"Els que estimen la justícia de debò no tenen dret a l'amor" (Els justos, Albert Camus).
Albert Camus estrenó Los justos
a finales de 1949 en el Théâtre Hébertot de París. No faltaron algunas
reacciones y comentarios adversos. Visibles todavía en numerosas
ciudades y pueblos los estragos de la guerra reciente, una parte de la
intelectualidad occidental europea, incluyendo la francesa, sigue
cerrada por entonces a la crítica del ideal socialista a partir de sus
consecuencias. No pocos intelectuales que disfrutan de la amplia
libertad de expresión que les garantiza la democracia desean para su
país la dictadura soviética. Se niegan a admitir que un modelo social
basado en un ideal de justicia equitativa pueda desembocar en un régimen
sanguinario, con su tirano a la cabeza y sus servicios policiales
consagrados por entero a la represión. Frente a la subordinación del
hombre a las ideas, origen de tanto fanatismo, Camus propone una
profunda reflexión moral sobre la base de que ninguna convicción, por
nobles que sean su apariencia y su propósito, es justa si sirve de
coartada para ocasionar daño al prójimo. ¿Lo es si quien se empeña en
llevarla a la práctica sacrifica su vida en el intento?
Es esta una de las cuestiones esenciales tratadas en Los justos.
La acción transcurre en Moscú, a principios del siglo XX. Cinco
activistas de una organización revolucionaria (cuatro varones y una
mujer) se han propuesto liberar al pueblo ruso por la vía de liquidar a
los déspotas. La primera tentativa de matar a uno de ellos fracasa como
consecuencia de un repentino escrúpulo del terrorista encargado de
arrojar la bomba. En la calesa del gran duque, blanco del ataque, viajan
dos niños. Una segunda tentativa, pocos días después, conduce a la
muerte del referido aristócrata, así como a la detención,
encarcelamiento y posterior ejecución del terrorista. El interés de Los justos
acaso no radique hoy día tanto en sus componentes propiamente
literarios, en absoluto desdeñables, ni en la psicología de los
personajes como en las complejas cuestiones de índole moral que la pieza
plantea y sobre las cuales el propio Camus se pronunciará por extenso
en su obra inmediatamente posterior, El hombre rebelde.
¿Se puede crear una sociedad justa cometiendo asesinatos? No es
difícil comprender que una sucesión mejor o peor organizada de crímenes
constituye un ejercicio de pureza. Por lo general, los brutos, cuando se
meten a arreglar el mundo a su manera, optan por este tipo de
soluciones primitivas, equivalentes a una poda de seres humanos en vez
de ramas. La idea básica consiste en llevar a cabo una selección, con el
pensamiento de que al final la sociedad albergue solamente a los
adeptos; esto es, a los puros.
La actividad criminal continuada es inviable si el activista no tiene
cerradas todas las puertas de la culpa. La culpa no solo es un elemento
desmoralizador, un obstáculo, un freno en el esfuerzo hacia el objetivo
final, sino que implica el reconocimiento de que se ha actuado de forma
reprobable. Alienta, por tanto, la conciencia de que no se ha tenido la
razón, de que se ha estado sirviendo a ideas erróneas. Para evitar que
la culpa disuada o paralice, el activista ha de tomar ciertas
precauciones (y si no él, los encargados de lavarle el cerebro). Una de
ellas consiste en la criminalización de la víctima, de tal manera que la
acción violenta ejercida sobre ella adquiera desde el principio un
componente de castigo o, en todo caso, de defensa propia. De este modo,
toda culpa es de la víctima. Kaliayev, el encargado de lanzar la bomba
contra el gran duque, no tiene duda de que está ejecutando un veredicto.
Ni siquiera actúa por propia voluntad. Es un obediente que ve en sí
mismo, por así decir, una víctima de la víctima, obligado por ella a
matar y a exponerse a las represalias previstas para su caso por las
leyes del zar.
La
consiguiente deshumanización del adversario preserva al terrorista de
tentaciones compasivas. Para este, la víctima carece de rasgos faciales,
de sentimientos, de vida familiar. Se mata a un hombre como se destruye
un puente o se cortan los cables del teléfono. Si la víctima hizo en el
pasado alguna aportación positiva a la sociedad, no se le tiene en
cuenta. Que al morir deje viuda y huérfanos apenas supone un daño
colateral o, en todo caso, él ya estaba avisado, no debió meterse en
política, qué significa su sufrimiento frente al de todo un pueblo, etc.
La víctima es asesinada por lo que representa. Se dispara contra el
uniforme, contra el cargo, contra la posición del funcionario en el
entramado social, y puesto que la víctima es considerada parte
integrante de un sistema injusto, se le hace responsable de cualquier
acción, medida o consecuencia de dicho sistema. De nuevo la víctima es
culpable; de nuevo el agresor imparte justicia.
Al formular su célebre frase: “Si Dios no existe, todo está
permitido”, Iván Karamazov, personaje de Dostoyevski, no renuncia a su
condición humana. Está, eso sí, persuadido de haberse quedado sin
cimiento moral. ¿Quién le pedirá cuentas por sus vicios y pecados? ¿Para
qué practicar la bondad si no hay recompensa? A los terroristas de
Camus la condición humana les resulta indiferente. Si Dios no existe,
piensan, nosotros ocuparemos su lugar. A partir de ese instante la
justicia es absoluta y el reino de los cielos, la sociedad que se aspira
a construir. Ahora ya no está todo permitido; ahora prácticamente no
hay nada permitido salvo la entrega sin restricciones a la causa. Ni
siquiera los niños son inocentes. Cualquier desviación, cualquier demora
en el cumplimiento del plan, debe ser atajada sin miramientos.
Ningún personaje encarna de forma tan extrema esta radical postura
como Stepan Fedorov, el más inmisericorde de todos. Stepan no tiene
empacho en proclamar que no ama la vida, sino la justicia, y que concibe
a esta por encima de aquella. Es comprensible que reproche a Kaliayev
que no hubiera lanzado la bomba el primer día, cuando el gran duque
viajaba en la calesa con su mujer y los dos niños. Pero, ya avanzada la
obra, descubriremos en Fedorov una pulsión que los otros, verdaderos
crédulos, no sienten: la sed de venganza. Las carnes de Stepan Fedorov
están marcadas por el látigo de la ley y él quiere resarcirse a toda
costa, caiga quien caiga. A la causa defendida por la organización, él
agrega la suya personal, nacida del resentimiento.
Un rasgo, pues, de egoísmo al que a primera vista parece oponerse la
renuncia total al interés propio de Kaliayev. “Nosotros”, afirma este
personaje, “matamos para construir un mundo en el que nadie vuelva a
matar nunca. Aceptamos ser criminales para que la tierra se cubra por
fin de inocentes”. Tamaño sacrificio exige la anulación completa de los
impulsos naturales del individuo. Poseído por el ideal, el individuo ya
solo es un instrumento al servicio de la ortodoxia. Uno de dichos
impulsos es el amor, que tanto Kaliayev como Dora, la única mujer del
grupo, reprimen de común acuerdo. No hay felicidad posible sino después
de cumplido el ideal. Solo entonces el amor deja de entorpecer y
deshonrar la causa. Dora lo formula mediante una de esas frases de Los justos
que cortan el aliento: “Los que aman de verdad la justicia no tienen
derecho al amor”. Es, pues, coherente su decisión final de seguir los
pasos del amado hacia el patíbulo. Al mismo tiempo entrevemos en su
actitud de desprendimiento extremo un rasgo de egoísmo, mayor incluso
que el de quien tan solo aspiraba a una reparación personal. Es el
egoísmo de los que anhelan la salvación eterna.
Fernando Aramburu, No todo está permitido, Mercurio 154, octubre 2013
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