Albert Camus: "Jo no sóc un filòsof"

Camus amb el seu mestre Jean Grenier



Jean Camus, el hijo de Albert Camus, atiende el teléfono gracias a la mediación de Alain Grenier, el hijo del filósofo y escritor Jean Grenier, que fuera profesor en el instituto de Argel y amigo íntimo del autor de El extranjero. Camus hijo es abogado, está delicado de salud, y prefiere no recibir a nadie en la casa de sus padres, en la Rue Madame de París. “Está destruida”, dice. Nacido en 1945, el mellizo de Catherine Camus siempre ha dejado que sea su hermana, la albacea del escritor, quien se ocupe de hablar de su padre y de gestionar sus derechos. 


Pero ahora que se acerca el centenario del nacimiento del novelista, periodista, dramaturgo y ensayista, Jean Camus ha aceptado dejar ese segundo plano para compartir los —escasos— recuerdos que atesora de su padre; para reivindicar la importancia de Grenier (1898-1971) en su vida y su obra —“Camus no se entiende sin Grenier, y su libro sobre él es el más profundo que se ha escrito nunca sobre Camus”, dice—; y para afirmar que “Francia todavía no ha comprendido bien que Camus no fue un filósofo ni un pensador, sino un hombre que habitaba entre nosotros, un narrador de mundos, un extranjero”. 

“Camus tenía verdadera necesidad de los demás para vivir”, añade Jean Camus. “Yo lo leí tarde, después de su muerte, pero antes había leído a Borges y a Pascal, y comprendí enseguida que no era un filósofo”. Él mismo lo dijo en 1959: “Me pregunto las mismas cosas que los otros. No soy un filósofo”. 

“La visión que ha dado gente como Michel Onfray y Benjamin Stora” —los dos filósofos que han competido por coordinar la truncada exposición del centenario— “son bobadas”, continúa Jean Camus, que ríe y se emociona al recordar a su padre, fallecido cuando él y su hermana tenían 15 años: “Mi libro preferido es El extranjero. Lo he leído más de 20 veces y siempre veo cosas distintas. Es el más fácil de leer, el más corto, y también el más misterioso. Está escrito para la gente. Un compositor dijo que tiene música dentro, un bajo continuo, como Bach. Recuerdo que un día mi padre estaba triste, sin dinero, tenía no sé qué problemas con el contrato de Gallimard, llamó al poeta Francis Ponge, y este le dijo: ‘No te preocupes, El extranjero quedará para siempre”. 

Aquella novela de 1942, escrita y publicada durante la ocupación nazi de Francia, que interrogaba al mundo sobre el absurdo destino de la gente decente obligada a vivir en medio de la abyección moral y sometida a la arbitrariedad de fuerzas colectivas y anónimas, fue la catapulta a la fama de Camus, que había llegado a París en 1940 desde Argel, donde había publicado el ensayo El revés y el derecho, que solo reeditaría en Francia 20 años más tarde. 

Camus era en ese momento el director de Combat, el diario de la Resistencia contra Vichy y el Tercer Reich, que duraría cuatro años pero que fue elogiado por el general De Gaulle como un ejemplo de periodismo insobornable y libre, “intratable”. Antes, el joven licenciado en Filosofía había codirigido Le Soir Républicaine en Argel, la oprimida capital de la provincia francesa de ultramar, donde publicó en 1939 un artículo-manifiesto con los mandamientos que deben guiar la acción de los periodistas en tiempos de guerra —y de paz—. El texto lo rescató Le Monde el año pasado, y se lee hoy tan moderno como entonces. Camus defendía el derecho de cada ciudadano a “elevarse sobre el colectivo para construir su propia libertad”, y definía las cuatro columnas del buen periodismo: lucidez, desobediencia, ironía y obstinación. Los puntos cardinales que inspirarían su obra. 

Camus había nacido en Mondovi el 7 de noviembre de 1913. Su padre pied-noir (colono francés) había muerto luchando en la Primera Guerra Mundial, y su madre, Catalina Sintes, nacida en Mahón (Menorca), semianalfabeta y casi completamente sorda, se había encargado de su educación. Jean Camus recuerda que cuando su abuela llegó a Francia, dijo: “Es bonito, pero ¿no hay árabes?”, y desmiente que fuera sorda: “Hablaba poco pero oía perfectamente”. 

“Ante mi madre siento que pertenezco a un noble linaje: el que no envidia nada”, diría Camus. Su infancia y adolescencia en Argel, la figura de su brava madre española y su profesor de secundaria, Jean Grenier, marcaron profundamente la sensibilidad literaria y humanista de Camus, cuenta Alain Grenier, de 82 años, el hijo del autor de Les Îles, uno de los libros que, según ha escrito José María Ridao, más influyó en Camus. “Albert venía a menudo a nuestra casa”, recuerda Grenier sentado ante un café que acaba de traer su mujer, la encantadora Elisabeth. “A mi padre le gustaba reunir a los alumnos en casa, se interesaba mucho por ellos, y Camus y él se hicieron muy amigos. Camus se quedó deslumbrado con mi padre un día que estaba enfermo. Llevaba días sin ir al instituto, y mi padre decidió acercarse a su casa para ver cómo estaba. Camus y su madre se quedaron asombrados”. 

“Grenier y mi padre se querían mucho”, añade Jean Camus. “Eso es un hecho. Mi padre solía decir que tenía un amigo inglés para subrayar la elegancia y la caballerosidad de Grenier. Y es maravilloso ver que en su libro de recuerdos titulado Albert Camus. Souvenirs (1968), escribe: ‘Releyendo El extranjero y otros textos de juventud, me emociono por las cosas que creo entender’. Nadie ha hablado nunca tanto de la parte de silencio involuntaria, de esa parte secreta que mi padre no quería ver ni que se viera”. 

Años más tarde, la guerra separaría a las familias. “A pesar de que mantenían posiciones distintas, mi padre y Camus se escribieron docenas de cartas y mantuvieron un lazo permanente”, recuerda Grenier. “Mi padre se fue a Lille, y aunque también se escribió con otros alumnos, Camus siempre fue especial. La luz que desprendía era tan grande que oscurecía a los demás, aunque fuera injusto era así. Era excepcional, y mi padre le aconsejó que escribiera, le ayudó a publicar, le presentó a editores. Luego, cuando yo era estudiante en París, Camus y su segunda mujer —Francine Faure— se ocupaban de mí, yo iba mucho a su casa de Rue Madame, y a veces íbamos juntos a ver a mi padre cuando se instaló en Bourg la Reine, en la periferia de París. Camus decía: “¡Vamos a ver a mi buen maestro!”. 

Jean Grenier y Albert Camus pasaron años sin verse a raíz de que este decidiera afiliarse al Partido Comunista Francés. Pero cuando en 1940 fundó Combat, el periodista llamó a su maestro para que se incorporara. “Le ofreció ser el crítico teatral, el teatro era lo que más le gustaba, pero mi padre tuvo que decirle que no porque no le daba tiempo a ir y volver desde la periferia. Así que le nombró crítico de arte, aunque mi padre había sido de los primeros que había denunciado que el comunismo era totalitario en su ensayo Sobre el espíritu de la ortodoxia, de 1936. Muchos comunistas eran estalinistas, Camus nunca lo fue”. 

Jean Camus cree que la entrada de su padre en el PCF obedeció a que “era el único partido que tenía una posición presentable sobre la colonización de Argelia. En cuanto cambió esa posición, se marchó. Aunque luego le acusaron de ser trotskista, y otras cosas cómicas, lo que pasaba es que no era estalinista”. El propio Camus diría: “No estoy hecho para la política porque soy incapaz de desear o de aceptar la muerte del adversario”. 

Algunos culparon y todavía culpan a Grenier por no haber evitado que su discípulo entrara en el PCF. “Creo que entendieron mal su relación”, dice el hijo de Grenier. “Eran muy amigos, aunque nunca se tutearon porque no les salía natural. Camus enviaba desde joven sus borradores a mi padre. Pero eran muy distintos. Mi padre era un hombre provinciano, respetaba mucho la religión y le interesaba el pensamiento oriental, el budismo. Era más espiritual que político. Camus venía de otro medio social, tenía otro pasado…”. 

Grenier insiste en que su relación “era muy sutil. Mi padre debió pensar que si Camus quería hacerse comunista era mejor no decir nada, que tenía que vivir esa experiencia. Él no era de imponer nada a nadie, pero nunca dejó de querer a sus alumnos comunistas, y tuvo varios”. La salida del PCF daría lugar a uno de los episodios cruciales de la vida de Camus: la ruptura con Jean-Paul Sartre y el medio existencialista y oficialista del comunismo francés. Sucedió en 1952, después de que el combativo filósofo sartreano Francis Jeanson escribiera una crítica feroz a L’homme revolté (El hombre rebelde) en Les Temps Modernes, la revista fundada en 1945 por el pope Sartre. Camus replicó con una carta al director (Sartre), y este le acusó de ser un burgués. 

En ese momento, ha escrito Ridao en la revista Turia, “Camus se decidió a mostrar la extrema miseria en la que había vivido durante su infancia, sobreponiéndose al pudor del que dejaron numerosos testimonios sus maestros y amigos, y liberándose de pronto, como él mismo explicaría en Le premier homme, de la vergüenza y de la vergüenza de haber sentido vergüenza”. 

“La polémica con Sartre fue dura”, recuerda Alain Grenier. “Pero Camus siempre fue diferente a Sartre, nunca quiso jugar un papel político. Tuvieron discusiones de periódico a periódico, y Camus era una persona de mucho carácter, él decía que era orgulloso como los españoles y que se sentía más español que francés. Quizá nunca estuvo muy cerca de Sartre. Mi padre comía con él una vez por semana, en la brasserie Lipp, cerca de Gallimard, y era muy sobrio, no comía mucho, apenas bebía…”. 

Jean Camus recuerda que en su casa la ruptura con Sartre se vivió con aprensión pero también con humor: “Mi madre estaba muy preocupada por la crítica de Jeanson y por la respuesta de Sartre, y cuando más tensa estaba, mi padre, para desdramatizar, dijo: ‘¿Y qué hacemos, les reto a un duelo con pistolas?’. Por supuesto, había una parte de verdad dentro de la broma”. 

En 1957, al recibir el Nobel de Literatura, Camus diría: “Cada generación, sin duda, se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que no lo rehará. Pero su tarea quizá sea aún más grande. Consiste en impedir que el mundo se deshaga. Heredera de una historia corrompida, en la que se mezclan las revoluciones frustradas, las técnicas enloquecidas, los dioses muertos y las ideologías extenuadas; cuando poderes mediocres pueden destruirlo todo, pero ya no saben convencer; cuando la inteligencia se ha rebajado hasta convertirse en criada del odio y la opresión, esta generación ha tenido, en sí misma y alrededor de sí misma, que restaurar, a partir de sus negaciones, un poco de lo que hace digno el vivir y el morir”. 

En ese discurso, el escritor rindió homenaje a sus maestros Louis Germain y Jean Grenier, y recordó que convencieron a su madre para que continuara sus estudios. El Nobel, galardón que Sartre rechazaría años más tarde, fue recibido en Rue Madame con aprensión, recuerda Jean Camus: “Nadie entendía nada, y cuando se lo dijeron estaba avergonzado. Mi madre usó una expresión pied-noir para burlarse de él: tutututú”. 

Por entonces, Camus pagaba ya el ostracismo al que le condenaron Sartre y su corte; seguía sintiéndose extranjero; avejentado pese a su sempiterna cara de niño, tocado por la tuberculosis de su infancia, vivía atornillado a sus pasiones (la actriz española María Casares, sobre todas las demás) y sus problemas conyugales —Francine tuvo que ser ingresada entre 1953 y 1954 por problemas psiquiátricos—. 

Pero su vieja relación con Grenier sobrevivió a los embates del siglo. Como sobrevivió el amor y el agradecimiento a Catalina, su madre, que le enseñó español y catalán, y a cuya figura recurriría en la Universidad de Uppsala cuando fue preguntado por su oposición al Frente de Liberación Nacional, y explicó así su rechazo a la violencia que intentaba liberar a Argelia de la injusta dominación colonial: “Entre la justicia y mi madre, elijo a mi madre”. 

El día de su muerte, Camus tenía 47 años. El accidente de coche sucedió el 4 de enero de 1960, cerca de Villeblevin, un pueblo de la Borgoña. El editor de La Pléiade, Michel Gallimard, que conducía el coche, moriría cinco días después. Jean Camus, que heredó de su padre el amor al fútbol y jugó de extremo derecho, siempre estará agradecido a esa estirpe de editores: “Cuando hay algún problema con los derechos siempre digo lo mismo: gracias a Gallimard mi padre se pudo comprar la casa de Rue Madame. Y mi primer recuerdo es el olor a linóleo de la casa que ellos nos prestaron cuando mis padres no tenían nada”. 

En la maleta que Camus llevaba en el coche, había 144 páginas de un manuscrito inacabado, El primer hombre, de fuerte contenido autobiográfico y gran belleza literaria. El libro, que se publicaría por decisión de su albacea Catherine Camus en 1994, pondría a cada uno en su sitio y demostraría que Camus nunca fue un burgués, ni un comunista, ni siquiera un filósofo, sino un hombre rebelde, un narrador de mundos y un enamorado de la libertad. 

Todo estaba en la luz del Mediterráneo, esa reminiscencia infantil que Grenier siempre le animó a glosar: “En plena oscuridad de nuestro nihilismo, he buscado solamente las razones para superar ese nihilismo”, escribió. “Pero no las he buscado en absoluto por virtud, ni por una singular elevación espiritual, sino por fidelidad instintiva a la luz donde nací y donde, desde hace milenios, los hombres aprendieron a saludar a la vida hasta en el sufrimiento”. 

Lo enterraron en Lourmarin, un pueblecito de la Provenza, donde se acababa de comprar una casa que hoy ocupa Catherine. Su lápida es la más sencilla del cementerio. Durante 18 años, nadie salvo Grenier escribió sobre él. Hoy, un siglo después de su nacimiento, Camus sigue siendo un cuerpo extraño para Francia, y las vergonzantes disputas políticas y personales entre sus herederos intelectuales han impedido que el Ministerio de Cultura organizara la prometida exposición del centenario —lo que se ha hecho en Aix en Provence es, según Le Monde, una sucesión de paneles para escolares—. Y mientras la fraternidad de la República cae en los peores instintos de la extrema derecha, su hijo Jean concluye: “Si Camus sigue siendo francés es porque nunca dejó de ser el extranjero”. 

Miguel Mora, Camus cumple 100 años, Babelia. El País, 02/11/2013

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