El no-lloc, entre la saturació i el buit (Marc Augé).
El mundo de la globalización económica y tecnológica es el mundo del
tránsito y de la circulación —destacándose todo ello sobre un trasfondo
de consumo. Los aeropuertos, las cadenas hoteleras, las autopistas, los
supermercados (añadiría de buena gana a esta lista las escasas bases de
lanzamiento de cohetes) son no lugares en la medida en que su principal
vocación no es territorial, no consiste en crear identidades singulares,
relaciones simbólicas y patrimonios comunes, sino más bien en facilitar
la circulación (y, por ello, el consumo) en un mundo de dimensiones
planetarias.
Todos estos espacios tienen un aspecto de déja-vu. Y una de las
mejores formas de resistir la sensación de extrañeza que vivimos al
encontrarnos en un país lejano consiste sin duda en refugiarnos en el
primer supermercado que veamos. Si tienen ese aspecto de déja-vu,
es, desde luego, porque se parecen (aunque la iniciativa arquitectónica
haya podido convertir en notables singularidades a algunos de ellos),
pero también porque, en efecto, ya los hemos visto, en la televisión o
en los prospectos publicitarios: forman parte del mundo colorista,
tornasolado, confortable y redundante cuyas imágenes nos son propuestas
por las agencias turísticas. Siendo redundantes, son también espacios de
lo demasiado lleno, aunque, por otra parte, estos dos caracteres se
refuercen mutuamente. Un gran aeropuerto como Heathrow es un centro
comercial famoso en todo el mundo. En los aeropuertos, la televisión
está presente en todas partes (con la notable excepción de Roissy). Las
grandes cadenas hoteleras circundan los aeropuertos y evitan que el
pasajero «en tránsito» tenga que desviarse hasta la ciudad a la que
prestan servicio. Los aeropuertos son, cada vez más, nudos de autopistas
y de ferrocarriles. En los hipermercados más importantes se hallan
presentes todos los servicios, principalmente agencias de viajes y
bancos. La radio y la televisión funcionan en todas partes, incluso a lo
largo de las autopistas, en las estaciones de servicio, que también se
transforman en complejos turísticos con restaurantes, comercios y
espacios lúdicos para los niños. Todo ello configura un inmenso juego de
espejos que, de uno al otro extremo de las zonas más activas del mundo,
ofrece a cada consumidor un reflejo de su propio estado febril.
En los espacios de lo demasiado lleno existe también una saturación de
seres humanos. Las carreteras y las pistas de despegue se atascan. Las
colas se hacen cada vez más largas. Las salas de espera, sean o no
confortables (es una cuestión de clases), nunca se vacían. El mundo de
la velocidad y de la instantaneidad tiene a veces problemas para
administrar su propio éxito, salvo cuando un suceso de alcance mundial
(la guerra del Golfo, el atentado de Nueva York) llena de espanto y
paraliza a una parte de los consumidores, para gran angustia de las
compañías aéreas y de las profesiones vinculadas al turismo.
Vivimos en el mundo de la redundancia, en el mundo de lo demasiado
lleno, en el mundo de la evidencia. Los espacios de paso, de tránsito,
son aquéllos en los que se exhiben con mayor insistencia los signos del
presente. Éstos se despliegan con la fuerza de la evidencia: los paneles
publicitarios, el nombre de las firmas más conocidas inscrito con
letras de fuego en la oscuridad de las autopistas que comunican con el
aeropuerto (pensemos en el norte de la circunvalación parisina), los
ostensibles palacios del espectáculo, de los deportes, del consumo que, a
la salida del aeropuerto, se apretujan contra la ciudad, hacen ceder
sus defensas y la penetran utilizando los pasos de los ferrocarriles, de
las autopistas o de los accidentes naturales (los ríos). La «ficha
técnica» que tanto gusta a Rem Koolhaas, la ficha técnica que subvierte
la ciudad histórica, es un espacio de lo demasiado lleno: ¿cómo
extrañarse de que se desborde sobre la ciudad, de que la moldee a su
propia imagen y la vuelva así conforme a su vocación global?
Los espacios de lo vacío se encuentran estrechamente entremezclados con
los de lo demasiado lleno. A veces son los mismos, pero a distintas
horas: el aeropuerto por la noche o por la mañana, poco después de su
apertura, los aparcamientos subterráneos cuando la afluencia es baja,
las baldosas que recubren la estación de Mentparnasse o las autopistas
de la zona de la Défense cuando la lluvia y el viento las vuelven
intransitables. El no lugar se aprehende, según los momentos, como una
saturación de pasajeros o como un vacío de habitantes.
De forma más sutil, lo lleno y lo vacío se frecuentan. Eriales, terrenos
improductivos, zonas aparentemente carentes de calificación concreta
rodean la ciudad o se infiltran en ella, dibujando en huecograbado unas
zonas de incertidumbre que dejan sin respuesta la cuestión de saber
dónde empieza la ciudad y dónde acaba. Las propias ciudades, en Francia,
se repliegan sobre su «centro histórico» (la iglesia del siglo XVI, el
monumento a los caídos, la plaza del mercado), siguiendo el mismo
movimiento que las lleva a proyectar hacia el exterior sus zonas de
actividad, pese a que se multipliquen las carreteras de enlace y las
rotondas que supuestamente permiten al visitante curioso abandonar la
autopista o la nacional para acercarse a echar un vistazo. En ciertas
ciudades sudamericanas, los poblados de chabolas o los barrios pobres se
infiltran a veces en las proximidades de los islotes centrales de la
sobremodernidad, islotes que se defienden mediante sus barreras
electrónicas y sus guardianes. El vacío se instala entre las vías de
circulación y los lugares donde se vive, o entre la riqueza y la
pobreza, un vacío que unas veces se decora y otras veces cae en el
abandono, o en el que hacen su madriguera los más pobres de entre los
pobres.
Existen otros vacíos además de estos vacíos residuales. Cuanto menos
consigue definirse el espacio urbano, más se extiende (y a la inversa,
por supuesto). La ciudad se cubre de obras de construcción que responden
a una voluntad de extensión (como en La Plaine-Saint —Denis, hacia
Aubervilliers), de empalme o reunificación, como en Berlín, en los
alrededores de la Potsdammerplatz, o de reconstrucción, como en Beirut.
En las obras de construcción urbanas, la evidencia de lo demasiado lleno
se halla matizada, plegada (en el sentido en que se pliega un vestido)
por el misterio del vacío. El encanto de las obras de construcción, de
los solares en situación de espera, ha seducido a los cineastas, a los
novelistas, a los poetas. Actualmente, este encanto se debe, en mi
opinión, a su anacronismo. En contra de las evidencias, escenifica la
incertidumbre. En contra del presente, subraya a un tiempo la presencia
aún palpable de un pasado perdido y la inminencia incierta de lo que
puede suceder: la posibilidad de un instante poco corriente, frágil,
efímero, que escapa a la arrogancia del presente y a la evidencia de lo
que ya está aquí. Las obras de construcción, en su caso al coste de una
ilusión, son espacios poéticos en el sentido etimológico: es posible
hacer algo en ellas; su estado inacabado depende de una promesa. Así es
desde luego como lo entiende el poeta Jacques Reda, en Les Ruines de París:
Vivo aquí desde el 36, me explica el anciano con cuyo perro acabo de
cruzarme ahora mismo (uno de esos negros cobardes de las afueras que se
largan a toda prisa sin tan siquiera responder a tu saludo, y que te
increpan tan pronto como se encuentran al amparo de su barrera), y me
muestra toda la superficie convertida en muros donde entonces crecía el
trigo, la alfalfa, y le da lo mismo. Le vaticino que un día estos
arrabales se unirán a los de Marsella, cosa que le alegra vagamente,
añadiendo que si, a pesar de todo, me gusta esta desolación y esta
invasión del desorden (su choza, su jardín, una fábrica, un arroyo, dos
inmuebles, una casa de campo, un monte alto, trescientos neumáticos), se
debe a que tengo la certeza de que en este espacio se prepara una
revelación, o al menos su promesa. Constato en el fondo de sus ojos
turbios que ya no me sigue en absoluto. Me siento un poco confuso: qué
revelación, en efecto, qué promesa de la que nada sé, excepto —allí,
ahora, sobre ese muro situado enfrente de la estepa en la que espero al
autobús que nunca pasa— que terminará por cumplirse.
Así es como, con toda naturalidad, los espacios de lo vacío se describen
en términos temporales. Al igual que las ruinas, las obras de
construcción tienen múltiples pasados, pasados indefinidos que superan
con mucho los recuerdos de la víspera, pero que, a diferencia de las
ruinas recuperadas por el turismo, escapan al presente de la
restauración y de la transformación en espectáculo: desde luego, no
escaparán por mucho tiempo a esto, pero al menos seguirán estimulando la
imaginación mientras existan, mientras puedan suscitar un sentimiento
de espera.
La arquitectura contemporánea no aspira a la eternidad, sino al
presente: un presente, no obstante, infranqueable. No pretende alcanzar
la eternidad de un sueño de piedra, sino un presente indefinidamente
«sustituible». La duración de la vida normal de un inmueble puede hoy
estimarse, calcularse (como la de un coche), pero normalmente se prevé
que, llegado el momento, será sustituido por otro inmueble (un inmueble
que puede tener aspecto de ser el mismo, como sucede con algunos cafés
parisinos, o que puede deslizarse tras la fachada conservada de una
construcción más antigua). De este modo, la ciudad actual es un eterno
presente: inmuebles que pueden ser sustituidos unos por otros y
acontecimientos arquitectónicos, «singularidades», que son también
acontecimientos artísticos concebidos para atraer a visitantes del mundo
entero.
Ahora bien, durante algún tiempo al menos, los solares y las obras de
construcción rebasan el presente por sus dos costados. Son espacios en
situación de espera que actúan también, de forma en ocasiones un poco
vaga, como evocadores de recuerdos. Reabren la tentación del pasado y
del futuro. Hacen las veces de ruinas. Hoy, éstas ya no pueden
concebirse, no tienen ya porvenir, como si dijéramos, dado que,
precisamente, los edificios no se construyen para envejecer,
coincidiendo en esto con la lógica de la evidencia, con la lógica del
eterno presente y de lo demasiado lleno. La reconstrucción realizada de
manera idéntica (ideada tras la guerra en ciudades como Saint-Malo y
Varsovia) y, de manera más general, las sustituciones, se encuentran en
las antípodas de la ruina. Recrean una funcionalidad presente y eliminan
el pasado.
Marc Augé, El tiempo en ruinas
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