ejecutores
casi en exclusiva de este tipo de violencia, y sus principales víctimas.
Cierto que guerrillas y grupos terroristas han incluido históricamente
mujeres, a veces muy sanguinarias (en España, por desgracia, conocemos
el fenómeno), pero la violencia bélica en manos de las mujeres ha sido
una gota en un océano. El resultado, no por conocido, es menos trágico:
solo en el siglo XX, las víctimas de estos conflictos desencadenados y
ejecutados por varones se cobraron la vida de entre 136 y 148 millones
de personas.
Se dirá que las guerras son cosas del pasado, típicas de sociedades
predemocráticas. Pero ¿cómo explicar entonces el sesgo de género que
domina la violencia en nuestras sociedades? No hablamos de sociedades
atávicas, sino de sociedades occidentales, democracias plenas donde,
como en Estados Unidos, las estadísticas nos indican que el 90% de todos
los homicidios cometidos entre 1980 y 2005 lo fueron por varones,
mientras que solo el 10% por mujeres. De todos esos homicidios, algo más
de dos tercios (68%) fueron cometidos por varones contra varones,
mientras que en uno de cada cinco (21%) un varón mató a mujer. Aunque sí
que hubo mujeres que mataron a hombres, solo representaron el 10% de
todos los homicidios, mientras que, significativamente, el porcentaje de
mujeres que mataron a mujeres fue ridículo (2,2%). Así pues, las
mujeres no matan mujeres, solo varones y, en gran proporción, en defensa
propia. Claro que EE UU es una sociedad más violenta que otras, pero
los datos de España, Reino Unido u otros países de nuestro entorno no
son muy distintos: reveladoramente, la población penitenciaria española
está compuesta en un 90% por hombres y en un 10% por mujeres. Al igual
que la guerra, el homicidio y, en general, el crimen parecen ser
fenómenos casi puramente masculinos.
Los efectos de una cultura patriarcal dominada por varones son tan
demoledores que pareciera que en el mundo se libra una guerra
(invisible, pero guerra) de varones contra mujeres. Según Naciones
Unidas, el 70% de las mujeres han experimentado alguna forma de
violencia a lo largo de su vida, una de cada cinco de tipo sexual.
Increíblemente, las mujeres entre 15 y 44 años tienen más probabilidad
de ser atacadas por su pareja o asaltadas sexualmente que de sufrir
cáncer o tener un accidente de tráfico. En España y otros países de
nuestro entorno, casi la mitad de las mujeres víctimas de homicidios lo
fueron a manos de sus parejas, frente a un 7% de hombres, lo que
significa que la probabilidad que tiene una mujer de morir a manos de su
pareja es seis veces superior a la de un hombre.
La violencia sexual contra las mujeres es omnipresente y constituye
uno de los capítulos más vergonzosos, y más silenciados, de la historia
de los conflictos bélicos. Ello pese a la evidencia de que esa violencia
no solo ha sido consentida sino alentada como arma de guerra. Según
Keith Lowe, autor del libro Continente salvaje, la Segunda Guerra
Mundial batió todos los récords de violencia sexual, especialmente
contra las mujeres alemanas a medida que el ejército soviético se
adentraba en Alemania (se calcula que dos millones fueron violadas como
consecuencia de una política de venganza sexual deliberada). Hoy en día,
la ONU estima en 200.000 las violaciones ocurridas en la República del
Congo, una cifra similar a la ofrecida para Ruanda. Lejos de África, en
el corazón de la Europa educada, la violación también fue un arma de
guerra interétnica en el conflicto de la antigua Yugoslavia, donde se
estima que entre 20.000 y 50.000 mujeres fueron violadas. A lo que se
añade una larga lista de crímenes que solo las diferencias de género
pueden explicar y que incluye el aborto selectivo de niñas, los crímenes
de honor, el tráfico de mujeres con fines de explotación sexual o la
mutilación sexual, que afecta a 130 millones de mujeres. No hace falta
adentrarse en las sutilezas de la discriminación política, económica y
social, en sí un hecho muy revelador de la subordinación generalizada de
la mujer: el nivel de violencia física contra las mujeres que hay en el
mundo lo dice todo. Algunos describen la violencia que se ejerce contra
las mujeres solo por el hecho de serlo como “feminofobia”. ¿Por qué no
nos suena nada este término, o alguno similar?
Reconozcámoslo: los varones son el mayor arma de destrucción masiva
que ha visto la historia de la humanidad, y hay unos 3.500 millones de
ellos por ahí sueltos. Podemos prohibir las armas largas, las armas
cortas, las minas antipersona, las bombas de fósforo o de fragmentación,
las armas bacteriológicas, químicas y nucleares, pero al final
estaremos siempre en el mismo sitio: detrás de cada arma habrá un varón.
De ahí que Naciones Unidas haya adoptado varias iniciativas de alcance
mundial, recurriendo para ello al propio Consejo de Seguridad, que en su
Resolución 1.325 de 31 de octubre de 2000 hizo visible por primera vez
la necesidad de una protección explícita y diferenciada para las mujeres
y las niñas en escenarios de conflicto, así como la contribución
fundamental que las mujeres hacen y deben hacer en lo relativo a la
resolución de conflictos y la construcción de la paz.
Existen muchas posibles, y complejas, explicaciones sobre estos
hechos. Tampoco son fáciles las respuestas que debamos dar, y mucho
menos las medidas a adoptar. Pero los hechos están ahí, y son
incontestables: los varones matan y se matan, mucho, y ejercen mucha
violencia contra las mujeres. Sin embargo, el debate público sobre este
hecho es inexistente. Antes que repuestas, este debate requiere
preguntas, en realidad una sola pregunta: ¿son los varones armas de
destrucción masiva?
José Ignacio Torreblanca, El varón, arma de destrucción masiva, El País, 25/01/2014
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