La innovació tecnològica amenaça la classe mitjana.
En un libro publicado en septiembre pasado, Average is Over, el
economista Tyler Cowen afirma que la idea de clase media que se ha ido
forjando desde la Segunda Guerra Mundial está, si no condenada a
desaparecer, sí al menos a sobrevivir de una manera muy distinta a la de
las últimas décadas. En los últimos cuarenta años, dice, el sueldo del
trabajador medio masculino en Estados Unidos ha caído un 28% y, durante
la recesión, un 60% de los empleos que se han perdido allí eran de
sueldo medio. En ello han concurrido circunstancias de todo tipo, pero
la más evidente, afirma, es la tecnología. El abaratamiento y la mayor
capacidad de los ordenadores han mecanizado muchas tareas, y eso ha
hecho que algunos empleos tradicionales de clase media estén
desapareciendo a una gran velocidad en favor de terceros países o,
simplemente, las máquinas. El agente de viajes, el empleado de oficina
bancaria, el contable y, por supuesto, el trabajador industrial eran
figuras clásicas de nuestra economía, y hasta de nuestra vida social,
que cada vez son menos necesarias: hoy compramos billetes de avión y
hacemos transferencias por internet, programas de contabilidad hacen
casi solos lo que antes hacían varias personas y muchas cosas,
simplemente, se fabrican con tecnología más avanzada o en el extranjero.
En un futuro muy cercano, afirma Cowen, los buenos empleos serán
aquellos que consistan en hacer cosas que nadie puede hacer a distancia y
que las máquinas no saben hacer, y hay que prever que las máquinas
sabrán hacer cada vez más cosas. Con una predecible mejora de los robots
y las transacciones electrónicas, dice, una pequeña parte de la
población -quizá un quince por ciento- tendrá conocimientos muy
específicos que una máquina jamás tendrá y podrá vivir con un buen
sueldo y rodeada de grandes comodidades. El ochenta y cinco por ciento
restante no tiene por qué vivir en la miseria, pero su existencia se
sustentará en los sueldos precarios, el consumo de bajo coste y una
protección del Estado de Bienestar languideciente.
En un artículo publicado en The Guardian,
Dean Baker afirmaba, con argumentos contrarios, que el evidente
empeoramiento de las condiciones de la clase media en el mundo
occidental no se debe a las innovaciones tecnológicas, sino a decisiones
políticas. Han sido decisiones políticas relativas al comercio las que
han hecho que los trabajadores industriales y de ciertos servicios de
Occidente se vean obligados a competir con trabajadores mucho peor
pagados y a veces con pésimas condiciones de trabajo en Oriente, afirma.
La política ha debilitado deliberadamente a los sindicatos, que servían
para mantener el estatus de ciertos trabajadores de clase media.
También las desregulaciones en telecomunicaciones o transportes han
provocado una bajada de salarios. Y los cambios en el sector financiero y
las reglas de gobernanza de las grandes empresas han aumentado los
ingresos de los de arriba sin hacer nada bueno por los del medio o de
abajo. Echarle la culpa a la tecnología sólo sirve para que las élites
se sientan bien creyendo que lo que pasa no es culpa suya, sino de un
inevitable progreso. Pero “la desigualdad -afirma Baker- ha sido
resultado de las políticas tomadas. No ha sido algo que sucediera porque
sí, sino porque lo hemos hecho o nos lo han hecho”.
Sean cuales sean los motivos, parece evidente que la clase media se está transformando, en muchos aspectos para peor. En un artículo reciente publicado en el Financial Times,
Simon Kuper reflexionaba no tanto sobre las causas, sino sobre las
consecuencias que este proceso está teniendo, especialmente entre los
jóvenes que aspiraban a pertenecer a la clase media y hoy se dan cuenta
de que eso se ha puesto particularmente difícil. Hasta hace no mucho,
dice, nuestro trabajo era una parte muy importante de nuestra identidad.
Nos definíamos por lo que hacíamos, y en buena medida también por la
empresa para la que lo hacíamos: con suerte, pasábamos la mitad de
nuestra vida en ella y eso explicaba a los demás cuál era nuestra valía,
nuestro estatus, quiénes éramos. Pero esos trabajos de por vida han
desaparecido para la mayoría, y en consecuencia mucha gente se ha visto
obligada a construir ese rasgo identitario en un lugar distinto del
tradicional. Y ese lugar es, paradójicamente, uno que ofrecen las nuevas
tecnologías, que al menos en parte están destruyendo una determinada
idea del futuro. Para mucha gente joven desempleada o con malos
trabajos, “su cuenta de Twitter o su página de Facebook es su identidad.
Es el lugar en el que se presentan a sí mismos al mundo. Esas webs han
despegado en parte porque nuestras identidades se han debilitado […] La
gente, en el pasado, se definía por su trabajo, por su iglesia, por su
nación y su familia. Pero en estos tiempos laicos, sin trabajo y
globalizados, cuando cada vez más de nosotros vivimos solos, ya no
estamos muy seguros de quiénes somos.”
Ya Marx y Engels hablaron de los efectos destructores de la
tecnología en los estándares de vida de mucha gente. Pero también es
innegable que ha contribuido al bienestar de millones de personas
-aunque ahora pensemos solo en iPads y robots, las vacunas o las
incubadoras también son tecnología-. Como explicaba hace no mucho The Economist,
parece evidente que las innovaciones tecnológicas mejoran la vida de
las personas a largo plazo, pero no está claro que hagan lo mismo para
quienes viven al mismo tiempo en que se producen sus avances más
revolucionarios.
Es perfectamente posible que lo que nos está pasando no se deba tanto
a la tecnología como a la política, como dice Baker. Pero sea como sea,
nuestra situación actual tiene un rasgo singular: a diferencia del
pasado, no parece haber casi nadie contrario a la tecnología y su relato
de eterno progreso: los ludditas son un vago recuerdo. Ni siquiera
quienes están perdiendo sus puestos de trabajo y, en cierto sentido, su
identidad, creen que la tecnología sea la culpable, porque la tecnología
ha adoptado un confuso estatus que a veces parece más religioso que
pragmático. La aceptación de la tecnología me parece mucho mejor noticia
que su rechazo. Pero también puede ser un síntoma de que cada vez nos
importa menos pensar qué hacen a nuestra vida esos bonitos cacharros que
inventamos.
Ramón González Férriz, La tecnología y la clase media, Tormenta de ideas, 18/01/2014
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