La il.lusió de la transparència.
El signo de nuestra época es la inmediatez. Nada nos resulta más sospechoso que las mediaciones, los intermediarios, las construcciones y las representaciones. Pensamos que para conocer la verdad basta que los datos estén al alcance; que una democracia solo necesita que nada nos impida decidir. En nuestro inconsciente colectivo consideramos que son más útiles los datos que las interpretaciones y, por el mismo prejuicio, tendemos a pensar que es más democrático participar que delegar. Una similar desconfianza ante las mediaciones nos lleva a suponer automáticamente que algo es verdadero cuando es transparente, que toda representación falsifica y que todo secreto es ilegítimo. No hay nada peor que un intermediario. Por eso nos resulta de entrada más cercano un filtrador que un periodista, un aficionado que un profesional, las ONG que los Gobiernos y, por eso mismo, nuestro mayor desprecio se dirige a quien representa la mayor mediación: como nos recuerdan las encuestas, nuestro gran problema es... la clase política. La actual fascinación por las redes sociales, la participación o la proximidad pone de manifiesto que la única utopía que sigue viva es la de la desin-termediación.
Estando así las cosas, nadie podía sorprenderse de que las filtraciones de Wikileaks hayan sido recibidas como una confirmación de lo que ya sabíamos: que el sistema es malísimo y nosotros, inocentes. Coincide esto en el tiempo con una crisis económica cuyos exégetas llevan tiempo repitiendo que la estamos pagando los que no la hemos provocado. Afortunadamente, nosotros no formamos parte de ese mercado que se dedica a conspirar y atacar. Identificados los problemas y asignadas las responsabilidades, nos hemos ahorrado casi todo el trabajo de pensar un mundo complejo y adaptar la democracia a las nuevas realidades. La indignación puede seguir sustituyendo cómodamente a la reflexión y al esfuerzo democrático.
La transparencia es, sin duda, uno de los principales valores democráticos, gracias a la cual la ciudadanía puede controlar la actividad de sus cargos electos, verificar el respeto a los procedimientos legales, comprender los procesos de decisión y confiar en las instituciones políticas. Ahora bien, ¿tan seguros estamos de que disponer libremente de 250.000 documentos de la diplomacia americana nos hace más inteligentes y mejores demócratas? ¿Sabríamos más del mundo si se suprimieran todos los secretos? ¿Somos mejores ciudadanos a medida que vamos descubriendo lo torpes y cínicos que son muchas de nuestras autoridades?
No deberíamos dejarnos seducir por la idea de que estamos ante un mundo de información disponible, transparente y sin secretos. De entrada, porque somos conscientes de que determinadas negociaciones exitosas del pasado no se hubieran producido si hubieran sido retransmitidas en directo. Existe algo que podríamos denominar los beneficios diplomáticos de la intransparencia. Por supuesto que en este aspecto muchos procedimientos tradicionales están llamados a desaparecer y quien a partir de ahora participe en un proceso diplomático ha de saber que muchas cosas terminarán por saberse. Pero también es cierto que la exigencia de una transparencia total podría paralizar la acción pública en no pocas ocasiones. Hay compromisos que no pueden alcanzarse con luz y taquígrafos, lo que suele provocar que los actores radicalicen sus posiciones. Pese a ciertas celebraciones apresuradas de un inminente mundo sin doblez ni zonas de sombra, la distinción entre escenarios y bastidores sigue siendo necesaria para la política.
Pero es que hay también una ambigüedad de la transparencia desnuda, no contextualizada. Es una ilusión pensar que basta con que los datos sean públicos para que reine la verdad en política, los poderes se desnuden y la ciudadanía comprenda lo que realmente pasa. Además del acceso a los datos públicos, está la cuestión de su significado. Poner en la red grandes cantidades de datos y documentos no basta para hacer más inteligible la acción pública: hay que interpretarlos, entender las condiciones en las que han sido producidos, sin olvidar que generalmente no dan cuenta más que de una parte de la realidad.
Daniel Innerarity, Los límites de la transparencia, El País, 22/02/2011
http://www.elpais.com/articulo/opinion/limites/transparencia/elpepiopi/20110222elpepiopi_4/Tes?print=1
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