La ciència i la reducció de les nostres incerteces.
La sociedad confía en la ciencia y en los científicos. Al menos eso
es lo que se desprende de los resultados del Barómetro de Confianza
Institucional correspondiente al mes de junio-julio de 2013, donde 92 de
cada 100 españoles situaban a los investigadores, junto a los médicos
de la sanidad publica, en el primer puesto del ranking de los cuerpos y organismos de la Administración pública mejor valorados.
Sin embargo, en la práctica, la experiencia enseña que, en general,
la población tan solo valora positivamente aquellas opiniones
científicas que les reafirman en sus convicciones. Si no se escucha lo
que se quiere oír, los comentarios suelen variar entre los que dicen que
los científicos cambian constantemente de opinión (de forma que lo que
ayer era malo hoy es bueno y viceversa) y los que comentan que cómo se
les va a creer si entre ellos no se ponen de acuerdo (y donde uno dice
blanco otro dice negro). ¿Cómo es posible que la gente diga que confía
en los científicos y que al mismo tiempo reniegue frecuentemente de
ellos, dependiendo de si les gusta o no lo que escuchan?
Algunos culpan a la falta de educación científica en la escuela. Pero
probablemente esto es solo parte del problema. La ciencia subyacente a
muchos de los grandes temas de actualidad es muy especializada y
requiere de profundos conocimientos que superan con creces lo que los
alumnos puedan aprender en las aulas de primaria y secundaria. Quizás,
antes de buscar culpables, el primer paso sea tratar de entender por qué
la población tiende a elevar creencias manifiestamente inciertas a la
categoría de hechos irrefutables.
Los humanos aspiramos a la exactitud y sabemos que la ciencia es un
camino fiable para aproximarse a ella. Pero esta aspiración entra a
menudo en conflicto con intereses, convicciones, emociones u otras
motivaciones, a veces inconscientes. Por ejemplo, las personas que
conciben la naturaleza como algo intocable y sagrado pueden percibir la
modificación genética como moralmente inaceptable, sea cual sea su
seguridad o utilidad. Otras creencias pueden estar profundamente
enraizadas en emociones incontrolables. Así, el anuncio de una posible
pandemia que podría causar la muerte de muchos inocentes puede provocar
sentimientos de miedo e impotencia que, gestionados mediante la táctica
del avestruz, conducen a menospreciar las advertencias de peligrosidad y
a tildar de improbable su ocurrencia.
Para reconciliar nuestras motivaciones racionales e irracionales a la
hora de creer en algo, nos hemos convertido en maestros del autoengaño.
Como nos consideramos seres racionales tratamos de encontrar razones
que apoyen que nuestras creencias son exactas. Pero si estas chocan con
el consenso científico, siempre encontraremos posturas disidentes que
permitan justificarnos aduciendo que la cuestión analizada no está
resuelta o que es objeto de controversia. El tema del origen
antropogénico del cambio climático, o de la seguridad de las vacunas,
resultan paradigmáticos al respecto.
Tal vez, si la gente supiera que existen otras razones que pueden
comprometer la certeza de sus creencias, probablemente sería más
prudente a la hora de defenderlas a capa y espada. Pedir a los
profesores de ciencias que transmitan los conocimientos adecuados para
que la población entienda todos los aspectos de un tema de debate no es
realista, pero lo que sí podría pedírseles es que fueran capaces de
mejorar la apreciación de los alumnos de lo que en realidad significa la
noción de exactitud del conocimiento científico. Con este fin, el
estudio de la historia de la ciencia puede ser de gran ayuda,
permitiendo a los estudiantes comprender mejor tanto las motivaciones
que subyacen a sus propias creencias, como el método utilizado por la
ciencia en la búsqueda del conocimiento.
Si un alumno entiende cómo la visión del mundo del medievo hacía que
la teoría geocéntrica del sistema solar pareciera correcta, habrá dado
un paso adelante para comprender que él mismo puede estar experimentando
influencias similares. Asimismo, la historia de la ciencia puede
ayudarnos a comprender por qué el conocimiento científico se hace cada
vez más exacto con el paso del tiempo. Es fácil para un observador ajeno
al mundo de la ciencia descalificar una conclusión que no le satisface,
calificándola de discutible en base a que los científicos cambian
constantemente de opinión. Sin embargo, si un estudiante comprende que
nuevas observaciones pueden llevar a revisar importantes teorías,
concluirá que la ciencia, más que pretender establecer leyes inmutables,
busca explicaciones provisionales que inexorablemente serán revisadas
cuando se encuentre una mejor. Asimismo, el alumno entenderá que la
disponibilidad de los científicos a cambiar sus creencias para alinear
estas con los nuevos datos no es un signo de debilidad sino de gran
fortaleza.
La ciencia sabe que no está trabajando en encontrar la verdad
definitiva, sino más bien en reducir la incertidumbre o, como les
comentaría un científico guasón, en su “próximo error”. Y esta
aproximación, racionalmente crítica, puede que no sea la única manera de
organizar y entender nuestras experiencias y relaciones con el mundo
que nos rodea, pero constituye una vía más precisa y exacta que la que
proponen la religión y la ideología política.
Mariano Marzo, Confíen en ella (aunque les lleve la contraria), El País, 04/01/2014
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