L'extremisme ciutadanista.
Seattle, Goteburgo, Niza, Melbourne, Praga, Génova, Barcelona... Lo que
caracterizó aquellas grandes concentraciones altermundistas fue, además de la
pluralidad de sus composición temática, el despliegue intensivo de códigos
formales tomados de la performance artística y de la fiesta, que se
constituyeron en dramatización de los paradigmas propios de lo que se ha dado
en llamar postpolítica, no sólo en el sentido de renuncia a presupuestos ideológicos
contundentes y la abdicación de alcanzar grandes metas históricas, sino
especialmente por el lugar concedido al individuo y su subjetividad en la
conformación de esos conglomerados humanos reunidos, vinculados por una
coincidencia que era más ética que política y que ya no podían ser reconocidos
como propiamente masas, al menos en el sentido que la tradición obrerista
habría establecido como tales.
Estas movilizaciones de nueva generación venían a expresar, en buena
medida, doctrinas que apostaban por un aumento de la participación de los
ciudadanos ejerciendo en tanto que tales, es decir reclamando la activación de
los valores de la ciudadanía al margen de la política formal y como fuente
permanente de fiscalización y crítica de los poderes gubernamentales y
económicos, en aras de una agudización de los principios abstractos de la
democracia. El objetivo final de ese civismo reivindicativo ya no era la
conformación de un bloque histórico, ni generar un punto de referencia teórico
y práctico, ni cultivar la lucha ideológica, ni suscitar bases orgánicas para
la transformación social, sino más bien potenciar una imaginaria ecúmene
horizontal basada en el individuo autónomo, responsable y racional, que se
asociaba con otros iguales a él en agregaciones solidarias y autónomas en orden
a afrontar contingencias y expresar con otros opiniones o estados de ánimo en
relación a determinados temas de actualidad que les afectaban. Ese sería uno de
los rasgos que permitirían tipificar a los llamados nuevos movimientos sociales
a partir del papel que en ellos juega la autodeterminación individual. Entre
sus axiomas está que todo cambio empiece por la propia persona y que en las
articulaciones sociales a las que se incorpore cada cual se represente a sí
mismo y nadie pueda arrogarse su representación, elementos que son herencia
directa de las tendencias subjetivistas ya presentes en buena parte de la nueva
izquierda de los años 60 del siglo pasado, con sus llamadas constantes a la congruencia,
integridad, compromiso personales, y con
su concepción de la toma de conciencia como una revelación psicológica
del yo inmanente.
Lo que sorprende es ver cómo esa doctrina disfraza su esencia liberal —sujeto
es, por definición y desde su génesis, un concepto liberal— y aparece transfigurada
en doctrina supuestamente rupturista bajo el patrocinio teórico de esa
tendencia presentada como neo-obrerista —De Giorgi, Negri, Lazzaratto, Mezzara,
Virno, etc.— para la que la desactivación de las masas obreras —y del
obrero-masa que las nutría— es la consecuencia del fin mismo de un capitalismo
industrial o fordista que había estado propiciando justamente una producción,
una vida social y unas luchas igualmente de masa. Una clase obrera que
es considerada no solo derrotada, sino ya moribunda o en vías de extinción,
aparece ahora sustituida por una nueva forma de fuerza de trabajo en que es
imposible unificar la diversidad de subjetividades que la generan y que genera,
puesto que constituye un conjunto indiferenciado, irreductible, móvil, irrepresentable,
flexible, inidentificable, complejo..., de potencialidades cooperativas y
productivas hostiles ante cualquier intento de sometimiento, rebelde a todo
intento de reglamentación rígida.
Os leí, como recordaréis, diversos textos de estos autores, herederos
de lo que se presenta como escuela postoperaria, de quienes han sido
debidamente reconocidos los mimbres con que conforma su teoría y sus propuestas
para la acción: la propia tradición del autonomismo obrerista italiano de los
años 60 y 70, un marxismo al que se le habría descontado la dimensión
dialéctica, las intuiciones situacionistas, Vygotski, Wittgenstein, Bachelard,
De Martino, Gibert Simondon, Foucault, varias de las expresiones del
postestructuralismo francés..., etc. En particular, la impugnación a
determinados aspectos tenidos por obsoletos de las teorías clásicas de la
izquierda revolucionaria y del papel en ellas de las masas como concepto y como
realidad empírica pretende hundirse en raíces más profundas todavía: en la recuperación
de los aspectos más potencialmente revolucionarios en un sentido democrático
del humanismo renacentista —Maquiavelo, sobre todo— y en cierto pensamiento
político barroco, en especial el de Spinoza. Es del Tractatus que
Antonio Negri recupera un concepto que hemos visto que devendrá clave: multitudo,
que Hobbes contraponía a pueblo y que en el Leviatán asociaba a
los súbditos en estado de insubordinación, pero que en Spinoza no deriva en
reducción alguna al uno, sino que despliega su potencia sin negar la
multiplicidad de sus elementos constitutivos contingentes, en este caso los
individuos particulares. De hecho, bien podría decirse que a Spinoza le
corresponde la anticipación lúcida de que el gran objetivo de la democracia
moderna es conseguir que las multitudes se autogobiernen luego de haber
adquirido la necesaria madurez lógica, es decir lo que siglos después el
liberalismo y, tras él, una cierta sociología crítica, se planteará como el
necesario paso de masa a público.
Ahora bien, a la hora de hacer la
historia de la multitud y la multiplicidad neooperaria no siempre se reconoce
su deuda con un tipo de perspectivas que, ubicadas a finales del siglo XIX
principios del XX, no solo contribuyeron —como todas las demás— a la máquina de
guerra contra el fantasma que recorría en aquellos momentos Europa —el
comunismo como proyecto político y el marxismo como teoría revolucionaria— sino
que también aparecieron empeñadas en una crítica a la mística de lo social atribuida a Durkheim, que los sociólogos
de la Escuela de Chicago habrán de heredar. A estas teorias hemos dedicado
prácticamente todo el curso.
Es decir, la preocupación de los neo-operarios es para que la multitud
que postulan —nueva denominación del público pragmático— esté orientada para
hacer que la articulación del sujeto con y en lo colectivo se traduzca no, como
en la masa, en su desintegración sino, al contrario, en una afinamiento y una
intensificación de sus potencialidades como ser autónomo y autodiseñado. Esa
defensa de la individuación como factor clave constituyente frente a cualquier
atractor hacia la unidad constituida —Estado, pueblo, clase, masa o público
masificado— es del todo consecuente con lo que ya se ha hecho notar que es la
izquierda del ciudadanismo, esa tendencia política que parece convencida de que
el antídoto contra el capitalismo pasa o incluso consiste en llevar hasta sus
últimas consecuencias los principios democráticos abstractos, lo que en la
práctica es imposible sin la institucionalización, como fundamento del lazo
social, del individuo responsable y debidamente informado de virtudes cívicas,
es decir del ciudadano. Democracia radical —o democracia absoluta de la
multitud, en dialecto postoperario— es, en ese orden de cosas, subjetividad
radical. Se pasa de la historia sin sujeto althusseriana al sujeto sin historia
de la nebulosa movimientista postmoderna.
Si la masa marxista era sustantivación del proletariado o de las clases
populares, la nueva multitud reifica la vieja sociedad civil inventada por
Hegel: consenso entre ciudadanos autoconscientes, libres e iguales, que existe
ignorando todo antagonismo en su seno y que habita una trascendental y por
supuesto que ficticia esfera pública, situada más allá o al margen de
contingencias y determinantes materiales. Pero esa vida civil, entendida en
tanto que entidad eventualmentecrítica que permite que el Estado no sea un
simple órgano de una dominación arbitraria, Hegel la concibe en la Filosofía
del derecho como sustentada solo sobre la base de "la individualidad
abstracta del arbitrio y de la opinión", es decir sobre particulares que
han sido emancipados de la voluntad inorgánica de la "mera masa", ni
siquiera cuando aparece como "multitud disuelta en sus átomos", en
cualquier caso siempre "montón informe cuyo impulso y obrar sería
justamente por eso, sólo primario, irracional, salvaje y brutal". He ahí
la idea precursora de todo proyecto de conquista racionalizante de la chusma,
para hacer de ella ora público, ora multitud, luego del giro que recibe el
término a manos del extremismo ciudadanista.
No perdáis de visto al respecto que, como expliqué en clase, es en
buena medida en diálogo no explícito con la centralidad de la oposición
público-masa que podemos entender los desarrollos que en los años 50 y 60 del
siglo XX conoce ese concepto de esfera pública, sobre todo de la
mano de Hannah Arendt y Jürgen Harbermas, vista en tanto que arena de encuentro
y controversia entre individuos que buscan ponerse de acuerdo acerca de qué
pensar, decir y hacer en relación con asuntos que les conciernen, escenario
abstracto en que circulan y se intercambian discursos y en el que se desarrolla
la actividad de la sociedad civil como dispositivo de mediación y control
crítico del poder político.
Manuel Delgado, La nueva multitud o el liberalismo de extrema izquierda, El cor de les aparences, 11/01/2014
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