La sort contra el mèrit.
Fue la cultura católica la que inventó el cálculo de probabilidades.
En 1654, Pascal propuso un método para analizar qué tan probable es un
par de seises en un lance de dados. A fines de ese año, tuvo una crisis
religiosa y entró al convento de Port Royal, donde escribió sobre la
gracia y el mérito. Llegó a ver la salvación como una apuesta, en la
cual el creyente se la juega.
Jugar a la lotería es tratar de
sintonizar con la Divina Providencia, darle oportunidad a Dios de
responder, negar que el éxito se deba únicamente a mi esfuerzo, afirmar
la gracia frente al mérito. También es afirmar una igualdad fundamental,
en la que todos somos hijos de Dios, aunque a unos les dé más que a
otros. La buena suerte es un milagro, un don del cielo.
Hasta la
mala suerte es llevadera, si su sentido más profundo es la inescrutable
voluntad divina. Respuesta de Job: Desnudo llegué al mundo y desnudo
saldré. Dios me dio todo y Dios me lo quitó. ¡Bendito sea Dios!
La
aceptación religiosa de la desgracia tiene efectos en la desigualdad
social. La buena suerte es un privilegio menos ofensivo que el mérito.
Cuando se llega al trono por orden de nacimiento en la familia real, los
últimos en nacer tuvieron mala suerte, pero nada más. Cuando
(teóricamente) todos pueden llegar a la cima, los que no llegan son unos
fracasados. Si el dinero cae del cielo, los que tienen poco tuvieron
mala suerte. Si se gana (supuestamente) por méritos, los que tienen poco
es porque son inferiores.
El mérito es despiadado, solitario,
desolado, hasta en el éxito, ya no se diga en el fracaso. La suerte es
gracia inmerecida, tanto si colma de bendiciones a Job como si lo
despoja de todo.
La lotería tiene nostalgia del Paraíso: del
paleolítico recolector, anterior a la agricultura y el trabajo. Según
Marshall Sahlins (Stone age economics), las tribus recolectoras (hoy en zonas recónditas de Australia, Brasil, África) no trabajan: conversan, mientras andan de shopping
por la naturaleza; no trabajan: juegan, mientras andan de cacería o de
pesca. Vivir así es “ser de otro modo” (como dice Huizinga del juego).
Pero no como pausa, distracción o suspensión de la vida ordinaria, sino
como vida ordinaria.
Los inútiles alegatos sobre la mayor
importancia de la inspiración o el trabajo para crear obras valiosas
tienen que ver con algo real. Se puede trabajar empeñosamente con
resultados mediocres y recibir de pronto, sin esfuerzo, no se sabe cómo
ni de dónde, un milagro inesperado, inmerecido.
En los países
católicos, que prefieren las fiestas a la ética del trabajo, se dice en
broma: “Qué tan malo no será el trabajo que Dios lo puso de castigo.” De
la Caída en el trabajo, viene la oposición entre producir y jugar. Lo
ideal, por supuesto, es superar esa oposición: ser felices produciendo.
O, como en la lotería: producir sin trabajar, recuperar la gratuidad del
paraíso recolector.
Los imperativos de la necesidad también se
pueden cumplir en el juego, la creación, la comunión, la libertad, pero
de otra manera. El juego es un remedo de la necesidad (tiene objetivos,
recursos, restricciones, ambición, trampas, éxito o fracaso) felizmente
desconectado de la necesidad. Es como el ejercicio ocioso de los
animales que se atacan, pero no en serio; o atrapan algo que no
necesitan.
Cuando se tiene la bendición de ser feliz produciendo:
de transformar la necesidad en libertad, los juegos son una distracción
indeseable. En el paraíso, no hay nostalgia del paraíso.
Gabriel Zaid, Contra el mérito, Letras Libres, noviembre 2013
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