Són revolucions les revoltes àrabs?
Si los levantamientos que se encadenan en determinados países árabes tienen en común una misma motivación, a saber, la expresión ultrajada de un hartazgo y de una necesidad vital de emancipación y de libertad, los regímenes totalitarios contestados son muy diferentes los unos de los otros. En Yemen se trata de una dictadura estática, esclerotizada, sin proyecto real de sociedad y sin dinámica, basada exclusivamente en las alianzas tribales. Una dictadura virtual, sorda, opiácea, que ha instalado al pueblo en el estoicismo y la renuncia.
En Túnez, el régimen, nacido a partir de una esperanza de renovación y de progreso, cayó en la trampa de una espantosa estrechez de miras que condujo a Ben Ali a perder de vista la oportunidad de poder inscribir su nombre con letras de oro en la historia de su país. Ben Ali era, sin duda alguna, el más convincente de los presidentes árabes. Disponía de un pueblo magnífico, instruido, moderno, emancipado y no violento. Su reino era pan bendito. Pero, al no hacer la gloria estremecerse más que a las almas que son dignas de ella (Gogol dixit), el soberano de Cartago optó por la depredación bulímica y por una represión policial que no tenían ninguna razón de ser. Privilegió el reino de sus allegados y de su familia política en detrimento de su propio reino y acabó por verse superado por el giro de los acontecimientos. Podríamos decir que la dictadura de Túnez era sobre todo un poder crapuloso sobre el país, basado en el nepotismo, la corrupción y el tráfico de influencias.
En Egipto se trata de un régimen fantoche, deseado y alimentado por los intereses estadounidenses e israelíes. Considerado como la punta de lanza del mundo árabe, se ha convertido en su eslabón débil. Su incondicional alianza con los norteamericanos ha perjudicado mucho al destino de Palestina y dispersado considerablemente a la unidad árabe. Al concentrar en su seno a las principales instituciones árabe-africanas (políticas, económicas, culturales y deportivas), Occidente ha hecho de él su único interlocutor y su principal peón en la región. Valiéndose de ese privilegio, el régimen de Mubarak trocó deliberadamente su estatuto de hermano mayor por el poco brillante papel de cómplice y de traidor, actitud que el pueblo egipcio, considerado como el más intelectualizado del mundo árabe, no ha acabado de digerir. En la dictadura egipcia se da el ejercicio flagrante de una creciente injerencia de los intereses geoestratégicos occidentales, en particular los de Estados Unidos e Israel. Su vocación consiste esencialmente en amordazar el orgullo y la dignidad nacionales en beneficio de ambiciones vampirizantes exteriores.
Los levantamientos que tienen lugar en esos tres países responden también a una urgencia capital. En Yemen, como en Túnez y en Egipto, los pueblos reclaman la libertad, el honor y la posibilidad de acceder a una vida decente. Los regímenes denostados han sido, para nuestros pueblos, la causa principal del marasmo y de la descomposición socioeconómica que nos deniegan el derecho a poder ascender en el concierto de las naciones. Pero de ningún modo se trata de revoluciones. Se trata de una reacción espontánea, incoherente y sin orientación precisa, cuyo objetivo es el de expulsar al tirano sin prever ni preocuparse por lo que vendrá después. Una revolución es un acto pensado, maduramente articulado en torno a una hoja de ruta, de una estrategia, y conducido por actores identificados y determinados. No vemos a cabecillas titulares designados en las calles de El Cairo, de Túnez o de Adén. Privados de catalizadores eficaces, estos vastos movimientos de protesta van a tener que seguir hasta el final y desbaratar todos los ardides que los Gobiernos amenazados van a multiplicar para cambiar la situación a su favor. Nos hallamos ante la duda sideral, de ahí que se haga imperativo el recurso inmediato a conciencias intelectuales o políticas capaces de encarnar la cólera popular y la saludable alternancia exigida por el pueblo. Sería desastroso seguir sitiando las plazas públicas sin erigir en ellas tribunas y sin hallar para ellas una voz fuerte y creíble que desbanque los discursos falaces y las llamadas a la calma de los regímenes acorralados. Como sería desastroso aceptar un compromiso, que, con toda evidencia, no sería sino una trampa inesperada y una tentativa de ganar tiempo para los Mubarak y sus esbirros. Cometimos esa torpeza en Argelia con ocasión de la formidable insurrección de octubre de 1988. Al no contar con guías prevenidos que nos evitaran las trampas de la recuperación y nos precavieran de los fallos de nuestra inadvertencia, aplaudimos la proclamación de la democracia y del multipartidismo para desengañarnos algunos años más tarde bajo el tsunami islamista. No quisiera que esta catástrofe se operara en Túnez y en Egipto. Esa es la razón por la que resulta de extrema importancia, para esos dos países, escoger a hombres y mujeres aguerridos, vigilantes y dispuestos a erradicar toda traza de los antiguos aparatos represivos del Estado y a impedir las tentativas de instrumentalización y desviación ideológicas que reducirían a cenizas la instauración de una auténtica democracia laica y republicana.
Sin embargo, si el caso tunecino suscita la simpatía de Occidente, el de Egipto le quita el sueño. Porque en Egipto no se trata del porvenir del pueblo egipcio, sino de una nueva configuración de las relaciones de fuerza en la región. Si el régimen de Mubarak se hundiera, la "paz" de Oriente Próximo ya no estaría garantizada. Entendiendo por "paz" la estabilidad de Israel y su impunidad. Estados Unidos va a emplear todo su peso para mantener el régimen, a riesgo de sacrificar a Mubarak. Y los egipcios están viviendo las horas más peligrosas de su historia republicana. O aceptar la "transición" o la guerra civil. Personalmente, no soy nada optimista. Cada día que pasa lo hace en beneficio del régimen, que ha elegido la guerra de desgaste. Ya no es la calle la que gestiona el asedio. La economía está parada, la gente no percibe sus salarios y los estómagos empiezan a acusar el hambre. El régimen lo sabe y va a tratar de prolongar las manifestaciones pacíficas para volver a desplegarse, restablecer sus redes de propaganda y de disuasión y sembrar la duda en los ánimos. En el momento en que escribo, Mubarak habría confiado ya el destino de Egipto a los expertos del Pentágono. Esa "transición" que reclama Washington es la trampa mortal que destruirá toda oportunidad de recuperar su honor y su salvación al pueblo egipcio.
Hay dos preguntas que hacerse:
1. ¿Podrían extenderse estos levantamientos a Libia, Argelia, Marruecos y Jordania? Para Libia, la cuestión ni se plantea. Para los libios, Gadafi no es un dictador sino un líder iluminado. Tardaremos en ver sumidas en la cólera a las calles de Trípoli. Respecto a los otros tres países, a pesar de la corrupción generalizada, el desempleo, el empobrecimiento galopante y la falta de perspectivas para la juventud y los nuevos diplomados, no habrá insurrecciones en ellos. Los Gobiernos actuales prometerán la introducción de vastas y urgentes reformas para satisfacer las reivindicaciones de sus pueblos y seguirán sin comprender que es la alternancia lo que la nación exige. El brazo de hierro será flexible, pero nadie podrá prever la reacción popular a corto plazo. Una cosa es cierta, gracias a lo que ocurre en Túnez y en Egipto, los pueblos saben ya dónde están sus verdaderas fuerzas. Nada será ya como antes.
2. ¿Van a cambiar algo estos levantamientos? En Yemen, nada concluyente. Al régimen le bastaría con hacer algunas concesiones para dispersar a las multitudes. Las alianzas tribales están demasiado corrompidas como para renunciar a sus conquistas en beneficio de sus comunidades. Túnez podría arreglárselas. Tiene bazas reales de salir bien parado de la transición, pero los excluidos del aparato del poder no renunciarán a su parte del pastel. En cuanto a Egipto, se velan las armas, o, por seguir con la tradición musulmana, es "la noche de la duda". Se juega todo a una carta. Y todo lleva a creer que se va a armar una buena. Los envites geoestratégicos son de tal calibre que gustosamente aceptarían el sacrificio de algunas decenas de miles de muertos.
Yasmina Khadra, No son revoluciones, El País, 04/02/2011
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