Feixismes disfressats.
No hace falta subscribir por completo la tesis del filósofo italiano Giorgio Agamben según la cual la estructura de nuestra sociedad mimetiza la del campo de concentración para sentirse severamente preocupado por la deriva que parece haber tomado el mundo de un tiempo a esta parte. Tal vez baste la pista señalada por Arendt en su momento al afirmar que el padre de familia ha sido el gran criminal del siglo XX para empezar a entender lo que nos ocurre. O, dicho de una manera que sobresalte un poco menos, quizá las palabras de la autora de La condición humana nos permitan dibujar el trasfondo más adecuado sobre el que inscribir la lectura de textos como El mundo de ayer, de Stefan Zweig, en el que se hacen patentes las similitudes del periodo de entreguerras previo al nazismo con nuestra situación actual.
El fascismo no parece probable que vuelva con los mismos ropajes
(tenemos interiorizados demasiados mecanismos de rechazo contra ellos y
contra toda su parafernalia en general), pero fácilmente puede hacerlo
con otros. De hecho, buena parte de quienes hoy votan opciones
populistas de derechas en Europa no tienen la sensación de estar
apoyando el regreso a los años treinta para que dichas fuerzas políticas
hagan lo mismo que hicieron entonces nazis y fascistas. A menudo tales
votantes creen —y no necesariamente de mala fe— que defienden a los más
débiles. En Grecia, una fuerza de extrema derecha como Amanecer Dorado
ha organizado comedores populares para que ciudadanos griegos en
situación de extrema vulnerabilidad puedan al menos recibir alimentos
para subsistir. Quedan fuera de la ayuda, por supuesto, emigrantes
turcos, subsaharianos y demás sectores de población pobre y extranjera.
De la misma forma, por cierto, que uno de los más eficaces argumentos
populistas que hizo que en la Alemania nazi prendiera con tanta rapidez
la propaganda antijudía entre sectores populares, en un momento de
profunda depresión económica, fue precisamente el de que la gran banca
estaba en manos de los judíos.
La operación tiene poco de extraña. Nadie (ni individuo, ni sector o
grupo social) se presenta a sí mismo como defensor del sojuzgamiento de
los pueblos, de la dominación de un sexo por otro o de la explotación de
una clase por élite económica alguna. Incluso quienes, sin el menor
género de dudas, han llevado a cabo alguna de estas cosas, o incluso
todas a la vez, lo han hecho en nombre de los más excelsos valores, de
las más inobjetables causas. Pero de semejante constatación no hay por
qué inferir la completa indiferencia, la absoluta indistinción entre
discursos, como si en realidad nunca hubieran constituido estos más que
el revestimiento ideológico-verbal de oscuras intenciones cuya
residencia se encuentra en otro lugar, invisible para la argumentación
y, en la misma medida, inmune a la crítica. La homogeneización de todas
las posiciones (subyacente al tópico: “Todos son iguales”,
frecuentemente dedicado a los políticos) no ayuda en lo más mínimo a la
comprensión de lo que ocurre.
En cualquier caso, tan importante como resulta señalar que la
inmensa mayoría de los crímenes colectivos fueron cometidos en nombre
del bien, la justicia y la felicidad para todos lo es también recordar,
como ha hecho Todorov, que las causas nobles no disculpan los actos
innobles. La clave para entender este reiterado desajuste —el asunto
realmente importante que merece la pena intentar clarificar— se
encuentra en una afirmación del autor de Memoria del mal, tentación del
bien, que en cierto modo enlaza con la tesis de Arendt mencionada al
principio: comprender al enemigo quiere decir también descubrir en qué
nos parecemos a él.
Importa llamar la atención sobre esto último. Alguien podrá
pensar, con razón, que en raras ocasiones se asume de manera expresa,
abierta, la actitud de atribuir todos los errores a los otros y creerse
uno mismo irreprochable. Pero quizá tales situaciones, precisamente por
lo explícitas que son, esto es, por la obscena exhibición de
intolerancia con que se nos mostrarían, deberían resultar las menos
preocupantes desde el punto de vista del análisis. Más inquietantes, por
su opacidad, vienen a ser aquellas otras situaciones en las que la
violencia no nos genera especial preocupación debido a sus
destinatarios. Pienso en algo que ha venido apareciendo, de manera tan
intermitente como perseverante, a lo largo de la historia, esto es, en
aquellas ocasiones en las que el que inflige dolor lo hace suspendiendo
provisionalmente la condición humana a quien lo padece. No es casualidad
que en tantas ocasiones los verdugos pongan nombre de animales a sus
víctimas (perros, sabandijas, ratas, cucarachas…) en un claro intento,
ya desde el mismo lenguaje, de allegarlas a una animalidad no
específicamente humana.
Subrayemos que esta suspensión cautelar de la condición humana,
lejos de constituir un mecanismo excepcional o insólito, estamos
dispuestos a aplicarla sin demasiadas resistencias en el momento en el
que entendemos que la situación lo requiere. Así, la naturalidad con la
que, como lectores de la novela o espectadores de la película, tendíamos
a considerar casi heroico el comportamiento del protagonista de
Soldados de Salamina, renunciando a disparar contra el prisionero
indefenso, acaso debería ser motivo de una cierta preocupación
autocrítica. El hecho de que, sin duda, no hubiéramos reaccionado
sobresaltados (porque no lo hubiéramos encontrado horroroso, tal vez ni
siquiera particularmente cruel) en el caso de que aquel joven soldado
hubiera disparado contra el fascista que intentaba escapar parece estar
indicando que hemos interiorizado algo que está lejos de ser obvio o
banal, a saber, que resulta normal disparar contra un prisionero que se
dé a la fuga. Hasta tal punto hemos interiorizado la normalidad de esa
conducta que damos por descontado que dejar de obrar así sitúa a quien
lo hace en el rango de los personajes dignos de franca admiración.
De ahí el arranque del presente papel. No se trata de que quienes
protagonizan los mayores horrores carezcan de mala conciencia: es que
están convencidos de que aquellos a los que causan daño no se merecen
activarla. Otra variante, si se quiere recuperar la formulación clásica,
de banalidad del mal.
Manuel Cruz, Suspender la condición humana, Babelia. El País, 11/01/2014
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