El 'Debtfare'.
Encandilados por el sonajero tricolor de la “independencia”, los ciudadanos se muestran proclives a acatar nuevas y sutiles formas de dominación que están convirtiéndolos en súbditos trabados por unánimes cadenas mientras ignoran cuán encadenados se hallan. La subordinación que padecen —Marx la llamaba alienación, con léxico más preciso— viste engañosos atavíos en nuestros días, no en vano malviven en una sociedad del espectáculo que tiende a suplir el debate y la razón con la emoción, la teatralidad y la estética.
Como Toni Negri y Michael Hardt sostienen en Declaración, el nuevo súbdito lo es porque está mediatizado por los medios de persuasión y el panóptico digital; seguritizado
por un Estado regimentador que se vale de la desconfianza y del miedo,
cuando no del control directo de los sujetos; representado por una
pseudodemocracia venal, demagógica y corrupta, mera fachada que oculta
los tejemanejes de una plutocracia impune, y endeudado hasta las cachas
por las mismas necesidades y anhelos que hasta hace solo unos años
parecían depararle prosperidad, hábilmente fomentados por el
establecimiento mediático, institucional y financiero.
Hoy es poco menos que imposible vivir sin contraer inacabables
deudas: ya no sólo para procurarse vivienda o automoción, sino para
subvenir a necesidades tan esenciales como la dependencia, la salud o la
educación. Empleada como artera coartada, la crisis está sirviendo para
aumentar la desigualdad de una sociedad cada vez más polarizada entre
una minoría compuesta por acomodados, ricos y cresos; una mayoría de
asalariados, autónomos, parados y pensionistas que engrosan el nuevo precariado;
y unas clases medias cada vez más vulnerables. Resulta cuando menos
chocante, por cierto, que no sean los noqueados estamentos subalternos,
sino los dominantes los que alimenten una lucha de clases que sus
voceros mediáticos insisten en dar por enterrada. Y harto revelador que
esa depredación coincida con la sustitución del Estado del bienestar (welfare) por un estado de endeudamiento (debtfare) generalizado.
Que nadie se llame a engaño: la colosal deuda pública y privada no es
un simple lastre que el tiempo acabará enjugando, ya que compromete el
futuro de la sociedad civil en su conjunto, amén de las biografías de
las personas. Es la propia subjetividad de estas, su ‘identidad’ la que
se ve así sojuzgada por dentro. A cambio de mantener intacta la ilusión
de cumplir su anhelo de realización y libertad, el endeudado vende su
alma al diablo del neocapitalismo y a su ideología, devenida religión de
nuestro tiempo: la deuda lo convierte en culpable pecador y lo
arrodilla ante su altar, rendido al ensueño imposible de consumar la
felicidad que el hiperconsumo promete. El mismo entramado de poder que
desregula los mercados financieros y ampara la macrocorrupción se
distingue por hiperregular a los nuevos siervos, endeudados hasta las
cejas y contractualmente sometidos por leyes que maniatan el derecho a
decidir sobre sus cuerpos y vidas (aborto), la libertad de movimientos y
expresión (orden público) y la posibilidad de sostener una existencia
digna (reforma laboral), entre otras mordazas.
En los años treinta del pasado siglo, Walter Benjamin advirtió una
“ambigüedad demoníaca” en la extensión de la deuda, ya que el
capitalismo actúa como un culto religioso cuyo crecimiento requiere
“pecadores” y “culpables”. Mutada en religión de sustitución que ocupa
el altar desertado por las deidades de antaño, la adoración al dinero
—postmoderno becerro de oro— conlleva la sacralización del beneficio y
la demonización de los sacrílegos endeudados. La sociedad civil de
Occidente supuso hasta hace no mucho, imbuida de cándido optimismo, que
la servidumbre y la esclavitud habían sido superadas para siempre por el
progreso material y moral de la Humanidad, presuntamente irreversible.
Pero ahora está descubriendo que el endeudamiento público y privado
ahoga a los sujetos; que les arrebata la soberanía sobre su ser y
actuar, es decir, su tiempo y espacio propios; y que les impide, en
suma, ejercer como auténticos ciudadanos.
Prácticamente insoslayables a pesar de su merecida infamia, las
entidades financieras que tan metódicamente han esquilmado a millones de
personas —sea a través del fraude directo, sea endeudándolas a fondo
perdido— siguen especulando a costa de su confianza y su miedo,
transformadas en contemporáneos templos de fe y expiación. Y entre
tanto, carente de verdaderos horizontes de libertad, igualdad y
fraternidad a los que dirigirse, la despojada ciudadanía trata en vano
de hallar redención en medio del pandemonio. Una nutrida porción de
ella, manoteando en pos de espejismos patrióticos, sueña encontrar en la
“cadena per la independència i la llibertat” el ensalmo de una
redención definitiva que no llegará, sin embargo, mientras las cadenas
del individualismo y la insolidaridad, del hiperconsumo y la deuda sigan
condenándola a la dependencia más cruda.
Lluís Duch y Albert Chillón, La cadena de los endeudados, El País, 25/01/2014
Comentaris