La humilitat, la violència cristiana.
La leyenda de la Palabra y de la Sabiduría que existían antes en Dios
que en el mundo es vieja. Fue enviada a la tierra para revelar entre
nosotros los secretos de la voluntad divina; terminada su misión, volvía
a Dios. Es específicamente cristiano, sin embargo, el escándalo
–lejos de un Vattimo, Weil subraya siempre este estigma con el que
irrumpe el cristianismo- de una trascendencia que se encarna entre los
hombres (Jn. 1, 14). El mundo estaba hecho por ella, pero aquél "no la conoció". Vino a su casa y los suyos,
la religión instituida de raíz judaica, no la recibieron. Entonces la
Palabra se hizo carne y puso su Tienda entre nosotros. Hemos podido
contemplar su gloria, un esplendor terrenal que se recibe del Padre a
través del Hijo, carne única de su misterio.
El tema de la encarnación supone el paso de la presencia temible de
Dios en el Tabernáculo o el Templo, el cambio de la presencia espiritual
de la Sabiduría en la ley mosaica, a la presencia personal, vista y oída
en la carne débil y mortal de un hombre. Del tamiz atronador de la Nube
se pasa entonces a la ambivalencia de la figura de Cristo, dios y
hombre a la vez, al mismo tiempo dulce y colérico (Jn. 16, 16).
Cristo habla "en parábolas", dando dificultosos rodeos, como expresión
misma de su paradójica condición, su halo contradictorio y prodigioso en
medio de la inercia de este mundo. El escándalo para los judíos, la
necedad para los gentiles, consiste en la idea de un Dios que sufre y
muere, que es flagelado, atado, coronado de espinas, abofeteado. Pero
esto es esencial al cristianismo: también Dios, para hacerse entender,
tiene que enviar a un Hijo que es alguien, un hombre singular,
de un lugar concreto, con un rostro y una biografía. Hijo de una madre
terrenal y un padre celeste –María, Miriam, no “conoció varón”-, encarnado en un cuerpo, una biografía, un modo de ser y un carácter; por cierto, no precisamente fácil.
Con muy distintos acentos –Hegel y Nietzsche se han ocupado de esto,
pero también Deleuze- se ha subrayado el cambio del Dios de la Ley al
Dios del Amor y de la Gracia. Dios amó tanto al mundo que entrega a su
unigénito (Jn. 3, 16), y en este sentido Jesús es una suerte de
Isaac espiritualizado. Desde entonces, sólo el que no crea en el hijo
necesitará la "cólera del Señor" (Jn. 3, 36). Jesús llega a señalar que Dios no considera ya siervos a los hombres, sino amigos (Jn.
15, 15), pues no puede llamarse siervo a aquél que "sabe lo que hace el
amo". Toda la insistencia evangélica en que el hombre no debe tener
miedo (Mt. 1, 20) parece ir en esta dirección. De alguna manera –como podemos suponer, no de todas- se ha roto el silencio de Dios por medio de la acción del Padre en el Hijo, de las obras del nuevo Mesías. "Mi Padre obra y yo también obro" (Jn.
5, 17). Al respecto, el halo de milagro que rodea la figura de Cristo
representa la fuerza prodigiosa de la acción, la fe en un acontecimiento
que adviene entre los hombres, rompiendo la inercia del mundo. En suma,
se trata de un elemento subordinado al imperativo de no guardar la fe
en la interioridad de nuestros corazones, en la seguridad amurallada de
la Ley o la Sinagoga.
La buena nueva consiste también en que la trascendencia de la verdad
religiosa comienza otra vez en este mundo, con la transfiguración de
este mundo. “Ama el no ser conocido de ti ni de los otros” (Juan de la
Cruz). En efecto, el amor que arma inicialmente al cristianismo es por
definición tendencia, relación con lo otro, inclinación hacia
lo que ha quedado fuera, exterior o desconocido. Frente a lo
establecido, que ya se posee, el cristianismo predica la necesidad
imperiosa de la partida, de "dejarlo todo" a la señal del Mesías: sígueme (Jn.
1, 43). Sobre la idea acaso tranquilizadora de que el Mesías vendrá en
un futuro indeterminado, aplazamiento que deja libre el presente para
los intermediarios humanos y los mercaderes del tránsito, con el
cristianismo irrumpe bruscamente el tiempo mesiánico en la actualidad,
en un presente que no agota la espera del porvenir, pero queda arraigado
en una perpetua crisis.
De este modo, el mensaje del cristianismo sería revolucionario en el
orden político, aunque esto sea precisamente el medio para un violento
“conservadurismo”. Se trata de conservar la posibilidad de una segunda
venida, de una parusía. "Soy comunista porque soy conservador",
dirá Pasolini en la estela del cristianismo primitivo. Efectivamente,
Cristo se reclama continuamente de la tradición. De hecho, utiliza el
poder milagroso de su palabra para revivir el sentido y la voz de los
Padres. Las instituciones de la época representan el conjunto de
condiciones iniciales que hay que someter a crisis para que advenga una
buena nueva, un viento del Padre que exige resucitar en el seno de este
tiempo la experiencia de la pobreza, la memoria de los márgenes y el
desierto.
De aquí también la cuestión clave del universalismo. Descendientes de una misma paternidad remota, que se ha abajado
al hombre en su ser inaccesible –Cristo habla con las parábolas de lo
que no puede tener una expresión directa, plena-, todos los hombres son
hermanos. Digamos que comparten una misma orfandad, idéntica herencia
enigmática. Ningún padre natural es suficiente, tiene que haber otro
Padre que le dé una figura personal al abismo. El hombre es huérfano en
el sentido de que el horizonte que le entra por la vista, la herencia
terrenal que recibe, no tiene nombre que la cubra, una ventana que pueda
enmarcarla. Nuestro Padre es otro, no basta con la ascendencia
familiar. Tal vez por esta razón Juan de la Cruz dice en Instrucción y cautelas:
“La primera cautela contra el mundo es que acerca de todas las personas
tengas igualdad de amor, igualdad de olvido”. De ahí también que una de
las nuevas más terribles que Jesús de Nazaret desvela a sus discípulos
es que ya no hay enemigos. En efecto, la figura del enemigo
–tal vez crucial entre los hijos de Israel- es muy confortable, pues
coloca sistemáticamente afuera el problema del mal, un mal con rostro
humano, que hace más compacta a la tribu de los elegidos. Por así
decirlo, la humanidad de las afueras exorciza el mal, antropoformiza en
una entidad histórica concreta la herida de un abismo paterno que el
cristianismo vuelve a afirmar como inmediato e irreparable. Por eso la
nueva verdad toma cuerpo en un advenir cuyo protagonismo humano vuelve a
pertenecer a los márgenes: el niño, la prostituta, el lisiado, el
extranjero.
Nos situamos entonces ante una cuestión en extremo controvertida. ¿La noticia
de la encarnación supone una superación de la finitud, de la
contradicción dentro-fuera que mantiene tenso al pensamiento, como
sostiene la mayoría de la tradición laica moderna? O más bien, por el
contrario, ¿la encarnación no es el arraigo de la trascendencia, de su
"eternidad", en el sufrimiento mortal? En este punto creemos que muchos
pensadores actuales –es el caso de Martínez Marzoa, siguiendo con su
peculiar manera a Heidegger- se siguen equivocando plenamente. Para
ellos –y la interpretación debole que en su momento Vattimo hizo del cristianismo parece darles la razón- la encarnación es el fin de la contradicción, de la diferencia
que mantiene viva la filosofía. En efecto, el desarrollo posterior del
capitalismo, y una cultura del consumo que simula encarnar la infinitud
de Dios en la tierra, liquidando toda singularidad, parecen darle la
razón a esta lectura crítica. Pero aquí el pensamiento es víctima de la
confusión del cristianismo histórico con el primitivo, así como del
papel político del primero, por cierto, bastante ambiguo.
El concepto cristológico de “vaciamiento” (Kénosis) permite
que Dios se vacíe a través del Hijo y se inserte en la historia de los
hombres. Es como si se produjera, a través de un Jesucristo que “se
vació a sí mismo” (Flp. 2, 7), un vaciamiento de la separación
religiosa, una suspensión del dualismo que separa a lo suprasensible de
lo sensible. Según el texto de los evangelios, el “despojamiento” (Kénosis)
que da lugar a la encarnación no sería el fin de la contradicción, sino
más bien el recomienzo de la contradicción en la inmediatez sensible,
su arraigo en la presencia material [1].
Es como si Cristo mostrara, en la propia sociedad humana, que hay algo
entre los hombres que no les pertenece, que no es humano. Si se quiere,
algo comunitario que no es social. “Él se vació de su divinidad.
Vaciarse del mundo. Asumir la condición de esclavo (…) Despojarse del
señorío imaginario del mundo. Soledad absoluta. Es entonces cuando se
posee la verdad del mundo” [2].
Si queremos concederlo, podrían resonar con este pasaje –desde el punto
de vista de los hijos- los versos cristalinos de fray Luis de León:
“Vivir quiero conmigo; / gozar quiero del bien que debo al cielo, / a
solas, sin testigo, / libre de amor, de celo, / de odio, de esperanzas,
de recelo”.
¿Lo divino aparece cuando el hombre suspende su medrosa separación de
la finitud, la elevación suprasensible propia del antropocentrismo? En
otras palabras, cuando la separación sagrada reinicia su peregrinaje en
el cuerpo mismo de lo sensible. El Greco –sólo después, Bacon- esculpe
las transformaciones flamígeras del cuerpo de Cristo, una deformación
del Padre en el Hijo, una torsión de éste en la trascendencia que
atraviesa el calvario de la tierra y el infierno de los otros. De ahí la
idea de Spinoza en su Ética: nadie sabe lo que puede un
cuerpo. Hay en Cristo una torsión que define la carne. El cuerpo como un
pliegue del afuera, una invaginación de otro mundo. Deleuze ha hablado
con frecuencia del “ateísmo” que segrega, como ninguna otra religión, el
cristianismo; también de la existencia inmanente de aquel que cree que
Dios existe: “Pudiera ser que creer en este mundo, en esta vida, se haya
vuelto nuestra tarea más difícil”, dice Deleuze en ¿Qué es la filosofía?
En el caso que nos ocupa, el precio de este despojamiento es
el escándalo de que el vástago del Dios Padre se haya de arrastrar
entre los hombres. Según esto, el cristianismo no sería exactamente una
demolición de la antigua violencia de lo sagrado en las religiones
sacrificiales, como pretende Vattimo, sino más bien la resurrección de
la "violencia" sagrada en la alteridad de cada existencia, en la pasión
de su pequeñez. Hay una dulzura específicamente cristiana, es cierto,
pero la hay en la medida en que la violencia de lo sacro desciende al
rostro de un hombre transfigurado. De modo que el Padre se puede ahorrar
la vieja cólera que vertía sobre sus hijos, inaugurando el reino del
amor, al precio de gravar trágicamente la vida terrena, problematizando
una experiencia humana que ahora tiene que vérselas cara a cara con el
misterio, aunque en el corazón cotidiano de lo sensible. No se trata,
pues, de lo empírico frente a lo suprasensible, o de lo contrario, sino
de la intersección –el cruce, la cruz- anterior a esa división.
Lo suprasensible aparece inicialmente en el cristianismo como una
metáfora del propio ser vertiginoso de lo sensible, la "trascendencia"
puramente enigmática y negativa, para las instituciones, que pesa en la
"inmanencia" de la carne. “El punto de apoyo es la cruz, intersección
del tiempo y la eternidad” [3].
El tiempo resultante, el de los hombres, no es entonces una mera
degradación de la eternidad, sino una caída necesaria de ésta. Por eso
Dios entrega a su único hijo, por eso el unigénito desciende.
La cruz no representa esencialmente una simple condena o venganza
"platónica" contra el mundo sensible, según entiende el Nietzsche
canónico, ni tampoco el fin de la contradicción, según la cual la carne
se habría librado del abismo que la saja, humanizando la violencia de lo
sagrado. Con Cristo, ciertamente, se humaniza la religión, pero en
tanto que el hombre resultante tampoco es el mismo, pues a partir de
entonces se abisma en un amor al que le cuesta decir su nombre. Quien
desciende es el Hijo, emisario de una paternidad trascendente en este mundo. En la medida en que el Padre queda intacto en su pura ininteligibilidad –su descendencia pone lo inefable en la materia-,
el cristianismo parece querer preservar a la par, cruzándolos, los
derechos de lo sensible-temporal y los de la eternidad trascendente.
La pasión y resurrección de Cristo están ahí para mostrar que sólo
completando el ciclo de la muerte, más allá de una muerte puramente
terminal, lo sensible se libera de su condena contingente para pasar a
una contingencia necesaria, cargada de signos. Esto hace de la
deformación un destino, como si con Dios todo estuviera permitido otra
vez y se reiniciase la liberación de lo contingente. Al respecto, el mal
en el mundo –el pecado, el error- es el camino, el "método" de la
propia carne para encontrar la inmanencia del ser en ella, la
inmortalidad de su condición finita.
Como sacará a flote más tarde el debate de san Agustín con el
maniqueísmo, bien y mal no son simplemente contrarios: uno es el
principio y el otro su privación; uno rodea al otro, vence al otro (Rom. 12, 21). Sin que el triunfo pueda nunca considerarse “definitivo”. La mayéutica
cristiana necesita constantemente la herida de una ironía central. La
cruz también significa que el hombre, mientras el tiempo dure, debe
permanecer en la encrucijada. De algún modo, el bien es más peligroso,
más vasto que el mal, una depuración interna de su veneno. Fijémonos en
este momento del Ecce homo de Nietzsche, dedicado a Más allá del bien y del mal:
“Dicho teológicamente –préstese atención, pues raras veces hablo yo
como teólogo- fue Dios mismo quien, al final de su jornada de trabajo,
se tendió bajo el árbol del conocimiento en forma de serpiente: así
descansaba de ser Dios… Había hecho todo demasiado bello… El diablo es
sencillamente la ociosidad de Dios cada siete días” [4].
Acaso el problema de Nietzsche con el cristianismo se vincula a esta
cuestión: ¿Cuál sigue siendo la relación de Dios con el demonio, el “más
viejo amigo” del conocimiento?
La mojigatería que frecuentemente rodea la imagen oficial del
cristianismo proviene en parte de esta capacidad mística para vencer el
mal abrazándose a él. Se trata de una resignación terrible, y
una vez más, Simone Weil es estremecedora en este punto. Buena parte de
los críticos anticristianos, sin embargo, no comprenden que Cristo sabe
que el diablo es el ser más necesitado de nuestras preces [5]. Del mismo modo, en Nietzsche se cumple un ciclo camello-león-niño
en el que la última figura, la de la gracia, nace de una inversión
desde el fondo mismo de la violencia. Como si tampoco aquí el bien fuera
otra cosa que el mal abrazado, apurado hasta el final. Por eso lo
divino ha de renacer por fuera, en un pesebre.
Según esto, el cristianismo sería una religión de la perdición
antes de serlo de la salvación, una tecnología para gestionar lo
irreparable. Frente a la lectura del Nietzsche canónico, así lo
defienden los intérpretes trágicos del cristianismo, a la manera de
Pascal, Dostoievsky, Kierkegaard o Unamuno. Cuando los discípulos (Jn.
14, 6) le piden a Jesús que les muestre el camino, pidiendo un atajo de
salvación que les libre del tormento de este mundo, Cristo les contesta
que él, el que es, pura existencia desnuda, es el camino. No hay otro camino que recorrer el calvario de la existencia que es, sin esencia externa que le libre de su contradicción. Ante el cristianismo, ¿no protestan judíos y paganos también
por el hecho de que salvación y martirio, redención y cruz, aparezcan
enlazados? Es sabido que en esta dirección va la interpretación de Hegel
y la de Feuerbach, para quienes la aparición de Cristo en la escena de
las religiones supone la idea de que al fin lo ínfimo es lo más
profundo. En suma, la idea de que finitud e infinitud, contingencia y
necesidad, rostro y abismo aparecen indisolublemente vinculados. Lo
absoluto es sujeto hasta el punto de que la esencia suprema es ahí, vista y oída.
Al hilo de esta línea de interpretación, la encarnación no elimina la
trascendencia, su irreparable "más allá" de este mundo, sino que supone
más bien la "locura proclamada en alta voz" (I Cor. 1, 20-24) de la que habla Pablo en la primera Carta a los corintios. En la parte III de Del sentimiento trágico de la vida,
Unamuno escribe: “Tan gratuito es existir como seguir existiendo
siempre”. La locura de la inmortalidad es la misma que la de la finitud.
Ambas se curan alcanzando una forma de vida. También es sencillamente increíble que la existencia mortal, aparecida contingentemente para irse, exista, ahí, un solo segundo. Leemos en Encore,
de Jacques Lacan “Los cristianos (como los psicoanalistas) tienen
horror de lo que les fue revelado”. Pero una tecnología esencial al
cristianismo, y en este punto el psicoanálisis no siempre está a la
altura, es invertir ese horror en una revelación real. Regresar desde el
vértigo de la finitud eternamente, regresar como pasaje real:
ésta parece ser la tarea primitiva del cristianismo. Volver a una escena
primitiva que –al igual que la infancia- no es tanto otra escena,
anterior, como el estrato elemental de cualquier escena.
Cristo es signo de contradicción (Lc. 2, 34). De hecho, no viene a traer inmediatamente la paz, sino la guerra, la división entre los hombres (Mt. 10, 34-37). Piénsese en el “doble filo” (Weil) de la idea de espada.
La tensión constante, en cada momento de la pasión, entre "este mundo" y
el "mundo venidero", el ciclo completo pasión-muerte-resurrección, así
como el hecho de que Cristo haya de hablar precisamente en parábolas,
de un modo oblicuo, como si toda comunicación directa –incluso con los
hombres "marginales" que han sido elegidos- fuese imposible, expresarían
estos signos iniciales de que no se trata de acabar con la "violencia"
que, para un mundo meramente humano, es intrínseca a lo sagrado.
Ciertamente, desde el comienzo, la opinión pública de la época protesta
por el hecho de que se arrastre la trascendencia por la carne y por la
sangre, de que se quiera refundar la trascendencia en una hendidura del
mundo sensible. Como veremos, incluso en este sentido Cristo tiene algo
de "endemoniado", de un ser doble; un rasgo que Él, naturalmente, rechaza.
La encarnación no clausura la trascendencia, sino que la hace singular y le da un rostro; esto es, la convierte en crucial
en el tiempo natural de cada cuerpo. Al fin, con todo su vértigo, lo
trascendente se expresa ahí, visto y oído, en el hecho de que la vida no
se agote en este mundo y de que no haya ningún César, tampoco ninguna
Iglesia instituida, que pueda abarcar el milagro del presente. Quizás
todo el mensaje político del cristianismo, por eso se da en él algo de
un irritante “no luchar” en este mundo –al menos, no luchar en él hasta
la muerte-, consiste en resucitar la dualidad, la violencia de lo
irreductible en el corazón mismo de las instituciones que han pactado
con el Imperio. La violencia cristiana es básicamente la de la humildad,
la de una ternura que sabe de lo que ha venido. En suma, puede
tratarse de lo que algunos laicos modernos llaman “esquizofrenia”:
llegar de la periferia, de un afuera, y mantenerse en la visibilidad
gregaria sólo por una mano o un pie. En este punto, Nietzsche se engaña
parcialmente, pues en el cristianismo primitivo se trata de la
resistencia sorda, con frecuencia pasiva y trágica, de aquel que
instintivamente se aparta del éxito mundano, de la inmanencia en este
mundo. La inmanencia atraviesa la carne, pero ésta es trascendente con
respecto a todo saber meramente histórico. En este aspecto, tal vez la
figura del Hijo señala que siempre hay otro, por venir, en el que el
Padre desciende. Uno vendrá que te quitará el sueño.
Estamos ante la violencia asimétrica y dual de lo trascendente,
asimetría que tiende a desdoblarse en tres; trascendencia puramente
enigmática ante la pretensión de una inmanencia en el día histórico. Se
insiste, es cierto, en que no hay Padre sin Hijo mortal (Jn. 14, 8), pero ello para mejor defender que el espíritu sopla donde quiere:
es decir, que no hay ninguna posibilidad de que la trascendencia se
fije de una vez por todas en una código seguro para los hombres, unas
tablas que les ahorren la incesante travesía del desierto. En esta
contradicción sangrante –ni Israel de una vez por todas elegido, ni
César, ni Padre, ni Hijo solamente-, en esta "estrecha senda" (Mt. 7, 14) tiene su calvario Yehosúa de Nazaret, Jesu-cristo, el Ungido.
Ignacio Castro Rey, Sacer (2), fronteraD, 16/11/2013
Notas
[1] Kénosis es un concepto cristológico que tiene su raíz bíblica en Flp. 2, 7. Se dice de Jesucristo que “se vació a sí mismo” (heauton ekénosen),
asumiendo la forma de vida humana que es propia de los demás hombres y
haciéndose obediente al Padre hasta la muerte en la cruz. Kénosis
significa por tanto el vaciamiento de sí que realiza el Hijo de Dios,
insertándose en la historia de los hombres hasta pasar por la
experiencia de la encrucijada mortal. Este acontecimiento ha sido
interpretado en diversos sentidos por la tradición teológica. En el
Nuevo Testamento se encuentran también otros pasajes, además de Flp. 2, 7, en donde se hacer referencia más o menos explícita a la abnegación, hasta su vaciamiento, del Hijo al entrar en nuestra historia. Cf. Jn. 1, 14, donde el término sarx (carne) indica la fragilidad transitoria de lo humano, su condición mortal. También Gál. 4, 4: el Hijo preexistente de Dios nació de una mujer y se sometió a la ley. Jn.
17, 5: el Hijo vive ahora en una situación donde está privado de
aquella gloria que poseía desde la eternidad. Finalmente, en II Cor. 8, 9: el Hijo era rico, pero se ha hecho pobre (eptócheusen)
para enriquecernos a nosotros. Es curioso ver que en el “ateo”
Nietzsche se da una dialéctica negativa similar en el capítulo “Cómo el
‘mundo verdadero’ acabó convirtiéndose en una fábula”. Friedrich
Nietzsche, Crepúsculo de los ídolos, Alianza, Madrid, 1986 (2ª ed.), pp. 51-52.
[2] Weil trata de expresar con palabras
de san Pablo uno de los conceptos claves de su pensamiento: la creación
es simultánea de un acto de generosidad, de negación y renuncia. Simone
Weil, La gravedad y la gracia,
Trotta, Madrid, 1998, p. 63. Sometida a la caducidad, toda la creación
gime y sufre los dolores del parto. Y esto es lo que abre la posibilidad
de interpretaciones místicas en el cristianismo y, en general, la
recurrencia de imágenes inmanentes de lo animal y vegetal, a la manera
agustiniana o franciscana. En el siglo XX, es también Simone Weil quien
tal vez lleva al extremo esa pasión por la belleza inmanente.
[3] Simone Weil, Carta a un religioso, Trotta, Madrid, 1998, p. 60. Cfr. Agustín García Calvo, De Dios, Lucina, Zamora, 1996, pp. 17-26.
[4] Friedrich Nietzsche. Ecce homo. Cómo se llega a ser lo que se es, Alianza, Madrid, 1978 (3ª ed.), p. 108. En Diferencia y repetición
se habla también de que, según las proporciones, lo que mata es al
mismo tiempo lo que cura. El pensador privado, el portavoz de la
repetición, realiza un “juego místico de la pérdida y la salvación”.
Gilles Deleuze, Diferencia y repetición, Amorrortu, Buenos Aires, 2002, p. 28.
[5] Cfr. Giorgio Agamben, La comunidad que viene, Pre-Textos, Valencia, 1996, p. 24.
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