Recordes?
¿Recuerdas? Es bien sabido si se trata de aprender un idioma o un instrumento musical; que hay una ventana en la infancia en que los lenguajes y las destrezas parecen penetrar por ciencia infusa; que para llegar a ser bilingüe o convertirse en un virtuoso del piano hay que empezar a estudiar de niño. Pero lo mismo vale para el resto de la experiencia. Uno empieza a hacerse individuo cuando su estatura aún no le deja parecerlo, durante esa ventana de la infancia en que el cerebro es una esponja ávida de historia y biografía, cuando todas las posibilidades parecen abiertas y la memoria todavía está del lado de allá, del de las cosas que aún pueblan el mundo y el de los acontecimientos que todavía están sucediendo.
Por eso las memorias más ciertas y elocuentes nos remiten a la infancia, porque fue entonces cuando nos hicimos bilingües de la existencia o virtuosos de nuestra propia vida. Fueron los primeros recuerdos que recibimos, y serán los últimos en irse. Hay ancianos con dificultad para recordar lo que pasó ayer y, en cambio, siguen rememorando con nitidez los sucesos de su infancia.
Pero la memoria es una narración en continua revisión, como una catedral gaudiana en construcción perpetua. No está hecha de lo que creemos que está hecha -sucesos, crónicas, fotos sepias custodiadas en un álbum-, sino más bien de ajustes y compromisos, de convenios firmados con el pasado y renovados cada quinquenio.
La memoria es frágil y -un tópico más- traicionera. Un recuerdo puede aguantar intacto durante medio siglo, mientras está sepultado en las regiones inaccesibles de la mente, pero se vuelve débil justo cuando lo rememoramos, cuando lo sacamos del archivo para consultarlo. Entonces es muy fácil borrar un recuerdo cierto, insertar uno falso o -tal vez lo más común- negociar lo que fue con lo que debió ser, el pasado con el subjuntivo, la biografía con la novela de nuestra vida. ¿Recuerdas?
Javier Sampedro, El pasado en revisión, El País, 26/02/2011
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