La paradoxa d'Epicur.
Si Dios es bondadoso, si Dios lo puede
todo, ¿por qué el mundo está repleto de dolor, sufrimiento e injusticia?
Si Dios ama al ser humano y se preocupa por cada uno de nosotros, ¿por
qué no evita los males innecesarios que nos afligen a lo largo de la
vida? ¿Es la existencia del mal la demostración definitiva de que un
Dios bondadoso no existe?
La aparente incompatibilidad entre la
presencia del mal en el mundo y la supuesta existencia de un Dios
bondadoso y todopoderoso —el cual, en principio, debería impedir
que se produzca dicho mal— constituye una de las objeciones más
reiteradas a las que han tenido que hacer frente los defensores de la
existencia de ese Dios benigno. Si en las entregas anteriores discutimos
dos de los principales y más antiguos razonamientos que se han
presentado en favor de la existencia de Dios: el argumento cosmológico (si el universo existe, debe tener una causa) y el argumento teleológico
(el universo parece diseñado con un orden y propósito), vamos ahora a
tratar un razonamiento también muy antiguo, pero que no ha sido
esgrimido a favor de la existencia de Dios sino en contra. Este
razonamiento es conocido por diversos nombres, por ejemplo argumento del
mal, problema del mal o (en oriente) problema de la injusticia. Aunque
la denominación más conocida o al menos la más tradicional en occidente
es la de “Paradoja de Epicuro”.
Trataremos de resumir en qué consiste
dicha paradoja y repasaremos algunas de las principales contestaciones
que han surgido desde la teodicea, la defensa racional de la existencia
de Dios. Aunque el argumento del mal puede aplicarse a diversas
religiones y fue planteado mucho antes de que surgiera el cristianismo,
la teodicea cristiana ha sido —con mucho— la más activa a la hora de
intentar refutarlo. Esta paradoja pone en solfa alguno de los dogmas
fundamentales de la religión cristiana, como la idea de que Dios es
bondadoso y se preocupa por el ser humano. ¿Cuál es el estado actual del
argumento? El cristianismo, como otras religiones, ha presentado
respuestas que generalmente sólo funcionan dentro de sus propios
sistemas de creencias, y desde una perspectiva externa al dogma
religioso se considera que la Paradoja de Epicuro no ha podido ser
refutada.
El origen histórico del argumento del mal
“¿No es acaso una lucha la vida del hombre sobre la tierra? ¿No son sus días como los duros días del jornalero? Como el siervo, el hombre suspira por la sombra. Como el jornalero, suspira por el reposo. Durante meses he padecido calamidades y he recibido por toda recompensa noches de sufrimiento. Al acostarme me pregunto cuándo me levantaré, pero larga es la noche. Así permanezco, repleto de inquietud, hasta el alba. Mi carne está cubierta por gusanos y costras, está mi piel hendida y abominable. Mis días pasaron con la rapidez del tirador de una máquina de tejer y murieron sin esperanza. Recuerda que mi vida es un soplo y que mis ojos no volverán a ver el bien. [...] Abomino de mi vida. No he de vivir por siempre, así que déjame, pues resultaron mis días completamente vanos. ¿Qué es el hombre para que Tú lo engrandezcas, para que deposites en él tu corazón, para que lo visites todas las mañanas y en todo momento lo pongas a prueba? ¿Cuándo apartarás de mí Tu mirada? ¿Hasta cuándo no me dejarás tranquilo, no me dejarás de vigilar ni aun cuando trago saliva? Si he pecado, ¿qué puedo hacer por Ti, oh, Guardián de los hombres? ¿Por qué me usas como diana hasta convertirme en una pesada carga para mí mismo? ¿Por qué no apagas mi rebelión y perdonas mi iniquidad? Ahora dormiré en el polvo; si me buscares mañana, ya no existiré” (Libro de Job, Antiguo Testamento)
El Libro de Job narra la historia
de un hombre pío, un entregado siervo de Jehová que mantiene
inquebrantable su fe incluso en mitad de terribles desgracias y
sufrimientos. Tal es así, que su abnegación asombra a sus amigos y
exaspera a su propia esposa, quien llega a estar harta de Job y su
conformismo ante las penurias de la vida, diciéndole en mitad de una
disputa doméstica: “¡Maldice a tu Dios y después muérete!”. Sin embargo,
pese a lo que reza el refrán popular, incluso la paciencia de Job tiene
un límite. Son tantos los sinsabores e infortunios a los que tiene que
hacer frente que no puede evitar sentirse sobrepasado. Vencido por el
desánimo, empieza a lamentar la amarga existencia que se ve obligado a
afrontar y en sus momentos de mayor desesperación llega incluso a
renegar de Jehová… aunque dado que la narración fue escrita con
propósitos aleccionadores, Job termina reconciliándose con Jehová y
encontrando un sentido religioso a sus padecimientos.
Este relato, por muchos considerado como
uno de los de mayor valor literario de la Biblia, es un texto que
intenta aleccionar al lector sobre la fe que supera toda prueba. Job se
hace las preguntas típicas del creyente que sufre: ¿Por qué quiere Dios
que yo padezca? ¿Por qué no me recompensa por mis buenas acciones y en
cambio parece castigarme? Sin embargo, no podemos considerar las
respuestas ofrecidas por el Libro de Job como convincentes. No es
un texto analítico, sino sermoneador. Con todo, es un relato
ilustrativo sobre la antigüedad del argumento del mal, poniendo de
manifiesto que incluso en la remota época en que fue escrito (entre los
siglos III y V a. C.), dicha cuestión ya estaba bien presente en el
pensamiento religioso hasta el punto de ocupar todo un libro del Antiguo
Testamento.
De hecho, el Libro de Job puede
sernos el mejor conocido, pero ni siquiera es la primera referencia
escrita al problema del mal. Podemos remontarnos a incluso a la vieja
Mesopotamia: el poema acadio Ludlul bel nemeqi (Alabaré al Señor de Sabiduría)
narra una historia similar a la Job, aunque escrita con mucha mayor
anterioridad, entre los siglos XII y XIV a.C. Esto es, unos mil años
antes de su homólogo en el Antiguo Testamento. Al protagonista de este
poema, llamado Shubshi-Meshre-Shakkan, se lo cita en ocasiones como el
“Job mesopotámico” porque la narración tiene trazos similares: Shubshi
también se lamenta de que siendo un hombre justo que cumple
escrupulosamente sus deberes para con los dioses, el destino le reserva
infortunios, injusticias y sufrimientos de toda índole. Alabaré al Señor de Sabiduría
es un relato igualmente moralizante que defiende la confianza en los
dioses frente a las dudas planteadas por el sufrimiento. También muy
anterior al Libro de Job es el relato egipcio El campesino elocuente,
fechado hacia el siglo XIV a.C., que aun teniendo otros propósitos y
tratando otras temáticas, presenta también algunas reflexiones que
podemos englobar en este mismo argumento del mal. Así pues, podemos
comprobar que la pregunta “¿por qué los dioses permiten el mal en el
mundo?” se remonta a los principios de la Historia. Sin embargo, los
textos citados no dejan de ser trabajos de ficción con intención
aleccionadora que tienen escasa vocación de rigor argumental. Son pura
literatura de predicación, concebida a priori desde una defensa de los
respectivos dogmas religiosos de cada autor.
Que nos conste, no fue hasta el periodo
de Grecia clásica cuando la aparente incompatibilidad entre la
existencia del mal y la unos dioses benignos fue planteada de modo
verdaderamente analítico, intentando hallar una respuesta racional al
asunto, sin partir de la defensa a ultranza de los presupuestos
dogmáticos de una religión concreta. Se suele considerar que el más
antiguo pensador que resumió las preguntas en torno al mal en una
formulación que pudiera discutirse racionalmente fue el filósofo griego Epicuro de Samos,
que vivió entre los siglos IV y III a.C. Será el primero en plantear el
argumento del mal en forma de paradoja lógica, por lo cual será
bautizada como “paradoja de Epicuro”. En realidad, dicha paradoja no nos
ha llegado del propio puño y letra de Epicuro, de cuyos trabajos
originales únicamente se conservaron tres cartas y una serie de
sentencias —las Máximas Capitales— transcritas por Diógenes Laercio,
pero se le atribuye a él porque en la Antigüedad nadie parecía tener
dudas acerca de su autoría de la paradoja. De hecho, la Paradoja de
Epicuro fue citada en diversas ocasiones por pensadores de siglos
posteriores, especialmente en el ámbito del Imperio Romano. En el siglo I
a.C. el poeta Lucrecio la recogió, junto con otras partes del pensamiento epicúreo, en su obra De rerum natura.
Más adelante, en tiempos posteriores a la supuesta existencia de Jesús,
algunos de los primeros apologistas cristianos —muy empeñados en hallar
una contestación a la paradoja— volvieron a citarla, nuevamente
poniéndola en boca de Epicuro. Tertuliano, uno de los primeros
“padres de la Iglesia”, citó el argumento en el siglo III d.C., aunque
quizá el mayor responsable de la popularización de la paradoja fue Lucio Lactancio (consejero de Constantino I,
el primer emperador romano que profesó el cristianismo). Lactancio
también citó a Epicuro con el afán de contradecirlo y es gracias a él
por lo que conocemos la formulación que del argumento había hecho el
pensador griego, que sería más o menos así:
O Dios quiere evitar el mal y no puede (entonces no es omnipotente), o puede pero no quiere (entonces no es bondadoso), o no quiere y no puede (entonces no es ni omnipotente ni bondadoso), o puede y quiere (pero sabemos que esto es incierto dado que sabemos que el mal existe).O formulada de otro modo, aunque viene a decir lo mismo:a) Dios es bondadoso y omnipotente
pero
b) El mal existePor lo tanto:
— Si el mal existe porque Dios no quiere evitarlo, entonces Dios no es bondadoso.
—Si el mal existe porque Dios no puede evitarlo, entonces no es omnipotente.
…de lo que concluimos que la premisa “a” es falsa.
La paradoja de Epicuro ha sido tratada en épocas posteriores por importantísimos apologistas como Agustín de Hipona, Tomás de Aquino, Martín Lutero y Calvino, o por filósofos de diversa índole como Hume, Kant, Hegel o Leibniz, quien dedicó al asunto su Ensayo de Teodicea; sobre la bondad de Dios, la libertad del hombre y el origen del mal,
ensayo que sirvió por cierto para bautizar como “teodicea” toda aquella
disciplina filosófica que se ocupa de intentar justificar la existencia
de Dios mediante la razón.
Algunas consideraciones respecto al argumento del mal
El argumento del mal puede servir para
negar la existencia de un dios, pero no de cualquier dios. Únicamente
niega a un dios que tenga las dos características básicas de
omnipotencia y benevolencia. Parece ser que el propio Epicuro, aunque no
era un hombre religioso, no se molestaba en negar con empeño la
existencia de los dioses. Se limitaba a afirmar que por lo concerniente a
él, los dioses no eran bondadosos ni se apiadaban del ser humano, se
mostraban indiferentes al hombre y no se preocupaban lo más mínimo por
lo que a este pudiera sucederle. Ello de por sí le servía para sugerir
una vida alejada de la religión. En cambio, con la aparición y
popularización del cristianismo, la Paradoja de Epicuro se convirtió en
un verdadero problema teológico aparentemente imposible de resolver. El
cristianismo defendía, ante todo, la existencia de un Dios paternal,
benévolo y amante del ser humano. En cambio, la paradoja plantea que la
existencia del mal sí resulta incompatible con la existencia de dicho
Dios benévolo. Así, no resulta extraño que la religión cristiana se
convirtiera rápidamente en la más preocupada (aunque no la única) en
tratar de resolver dicha paradoja. La negación de la bondad de Dios
ataca en su misma base el dogma cristiano y, desde un punto de vista
estrictamente racional, su sistema de creencias no se sostendría.
Ahora bien, ¿a qué nos referimos con “el
mal”? Para entendernos, hablamos de “mal” como de cualquier
acontecimiento que haga sufrir al ser humano, ya sea un mal intencionado
causado por otros seres humanos o por entes maléficos, ya sea un mal no
intencionado mero producto de accidentes naturales, enfermedades, etc.
Es importante hacer notar que en nuestro razonamiento, “mal” no equivale
a “pecado”, aunque en las contestaciones religiosos a menudo aparezcan
ambos conceptos íntimamente ligados, incluso llegando a confundirse.
La Paradoja de Epicuro es, pues, uno de
los problemas filosóficos más importantes con los que se han enfrentado
muchas de las principales religiones. Como ya hemos visto, desde
Mesopotamia y el Imperio Romano hasta hoy día, uno de los mayores
objetivos de la teodicea ha sido demostrar al no creyente que existen
buenos motivos para explicar cómo pueden compatibilizarse la existencia
del mal con la de ese Dios protector y bienintencionado.
De todos esos intentos, hay algunos más
interesantes que otros, por descontado. Han abundado las respuestas
dogmáticas, esto es: aquellas que requieren que creamos de antemano en
algún dogma religioso concreto (por ejemplo, la existencia del pecado
original) para que podamos darlas por respuestas satisfactorias. Este
tipo de respuestas dogmáticas están más dirigidas a reafirmar lo que los
seguidores de una religión ya creen, y no tanto a afrontar honesta y
analíticamente la cuestión. Sin embargo, ha habido otros pensadores
—incluso dentro de las propias corrientes religiosas— que realmente han
intentado presentar una respuesta razonable que pueda ser aceptada por
quienes no comparten sus dogmas. Sin embargo, estos esfuerzos han sido
vanos. Se considera que la paradoja de Epicuro permanece sin resolver
porque incluso bajo las mejores intenciones sucede también que las
respuestas presentadas terminan en un círculo vicioso donde no se las
puede dar por buenas sin asumir antes algún dogma religioso como cierto.
Pero vayamos con un repaso de algunas de las principales respuestas a
la paradoja.
Las primeras respuestas mitológicas a la Paradoja de Epicuro
“El padre celestial hace que el sol salga sobre los malvados y sobre los buenos, envía lluvia a los justos y a los injustos” (Jesús, en el Evangelio)
Las religiones cuyos sistemas de creencias se han visto afectados por el
problema del mal, generalmente se han preocupado por hallar en primer
lugar una contestación que tranquilice y satisfaga a sus fieles. Sin
embargo, estas respuestas “de emergencia” solían ser de naturaleza
mitológica y no resultaban nada convincentes para quienes eran ajenos a
la doctrina de esa misma religión. En este sentido, algunas de las
respuestas más antiguas tendían a intentar “descargar” a Dios de
cualquier responsabilidad directa sobre la existencia del mal. Así, para
evitar en el creyente la desazón de pensar que Dios —como origen de
todo— es también el origen del mal, achacaban el mal a una causa externa
a ese Dios. Así, surgen los agentes maléficos que actúan como
contrapoder o reverso de la bondad divina, como por ejemplo la figura de
Satanás. Sin embargo, esta visión mitológica no resuelve la paradoja,
porque sigue estando presente la pregunta: “si Dios no originó el mal
pero el mal sigue existiendo por causa de un ente maléfico, ¿por qué no
erradica Dios a dicho ente maléfico?”. Muerto el perro, se acabó la
rabia.
Naturalmente, este tipo de justificación
mitológica de la bondad de Dios flojeaba ante un mínimo examen, así que
tarde o temprano se planteaban otro tipo de explicaciones también de
índole mitológica, pero más elaboradas. Por ejemplo, aquellas que se
centraban en conceptos como el equilibrio o la compensación: quien
sufría males en esta vida terrenal sería compensado por ello en una
futura existencia celestial. O, en aquellas tradiciones donde se
contempla la posibilidad de la reencarnación, aparecía el concepto de
karma: los males de la vida actual son originados por las malas acciones
en vidas anteriores, pero las buenas acciones actuales serán
compensadas con una vida futura repleta de felicidad. Estas
explicaciones recurren de nuevo a la mitología: para darlas por válidas
hay que creer de antemano en una vida más allá de la muerte física,
porque será allí donde se manifestará finalmente la bondad de Dios o el
equilibrio del karma. A quien no crea en un Más Allá, este argumento le
resultará inútil como supuesta refutación de la paradoja epicúrea.
Pero hay más: esta explicación basada en
la compensación no solamente resultaba insuficiente para los ateos o
agnósticos, sino que se antojaba poco satisfactoria incluso a ojos de
algunos pensadores religiosos. El principal problema que presenta es la
aparente desconexión entre los actos de la vida terrenal y sus
consecuencias en esta misma vida física, antes de que sean compensados
en el Más Allá. Es decir: si antes de la muerte no existe una
correspondencia directa entre la naturaleza moral de un individuo y la
magnitud de los males que le afligen durante la vida terrenal (como bien
se quejaba Job en la Biblia), eso demuestra que Dios ha decidido no
intervenir en el mundo físico ni con castigos ni con recompensas. O sea,
justo lo que Epicuro afirmaba. Esto choca de frente con el núcleo de
diversas religiones, pero muy particularmente con el de la religión
cristiana, desarrollada en torno al mito central de una intervención
directa de Dios en la vida terrenal: el nacimiento sobrenatural de
Jesús.
El mal como consecuencia del pecado
“Todos somos impuros y estamos infectados por el pecado” (Libro de Isaías, la Biblia)
La falta de contingencia entre los actos
de un hombre y los premios o castigos que sufre en la vida terrenal
precisaba de una explicación más concreta que la simple atribución de
recompensas ultramundanas. Toda religión que asuma como necesaria en su
dogma una intervención divina en el mundo físico, como sucede con la
cristiana (o musulmana, etc.) ha de encontrarle una respuesta a esa
falta de contingencia. Quizá la principal es la resumida por San Agustín
de Hipona: Dios —en su infinita bondad— creó un mundo repleto de bien,
porque en su perfección no podía generar mal alguno. Pero el ser humano
eligió darle la espalda a Dios y apartarse del bien, lo cual es el
origen de todas sus aflicciones. La visión de Agustín es consistente con
la noción de “pecado original”: cuando el hombre renuncia al bien
absoluto, se produce como consecuencia la aparición del mal. Sin
embargo, esta idea también requería una mayor elaboración, porque
planteada así también resultaba insatisfactoria. Por ejemplo: si se
produce un terremoto y Dios no lo evita porque el hombre le ha dado la
espalda, ¿es que Dios creó un mundo que está repleto de peligros salvo
que él decida intervenir directamente para salvaguardar al hombre de
ellos? Esto volvería a poner la responsabilidad directa de la existencia
del mal sobre los hombros divinos.
Otro problema de la relación entre
pecado y aparición del mal es la consideración de cuáles son los actos
que Dios considera como “darle la espalda”. ¿Qué es lo que necesita Dios
para que el hombre le demuestre que no le ha dado la espalda? ¿Requiere
Dios obediencia ciega, o se conforma con que el hombre realice
únicamente actos buenos? Y de ser así, ¿con qué criterio decide Dios qué
actos son buenos o cuáles son malos? Es decir, si el mal existe como
consecuencia del pecado, ¿estamos seguros de que la religión acierta a
la hora de dictaminar qué es un pecado?
Estas preguntas también son antiguas. Ya Platón las planteaba en su obra Eutifrón,
donde se cuestiona si Dios premia los actos morales porque son
intrínsecamente buenos, o si consideramos un acto moral como bueno
únicamente en el caso de que sea exactamente lo que Dios desea que
hagamos. Recordemos el relato bíblico en que Abraham está dispuesto a
sacrificar la vida de su hijo Isaac porque Jehová así se lo pide: en la
mente de Abraham, el asesinato de su propio hijo es moralmente aceptable
dado que responde a la voluntad divina. Un acto aparentemente inmoral
se convierte en bueno a ojos del creyente porque implica obediencia
ciega a Dios. Pero Platón, entre otros, afirma que semejante moralidad
basada en el deseo divino es una moralidad arbitraria y por tanto no se
puede considerar como una moralidad verdadera. Según el filósofo griego,
un acto moral, para ser considerado como tal, ha de ser intrínsecamente
bueno. Es el hombre quien debe juzgar la bondad de ese acto. Si un acto
es bueno per se, el hombre debe hacerlo más allá de que a Dios
le parezca bien o no. Un concepto retomado entre otros por Kant en sus
“imperativos categóricos”.
Esto, naturalmente, desvincularía a Dios
de los conceptos de bien y moralidad. Volveríamos al punto expresado
por Epicuro: conviene vivir haciendo como que Dios no existe.
La inexistencia del mal
“El bien puede existir sin el mal, pero el mal no puede existir sin el bien” (Santo Tomás de Aquino)
En la citada idea del pecado original se
requería del no creyente un imposible esfuerzo de permisividad
intelectual, como lo es admitir la relación entre la desviación moral
del hombre y la existencia de males como los terremotos. No existe
ninguna relación aparente ente ambos, excepto en las mitologías, así que
para el no creyente —o para el creyente intelectualmente más exigente—
se precisa otro mecanismo de relación entre Dios y el mal, dado que
parecería que Dios es vengativo y permite que el hombre sufra en el
entorno hostil de la vida terrena.
Los apologistas cristianos, en su mayor
parte defensores de la idea del pecado original, no ignoraban esta traba
argumental que parecía conducir a la idea de un Dios indiferente o
incluso malévolo. El propio San Agustín daba los indicios para una nueva
consideración del mal, retomada más tarde por Tomás De Aquino:
el mal en sí mismo no existe. Se trata únicamente de la ausencia del
bien. Al igual que la oscuridad es la ausencia de luz, pero la oscuridad
no existe por sí misma. El mal no es un agente activo presente en la
Creación: cualquier mal (enfermedad, guerra, ignorancia) significa
únicamente la ausencia de un bien (salud, paz, sabiduría). El bien sería
el único agente activo en el universo, siendo el mal un resultado de la
ausencia de bien, pero no un agente activo que lo contrarreste.
Naturalmente, esto plantea nuevos
problemas. Por un lado, Dios habría creado un mundo que, en ausencia de
su intervención directa, está repleto de causas de padecimiento para el
hombre. Es decir, en la creación de Dios resulta posible la ausencia del
bien. El mundo sería pues una creación imperfecta, contradiciendo la
idea de la bondad absoluta de Dios. Si Dios es perfecto, lo cual
incluiría una perfecta bondad, no puede crear un universo imperfecto.
Pero todavía más grave: el mal aflige a la humanidad de manera
arbitraria. Un terremoto afecta por igual a pecadores e inocentes, a
adultos y a niños, a malvados y a santos. Si el pecado hace que Dios le
retire su benévolo apoyo a la humanidad, son todos los hombres los
afectados sin importar la naturaleza moral de cada uno de ellos. Dios no
solamente habría creado un universo imperfecto, sino un universo injusto. Así pues, Dios sería el autor de la imperfección y la injusticia.
Hay otras concepciones en torno a la
inexistencia del mal. En algunas religiones orientales, como el
hinduismo, existe un concepto distinto: el mal sería una ilusión. El
hombre percibe como mal lo que no lo es, empeñándose en que el
sufrimiento es algo real cuando no lo es. Desde este punto de vista, el
mal es un simple producto de una percepción errónea, no algo que existe
realmente. Así lo manifestaba por ejemplo el pensador indio Adi Shankara,
dentro de un esquema de creencias en el que el mundo físico es un
fenómeno ilusorio, mientras que lo únicamente verdadero es el Brahman,
el dios absoluto (cabe no confundirlo con la divinidad creadora Brahma).
El mal como resultado del libre albedrío
“Algunos ascienden mediante el pecado, otros caen a causa de la virtud” (William Shakespeare)
Decíamos que el pensamiento cristiano de
San Agustín y otros propone que ha sido el hombre quien ha renunciado
voluntariamente al bien, por causa del pecado original. Pero Dios ha
creado al hombre sabiendo que el hombre iba a desviarse del bien, así
que Dios sigue siendo el responsable último del mal. Ha de existir una
buena razón por la que Dios permita que suceda esto y aun así se lo
pueda considerar benévolo.
Los apologistas propusieron entonces el
concepto del libre albedrío. Dios ama tanto al hombre que le concede ese
albedrío para crearlo a su imagen y semejanza; esto es, libre. Quiere
que el hombre pueda elegir si corresponder el amor de Dios o no, y que
pueda tomar esa decisión por sí mismo. Según este punto de vista, la
libertad del ser humano sería fundamental para Dios. La libertad sería
un bien superior. Pero para posibilitar la existencia de un bien mayor
—la libertad—, Dios ha de permitir la posibilidad de que surja el mal
como resultado de las malas elecciones del hombre libre. Así se
justificaría que un Dios benévolo permita la existencia del mal como
requisito para garantizar un bien superior, la libertad humana.
Sin embargo, ¿qué ocurre con aquellos
que sufren males aun antes de poder elegir? El padecimiento de los
inocentes es una de las principales objeciones que un pensador podía
plantear. Un niño, por ejemplo, no debería sufrir mal alguno hasta que
no esté en condición de decidir si quiere amar a Dios o no. Cuando
todavía es pequeño no dispone de esa capacidad de elección y por lo
tanto no es libre. Que el mal le afecte como consecuencia de la libertad
de otros hombres es injusto. Y aunque la idea de libre albedrío parezca
implicar que el hombre religioso lo es o no lo es como resultado de su
elección individual —como sostenía por ejemplo Kierkegaard—, el concepto de pecado original desindividualiza las consecuencias de ese libre albedrío.
Así, una vez más se manifiesta una falta
de correlación entre los actos de un ser humano y las consecuencias que
experimenta. La noción de “pecado original” —o de karma— para
justificar la generalización del mal a todos los seres humanos no
constituye una respuesta satisfactoria más allá de las fronteras
dogmáticas de una religión. A quien no cree en las justificaciones
mitológicas proporcionadas por esa religión, esta explicación tampoco le
sirve. Entre otras cosas porque no responde a las nociones de justicia,
proporcionalidad y contingencia de los castigos y recompensas que uno
esperaría de un Dios bondadoso y por lo tanto, justo. Los apologistas
más rígidos pueden llevar el argumento a un extremo, afirmando que el
hombre no tiene la capacidad para comprender los planes de Dios… pero
esto tampoco puede ser tomado como una justificación seria a menos que
se comulgue de antemano con la noción de que Dios es intelectualmente
inaprehensible.
De hecho, la explicación del pecado
original no ha satisfecho ni siquiera a todos los pensadores cristianos.
Hacia el siglo V d.C., el erudito eclesiástico Pelagio negó el
concepto de pecado original, el dogma de que todo ser humano esté
condenado al pecado. Si el hombre dispone de libre albedrío, decía
Pelagio, bien podría suceder que opte siempre por el bien. Esto es,
existe la posibilidad teórica de que un hombre —al ser completamente
libre— pueda estar por completo limpio de pecado. Si el hombre no puede
evitar pecar, entonces no es verdaderamente libre y su futuro está ya
determinado. A esta idea se la conoce como pelagianismo, pero fue
duramente atacada por las corrientes imperantes del cristianismo y ha
sido considerado como una herejía tanto en el ámbito católico como
protestante. Sin embargo, la crítica de Pelagio al cristianismo
agustiniano no carece de lógica. Efectivamente pone de manifiesto una
contradicción básica entre pecado original y libre albedrío. Este
enfrentamiento resulta históricamente interesante porque Pelagio acusó a
San Agustín —cristiano converso tardíamente— de contaminar el
cristianismo con ideas tomadas de su antigua religión, el maniqueísmo.
Sin embargo, fue la idea agustiniana de
predestinación la que imperó. Y no únicamente en la ortodoxia católica;
por ejemplo tanto Martín Lutero como Calvino la adoptaron fervientemente
en épocas posteriores.
La necesidad de que exista el mal para entender el bien
“El objetivo de la sabiduría debe ser el poder distinguir el bien del mal” (Cicerón)
“La pregunta de por qué existe el mal es la misma pregunta de por qué existe la imperfección. Pero esta es la verdadera pregunta que deberíamos hacernos: ¿es la imperfección la verdad final, es el mal algo absoluto y definitivo?” (Rabindranath Tagore)
Las respuestas a la Paradoja de Epicuro
que hemos ido describiendo han ido progresando desde una negación de que
Dios hubiese creado el mal, hasta la asunción de un paso importante por
parte de los apologistas cristianos: admitir —les gustase o no— que
Dios permite activamente la existencia del mal en el mundo. Negar esta
evidencia resultaría absurdo, pero para seguir manteniendo la creencia
de que Dios es bondadoso, que interviene en el mundo físico y que sin
embargo permite el mal, habría que encontrar un motivo que explicase esa
extraña permisividad. Incluso tan pronto como el siglo II, un
apologista tan rígido como Ireneo de Lión planteó esta cuestión,
reconociendo que efectivamente Dios ha creado un mundo con el mal dentro
de él. Pero Ireneo propuso una explicación: Dios permite el mal porque
el sufrimiento es un requerimiento para el crecimiento espiritual del
hombre. Muchas grandes virtudes no son posibles sino como reacciones
ante el sufrimiento: si no hay dolor, no hay abnegación; si no hay
miedo, no hay valentía, etc.
Si ese crecimiento espiritual conlleva
el conocimiento final de lo que es el bien, surge una idea íntimamente
relacionada con la argumentación de Ireneo: el mal como necesario
opuesto conceptual del bien. Es decir: sin el mal, el hombre no podría
comprender el bien. Y si no puede comprender el bien, no lo puede
valorar. Por ejemplo: para conocer la bondad de Dios, lo cual es un
requisito necesario para poder amarlo libremente y por elección propia,
el hombre necesitará elementos de comparación entre lo bueno y lo malo. Y
si no existiera lo malo, el hombre no podría distinguir lo bueno. Así
pues, Dios ha de permitir el mal. Por otra parte, al menos dentro del
cristianismo, el concepto de libre albedrío tampoco explica
satisfactoriamente el por qué un ser humano ha de atravesar un duro
aprendizaje cuando Dios bien podría otorgarle ese crecimiento espiritual
de manera automática y ahorrarle así los sufrimientos del camino. ¿No
podrá Dios hacer al hombre, además de libre, sabio? Por otra parte, Dios
ha alcanzado la sabiduría y la perfecta virtud sin sufrir, mientras que
el hombre se ve condenado a una existencia dura y difícil para
conseguirlo.
Es este un punto interesante, ya que el
cristianismo surge en cierto modo como intento de justificación de esta
desigualdad entre Dios y el hombre. Dios no sufre para alcanzar el
conocimiento, pero el hombre sí. El cristianismo responde mediante su
mito fundamental: el de la encarnación de la esencia divina en hombre,
el nacimiento sobrenatural de Jesús. Así, el propio Dios habría
descendido a la tierra para experimentar en sus carnes los sinsabores de
la existencia humana. De este modo, el hombre ya no puede recriminarle a
Dios que le haga sufrir para crecer espiritualmente, ya que el
mismísimo Dios ha padecido idéntico proceso vital. Naturalmente, esta
mitología en torno al sacrificio voluntario de Dios/Cristo ni siquiera
es un argumento racional, sino que apela más bien a la emoción del
creyente. Para el no cristiano es una simple fábula. Con todo, la idea
del sacrificio de Dios constituye un giro original respecto a otras
grandes religiones.
Aun así, el papel concreto del sufrimiento dentro del esquema de pensamiento cristiano no está claro. Por ejemplo, Hume
decía que la felicidad humana no sería el objetivo último de la
creación, puesto que da la impresión de que Dios pone trabas a esa
felicidad, y utilizaba ese argumento para dudar de la existencia de
Dios. En un sentido contrario se manifestó Leibniz con una famosa idea: el nuestro es “el mejor de los mundos posibles”, y Dios no podría haber creado un mundo en el que existiese un bien supremo sin los males que posibilitan ese bien supremo.
Pero aún existe otro importantísimo
inconveniente a la hora de considerar el mal como necesario para la
consecución de un bien superior: si el mal es necesario, entonces el ser
humano no debería esforzarse en evitarlo. Es decir: un hombre puede
decidir hacer el mal, pecar. Pero si decide pecar podría estar, en el
fondo, actuando de acuerdo al plan divino de permitir el mal para
facilitar un bien superior. Entonces, ¿cómo sabemos si el hombre, cuando
peca, actúa a favor o en contra de los designios de Dios? Si los deseos
de Dios son inescrutables, entonces no hay motivo alguno para que una
religión dicte qué es lo que está bien o qué es lo que está mal. Habría
que dejar que los hombres actúen sin ataduras morales religiosas, e
incluso que hagan el mal, puesto que se supone que existiría algún tipo
de plan divino detrás de ese mal. Así, una religión que impusiera normas
morales podría estar cometiendo el único pecado posible: querer
suplantar los misteriosos designios de su Dios con sus propios dictados
doctrinales. Esta es uan consecuencia filosófica imprevista de la
consideración del mal como necesario: cualquier moralidad sostenida por
la creencia religiosa se viene abajo inmediatamente. Una vez más,
llegaríamos a la misma conclusión que Epicuro: el hombre ha de vivir de
acuerdo a una moralidad creada sin tener en cuenta un posible Dios.
Conclusión
“Preferir el mal al bien no está en la naturaleza humana, y cuando un hombre es obligado a elegir entre dos males, nadie elegirá el mayor cuando puede tener el menor” (Platón)
Hemos repasado algunas de las
principales objeciones —sobre todo procedentes del cristianismo— al
argumento del mal, y como vemos ninguna de ellas ha supuesto una
refutación satisfactoria. Existen sin embargo otras respuestas
religiosas al problema, aunque ya son incompatibles con el cristianismo:
el considerar que Dios sí existe, pero que se muestra indiferente hacia
el hombre.
En cualquier caso, casi todas las respuestas que han surgido a la Paradoja de Epicuro podrían ser agrupadas así:
—El mal forma parte del plan divino y resulta necesario para un bien superior.
—El mal no forma parte del plan divino, pero es producto del libre albedrío del ser humano.
—El mal es inexistente o ilusorio.
—Dios existe, pero no es bondadoso.
—La paradoja no puede ser resuelta porque el hombre es incapaz de comprender a Dios.
La discusión de la Paradoja de Epicuro
ha supuesto siglos y siglos de elaboraciones intelectuales de todo tipo.
Por el momento sigue vigente y no se ha logrado ninguna refutación; por
no haber, no hay siquiera una respuesta unificada dentro del propio
cristianismo, que actualmente sigue siendo la religión más ocupada en
intentar disipar el problema. Las consideraciones acerca de la relación
entre la bondad de Dios y la existencia del mal han producido un
entramado teológico tan complejo (aquí apenas hemos arañado la
superficie) que los apologistas cristianos han llegado a contradecirse
abiertamente, no ya en nimios detalles, sino en los fundamentos mismos
de sus respectivas posturas. Quizá el problema es que la religión —al
nivel de sus máximos pensadores, no del creyente de a pie— ha
evolucionado mucho menos que en otros asuntos. En otras religiones se le
concede menos importancia, en términos relativos, porque no dependen
tanto de la idea de un sacrificio divino motivado por el amor absoluto
al ser humano. El cristianismo, sin embargo, no ha dejado de darle
vueltas al asunto. Lo cual, hemos de decir, ha producido una literatura
interesante.
E. J. Rodríguez, ¿Existe Dios? (III). El argumento del mal, jot down, 13/02/2012
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